NOTA: por motivos técnicos el tercer capítulo de Gigolo adelanta esta semana un día su publicación.
Hace tres semanas que desparramó su semen en el suelo de María. ¿Qué cómo es?, joder, sexual, especial, voluptuosa, única, Eduardo, es todo lo que se me ocurre. Desconcertante, tal vez, pero eso lo calla. El jueves, después del primer “juego”, volvió al ático del bloque que parecía colocado allí por error. Era un reencuentro inevitable. Durante toda la semana no dejó de pensar en ella. Tampoco las siguientes lo hizo. Se masturbó tantas veces que llegó a temer estar viviendo una especie de retorno a la pubertad. Curiosamente, lo que más alimentaba su excitación era aquello que se escapaba a sus recuerdos acostumbrados, el dinero, el semen en el suelo, ella deslizándose hacia el líquido aun caliente. El cuerpo generoso en curvas, su orgasmo, todo lo demás, iba quedando en un segundo plano en cada nuevo ejercicio onanista. Poco importó que el sábado siguiente conociera a una preciosa rubia, ni muy alta, ni muy baja, bastante guapa, con un cuerpo de locura que, pese a todo, ha olvidado. De poco sirvió que acabara en su habitación, en la casa que compartía, porque apenas quedan en su memoria retazos de las curvas jadeantes, de su pericia, de su pasión por el sexo oral, de su forma de gritar, de su sorpresa cuando llegó al orgasmo y él seguía ahí, de su propia fascinación cuando la rubia, todavía sudorosa, le quitó el preservativo y terminó el trabajo con las manos, sin dejar de mirarlo a los ojos, analizando los indicios del orgasmo, hasta que sintió que era inminente y entonces sí, entonces introdujo el pene en la boca y dejó que todo el líquido la invadiera. Tampoco recuerda los esfuerzos de su preciosa y recién conocida amante por no atragantarse, la primera vez que un hombre descargaba en su boca. En circunstancias normales le hubiera incomodado, solo ligeramente, saber que la pobre muchacha se había enamorado locamente de él, por eso la pasión y la entrega, después de años de control y noviazgo aburrido. Pero aquel domingo, al alba, ni tan si quiera recordaba el nombre de la mujer. Solo podía pensar en María, como lo hizo mientras su polla se derramaba dentro. María se había convertido en una incómoda obsesión, porque no le gusta descubrirse pensando en ella. No se trata de amor, sino todo lo contrario. Obsesión confusa. No se siente unido a ella por nada en especial y sin embargo espera con ansia cada nueva sorpresa. Con ella nada es normal. La segunda vez que se vieron apareció con otro billete de cien euros en el escote. Sin disimular, sin medias tintas. Sabía que vendrías a ganarte tu dinero. Lo dijo con la boca llena de poder y deseo. Iba desnuda, solo el sujetador para comprimir el billete. Ven. Fue lo siguiente. Llegaron a la habitación y apagaron las luces. Él seguía vestido, detalle que a María le importaba más bien poco. Para ella la excitación estaba más allá de los cuerpos puestos en liza, en el tapete del deseo. Se acercaron a la ventana y apoyó los codos, ofreciendo sus nalgas. Quiero que me la metas por detrás, ya, ahora mismo, ahí tienes un preservativo y vaselina. No hubo más, no ya un buenas noches, sino tal vez un beso, una abrazo, juego previo. No. Imperativa y directa. Después frenó el primer impulso de Adrián. Antes quiero que me humedezcas con la lengua, que después me cubras de vaselina, después vas tú. ¡Haz lo que te digo!, para eso te pago. No era una exigencia violenta, más bien una súplica imperativa. Fuera se veía la ciudad, y probablemente la ciudad podía adivinar qué hacía una mujer medio desnuda, en aquella ventana, con la respiración entrecortada. Eso, aunque Adrián no lo supiera, era el verdadero motor del deseo, ser penetrada mientras el mundo entero podía verlo. Dudó un instante. Siempre fue un hombre abierto a toda práctica sexual, a toda, pero