El sábado dormí en casa de mis padres. A primera hora de la mañana bajé a comprar el periódico. En el ascensor mi pelo, por lo común corto y fingidamente despeinado, creció repenteniamente hasta una melena leonada, mi camiseta sin anagrama alguno se transformó en una con algún símbolo comunista o supuestamente revolucionario. Mis pantalones, hasta el piso tercero, mantuvieron su misión de cubrir mis piernas, momento en el que de desmigajaron en voluntarias e involuntarias ruturas. Se llenaron de pintadas con frases, dibujos, ideas, símbolos. Y mis zapatillas, anónimas, pasaron a ser de nuevo el orgullo y marca de la corona. Paseaba por la calle en la soleada mañana reconociendo los lugares, el "triangulillo" donde desmigajaba las tardes eternas de julio, la calle medio asfaltada por la que tantas veces bajé corriendo, el pequeño parque, improvisado campo de fútbol en tantas jornadas de gloria con balón de reglamento, la cuesta hacia el kiosko, dame tres sobres, me vi pedir en lugar del acostumbrado periódico. Hombre, ¿cómo va esa vida?, poco te veo. Es que ya no vivimos por aquí. El kioskero, envejecido por la lógica, rejuveneció tres décadas y me dio el último fichaje estrella, N´Kono vale en el mercado negro del cromo de fútbol más de cien o doscientos. Me vi bajando la calle de nuevo, corriendo, para avisar a Jusepe de mi fortuna. Porque nada de lo que ocurra en el barrio con diez años ocurre de verdad hasta que lo cuentas a un amigo. Me vi en la barandilla del campo viendo jugar a los mayores, imaginando que un día sería yo el regordete que por la banda recuerda al jugador que fue, y riéndome de Batussi, sin saber muy bien por qué, por comprar el ABC. Es el mejor, ¿no ves que lleva grapa?. Volvía, a cada paso, a los diez, a los doce, a los quince, según el lugar por el que me llevaran mis pies.
El barrio y yo hemos sufrido una metamorfosis con el tiempo que nos ha hecho irreconocibles el uno para el otro. Seguimos siendo los mismos porque nunca hemos dejado nuestras raices. Vuelvo a él cada día, por los avatares de la vida, pero lo hago a ese nuevo barrio, que como mi nuevo yo, poco recuerda, sin dejar de ser el mismo, al que mi nostalgia me lleva. Ese barrio, el que guardo en la caprichosa memoria, se presentó de un solo zarpazo en el patio de mi colegio. La evidencia de la decadencia pudo más que los mecanismos de defensa de mi memoria. Esta viejo, achachoso, y como un abuelo arrinconado en el salón de una residencia, se le veía abandonado y triste. Las pintadas, las canastas desvencijadas, la suciedad. El colegio Público Cuba ha muerto, me decían los pinos secos. Ha muerto para siempre mientras mis manos se aferraban a su mítico muro. Y pensé que un barrio que deja morir a sus colegios públicos no es un barrio digno de mi nostalgia, así que mi pantalones, mi pelo, mi camiseta volvieron a su ser y le pedí perdón a la mole de ladriño que acunó mis primeros pasos en el conocimiento por, como el resto, no haber hecho nada por él. Lo siento, le dije, antes de volver a mi vida.
4 comentarios:
Cuando vuelves al barrio es una sensación muy extraña, agridulce. Efectivamente cada lugar te trae un recuerdo distinto. En cualquier caso siempre es bonito.
Miré los muros del colegio mío,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía
¿es tuyo?
¡Claro que es de dudu!
¿Por qué lo "dudas" ¿Es ... que te suena
Besos sin duda alguna¡PARA AMBOS! PAQUITA
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