arrodillarse y deslizar la lengua por un ano no era algo que hiciera sin pensar. Primero besó las nalgas, cuyo contacto le pareció tan suave que hasta sintió cierta ternura. Olían a crema. Con mucha delicadez separó los dulces trozos de carne para mostrar el lado oscuro del deseo. Y por fin, después de humedecer su lengua dentro de la boca, la deslizó incisivamente. El sabor fue neutro, quizá algo salado. Le gustó. Volvió a hacerlo más incisivamente aun. María ofrendaba su cuerpo con las manos. Y gemía. Gemía con cierta exageración. Si, cómemelo, es todo tuyo, méteme un dedo, méteme un dedo. Le hizo caso. Lo humedeció igualmente y ya dentro sintió una tremenda presión, y calor, un dulce calor latiendo sobre él. Ese calor se disparó al cerebro y de ahí a todas las terminaciones nerviosas. Seguía vestido. Para no perder tiempo, no perder terreno, sin dejar de jugar con el culito que danzaba al ritmo que su dedo marcaba, se fue quitando la ropa. Ahora la vaselina, quiero que me untes de vaselina. Volvió a hacerle caso. Roció todo el culo, por dentro y por fuera, y después, algo más desnudo y completamente erecto, se fundó el preservativo y entró en ella. Fueron dos o tres segundos muy largos. El ano no lo recibió con la esperada soltura y debió hacer bastante presión, ser bastante tozudo en su empeño. María seguía abriéndose las nalgas, pero ya no gemía, sino que contenía la respiración, llenando y vaciando los pulmones con estruendo en cada nueva apnea. Una vez dentro, logrado el objetivo, permanecieron así otros diez o doce segundos, inmóviles. Despacio, ahora despacio. Estaban tremendamente excitados. Una vez comenzaron los movimientos, tomó la primera iniciativa, deslizó los dedos húmedos entre el cuerpo de María y la pared, hasta llegar al sexo, algo abandonado. Abrió los labios, sintiendo la fortaleza de sus propias embestidas, y comenzó a jugar, al mismo ritmo que le demandaban las nalgas. María gritaba, respiraba, dejaba de hacerlo, resoplaba sin control alguno. Y sus embestidas eran cada vez más brutales. Una espiral sin salida, a más gritos, más fuerza. Tuvo que parar un instante porque se sintió derrotado por el orgasmo. ¿Qué haces hijo puta?, no te pares ahora. No quiero correrme, no, todavía no. María giró su rostro para poder ver el de Adrián. Mi príncipe. Y sonrió. Era el primer instante de ternura en su curioso periplo amatorio. Recobra fuerzas, que vamos a corrernos los dos, a la vez. Y así ocurrió. Adrián retrasó el suyo todo lo que pudo, se afanó en cubrir todas las necesidades, por delante, por detrás, el cuello, la cintura y gritó con ella, a la ventana, a la ciudad, al mundo.
Así han sido los cuatro jueves. Cada noche una fantasía conducida por María, la que contrata, la que paga, la dueña de la situación. No hubo palabras, ni antes ni después. Tan solo un día, el último jueves, mientras ella limpiaba el semen de sus pechos, mirándose en el espejo, recreándose en lo que veía, los restos del placer de un hombre sobre su pecho, el mismo hombre que descansaba desnudo en la cama. Mi padre se moriría otra vez si me viera así, como una puta, como una zorra. Y en honor a su padre, por su doloroso recuerdo, el último resto, tozudo, blanquecino y frío, desapareció de la vista raptado por la lengua. Que se joda, parecía decir aquel gesto. ¿Tú padre está muerto?. Estaba hablando sola, así que la pregunta la desconcertó y, al tiempo, la devolvió a la realidad. No hagas preguntas, te pago para que me folles, para que me hagas gritar, no para que te intereses por mi padre, lo que me faltaba. Así es María. Seca. Exigente. Si te corres ahora te la arranco. Aduladora a veces. Nadie me folla como tú, Adrián, puedes vivir de mí a poco que te esfuerces. Pero siempre distante, dejando claro que sudarán, gemirán, se comerán, se morderán porque ella tiene dinero para pagarle. Soy tu dueña.
Por primera vez en un mes no piensa en ella. Los músculos tensos, el sudor salando su rostro, la respiración contenida. El constante ir y venir de cuerpos en busca de la perfección esclavizante ayuda. Pero sobre todo quien se ejercita a dos metros de él. Rubia, muy rubia. Todavía no lo sabe, pero, aunque se llama Adoración, todos la conocen como Luz. Va camino de los cuarenta y cuatro años. Nadie lo diría, y mucho menos ella. Lleva el pelo recogido en una coleta pero siempre va perfectamente peinada. No vive de la imagen, o por lo menos no sólo de ella, lo que ocurre es que trabaja rodeada de quienes sí lo hacen y ella es quien manda, así que tiene que dar ejemplo. Le ha gustado mucho Adrián. Por eso tiene la mirada fija, y cuando él no resiste la curiosidad y abre los ojos, sonríe, la mantiene un instante y luego la retira. Es un juego calculado. Lleva un conjunto rojo de cierto aire infantil. Mayas ajustadas que ciñen las muchas razones por las que nadie acertaría su edad, surcadas por tres franjas blancas de la cintura a los tobillos. Un top deportivo a juego. Todo de marca, por su puesto, Luz jamás compraría una prenda que costara menos de ciento cincuenta euros. Ha luchado mucho para llegar hasta donde está, nadie sabe cuanto, y no piensa desperdiciar un ápice de su victoria. Adrián intenta fijarse en ella, y aunque le inquieta su obcecación, consigue constatar alguna evidencia. Se cuida. Mucho, piensa cuando estira una vez más las piernas, sentado, desde las rodillas, tensando todos los músculos. Esos pechos no son suyos, alguien los ha moldeado, porque debe rondar los treinta, sino los cuarenta, y hay demasiada arrogancia juvenil en ellos, un trabajo fino, sin duda. Sin percatarse, han coordinado sus movimientos. Cuando Adrián levanta las piernas, ella, a dos metros, las abre. Ambos están sentados. Ambos se miran. Ambos sudan, y les encanta lo que ven. Luz toma la iniciativa. El corazón de Adrián se acelera. El cazador en tensión. Pero se va. Se aleja. La ve irse y se siente derrotado, sin fuerzas para levantarse. Tal vez sin razones porque no todas las mujeres pueden ser como María, que vuelve a su recuerdo ahora que la máquina descansa vacía frente a él. Perdona. Es una voz desconocida y al tiempo esperada. Es ella, la mujer perfecta. En pie es todavía más espectacular, caderas ligeramente anchas, piernas atléticas sin que el músculo pierda la dulzura femenina. Ni rastro de grasa en la cintura. Los pechos, como los recordaba, arrogantes. El rostro fino, los ojos claros y los labios carnosos. La nariz, tal vez, si hubiéramos de ponerle un defecto, no está a la altura, demasiado tosca, demasiado masculina y romana para ser de una mujer, y de una mujer tan hermosa. Perdona. La voz es la que uno espera, aterciopelada, femenina y segura. ¿Sabrías decirme dónde está la sauna?, es que me ha dejado la llave una compañera y por aquí no hay nadie para preguntar. Un vistazo rápido, una millonésima de segundo, lo suficiente para que un experto compruebe que al final de la sala charlan tres o cuatro monitores. Sí, claro, estaba pensando en eso, es hora de comer y tengo que entrar en la oficina, una sauna me vendría genial. Pues si me acompañas. Si, claro, vamos. Las preguntas tópicas. Sí, trabajo por aquí. ¿Para qué mentir con lo de su beca?. Yo también, muy cerca, aunque tengo suerte y soy quien marca la hora de vuelta. Sí, sí que tienes suerte, porque en dos horas te da tiempo a bien poco. Los dos imaginan en silencio en qué emplearían ese tiempo. Bajan por unas escaleras y se cruzan con más cuerpos. Unos sudorosos en busca de la ducha. Otros limpios camino del trabajo. Todos detienen su vista en uno de ellos, tal vez en los dos. Son una pareja que llama la atención. Entre las dos puertas de los vestuarios se adivina la ventana de la sauna. No hay nadie. Ya es tarde, la gente se ha duchado y se ha marchado, asevera Adrián. Pues muchas gracias, no me había fijado en que estaba aquí. De nada, tengo que ir a por la llave, cuando termines entro yo. Espera, ¿son comunes?. Si, las otras están en la planta de arriba, a estas las llaman las rápidas. Bueno, no hay nadie, pasa conmigo. No llevo bañador. Yo tampoco. Ahora hay silencio. Luz entra en el vestuario femenino, ¿hay alguien?, pregunta antes de lanzarse e invitar a Adrián. Sí, contesta una voz femenina. Es que no funciona la llave de la sauna masculina, y vamos a entrar por aquí. No hay problema, estoy vestida. Gracias. Buenas tardes, hola, buenas. La mirada de la mujer denota desconfianza, como si hubiera entendido antes que nadie de qué va todo esto. Tal vez es envidia. Adrián está nervioso, más que nervioso tenso. Ha sudado y eso le inquieta. También baraja la posibilidad de que todo sea un juego. O ella sea una mujer extremadamente liberal y atenta. Luz abre la puerta y él espera dentro. Cuando llega la ve todavía más hermosa, con una toalla blanca que resalta su piel morena, de rayos, de playa mediterránea y de ático, afirma sin decir nada. ¿Te importa si me quito la toalla?, es un poco incómodo. Cierra la puerta con llave sin esperar respuesta. No, casi lo prefiero. Está listo, al quite. No te importará que yo también me desnude, llevo la ropa sudada. Somos mayorcitos, ¿verdad?, le dice ella, para andar con toallitas, no creo que tengamos nada que no hayamos visto. Pero cuando la toalla descansa sobre la madera ardiendo, no puede evitar dejarse llevar. La verdad es que viéndote esa frase no me parece tan acertada. Lleva sólo unas braguitas tanga. No me hagas esto, no me hagas que me muera de vergüenza. Es mentira, porque está encantada. Más lo está cuando él también se desnuda. Y no piensa solo en ese sexo, todavía inerte, erecto dentro de su cuerpo, sino en los negocios. Pero es pronto, se controla porque pensar en ellos es lo que más despierta su lívido y podría ser contraproducente. Tiene que llevar el control, el mando, dirigir para poder valorar. Un pequeño empujón viene bien. Creo que los dos debemos estar contentos, porque seguro que la mitad de las mujeres que han pasado por este gimnasio daría un brazo por estar en mi situación. Quizá es una frase demasiado larga, pero ha valido la pena. ¿ Y cuál es tu situación?, pregunta Adrián, con naturalidad, nadando como pez en el agua en estos mares. Están los dos sentados, el uno frente al otro. Los perfectos pechos acompañan las palabras de Luz. Pues medio desnuda y sudorosa con uno de los hombres más atractivos que he visto en mi vida. El órdago está lanzado, ahora de la respuesta de Adrián dependerá si el asunto se queda en un simple intercambio de fluidos o hay algo más, más tela que cortar. Bueno, eso nos convierte en dos tipos muy afortunados, porque no creo que haya en la tierra nadie con más ganas de hacer algo que yo ahora mismo. ¿Y qué deseas hacer?. Levantarme. Lo dice quieto, sin mover un músculo, mirando a los ojos, como los toreros que entran a matar, esperando el momento justo, para que la espada no quede ni a un lomo ni al otro. Retirarte el pelo húmedo de la cara, acariciarte la mejilla, y besarte, primero despacio, dejando que mi lengua se enamore de la tuya, después el cuello. Ella suspira, bajito, no forma parte del plan, mientras nota como la excitación y la humedad confluyen entre sus piernas. Luego invitaría a mi lengua y a mis labios a que te conocieran entera y haría una bandera con la única prenda que te cubre y por ella daría la vida. Tal vez demasiada poesía, o será el calor, ya no tiene claro nada. A los dos les cuesta respirar, la temperatura sube dentro y fuera de los cuerpos. ¿Y por qué no lo haces?. Porque es como la noche de reyes, que es tan bonita imaginarla como vivirla, y quiero imaginar. Un breve instante de silencio. Pues deja de imaginar. Ahora sí que se levanta. Pero sin prisa. Tiene una incómoda erección que enternece a Luz. Tu amigo va a llegar mucho antes que tú, ¿quieres que le de la bienvenida?. No, le gusta empezar tarde, es algo remolón, y tiene mucho afán de protagonismo, eso de compartir espacio no le va. Está justo a su lado y ella separa las piernas lo justo para que pueda instalarse. Entonces pone en práctica lo imaginado, el pelo, las caricias, los besos. Los pechos, tan perfectos que dan miedo, son pese a su robustez, muy suaves, una obra de arte, le dirá a Eduardo en cuanto le cuente la última aventura. Luz también sabe lo que hace. Acaricia la espalda mientras ofrece sus pezones al juego y abre mucho más las piernas para invitar, para obviar tanto preámbulo. Está demasiado excitada, se han confundido trabajo y placer y eso la pone a cien. Es bueno, piensa mientras araña ligeramente la espalda. Musculoso. Atento, y con una lengua lista, sabe deslizarla con la entereza justa, siempre suave, siempre plana, que esto no es una pelea de serpientes. Así, camina hacia abajo, quiero ver que tal te manejas en las grandes plazas. Casi no le da tiempo a darse cuenta, porque cuando apoya de nuevo el culo sobre la húmeda y caliente madera, el tanga descansa ignorado en el suelo. Otro punto a favor de Adrián. Ahora le acaricia el pelo con incisión, y se muerde el labio. Mientras, Adrián ha reconocido el lugar donde su pequeño amigo piensa pasar un buen rato. Un sexo depilado, suave y entregado, caliente y chorreando. Luz no aguanta más. Basta, le dice, ahora quiero yo. Adrián se sienta, con la erección apuntando al cielo y Luz no se complica la vida, se la mete entera de una sola tacada. Si las sensaciones no fueran tan encontradas, si pudiera abrir los ojos, Adrián no saldría de su asombro. No se considera un hombre descomunalmente dotado, pero sabe que está por encima de la media, y que una mujer sea capaz de metérsela entera en la boca debería sorprenderlo. Pero está demasiado excitado. Igual que ella, que lame como si la vida le fuera en ello, con las dos manos acariciando, amasando, los genitales, con suavidad de maestra. Es un juego en el que tampoco quiere emplear demasiado tiempo. Dos legüetazos que obligan a Adrián a contener la respiración y se acerca a su toalla. De un pequeño bolsito saca un preservativo. Enfunda el pene en él y con pericia se sienta sobre Adrián, dejando que entre en su interior. Se detienen un instante, reconociéndose, sintiéndose el uno dentro del otro. Luz es quien empieza el movimiento. Incisivo, pero lento. Presionándose con fuerza contra la pelvis de Adrián, sintiendo en su clítoris toda la fuerza del instante, la tensión del movimiento, mientras el pene la parte por dentro deliciosamente. Adrián teme no estar a la altura, Luz es una mujer muy experta, ni un desliz, ni un tropiezo, ni un mal giro, todo ha encajado a la perfección en sus movimientos, todo tenía un por qué. Y él siente en la espalda, y también justo debajo de sus genitales, los latidos que advierten de la llegada del orgasmo. ¡Espera¡. Casi lo grita, frenando el movimiento. ¿Qué ocurre?. Luz está desconcertada. Nada, necesito parar, lo iba a sentir, necesito parar, quiero que lo sientas conmigo. Hay algo en ella que lo obliga a hablar así, sentir en lugar de correrse. Todo en ella es tan dulce y delicado, elegante y perfecto, que no se le ocurre otra forma de expresarse. Y ella está encantada, le gusta que los hombres controlen su cuerpo. Es justo lo que busca en cada uno, más que una película larga, una sesión continua que vuelve a empezar una y otra vez, una y otra vez. Está abrazada por las piernas a sus riñones, y espera que sea él quien inicie de nuevo el movimiento, otra vez el baile de cuerpos, de sudores, de piel fundida por el calor y por el deseo. Ahora los dos están al mismo nivel, sus cuerpos levitan con las embestidas. Se aferran el uno al otro, con los brazos, con las piernas, con la boca, con los dientes. Y gritan. Por fin gritan. Grita él y hunde el rostro en el pecho. Ella, algo más recatada, pero clavando las uñas inconsciente en la espalda. La marea va descendiendo. Las réplicas del terremoto son cada vez más suaves, más ligeras y las respiraciones vuelve a su ritmo acostumbrado. Me llamo Adrián. ¿Adrián?, me gusta, yo soy Luz. Segura de sí misma, regalándose la vista y el ego con el cuerpo empapado de su amante, todavía sobre el banco de madera, todavía con el preservativo, todavía con la erección, se cubre con la toalla. Ah, le dice antes de salir de la sauna, toma, esto es para ti. Es la última prueba. Le da un beso y un billete de cincuenta euros envolviendo una tarjeta. Luzman, agencia de modelos, paseo de la castellana número doscientos ochenta, última planta. La ve salir de la sauna, contoneándose orgullosa. Mañana te espero allí a la misma hora, no me falles, igual que no has hecho hoy. Abre la puerta y desaparece. Él se queda. Desconcertado. Cosas raras le ocurren últimamente con las mujeres, como si el guionista de su vida se hubiera dedicado a las drogas y hubiera perdido el norte. Sobre la madera descansan la tarjeta y los cincuenta euros. Hace un cálculo, cuatrocientos trece euros con la beca, otros doscientos con las pizzas, a cincuenta o cien por cada encuentro, este negocio es mucho más rentable. Vacía el cubo sobre las piedras y se deshace del preservativo. Hoy va a llegar tarde al trabajo. Por una vez no va a pasar nada
Así han sido los cuatro jueves. Cada noche una fantasía conducida por María, la que contrata, la que paga, la dueña de la situación. No hubo palabras, ni antes ni después. Tan solo un día, el último jueves, mientras ella limpiaba el semen de sus pechos, mirándose en el espejo, recreándose en lo que veía, los restos del placer de un hombre sobre su pecho, el mismo hombre que descansaba desnudo en la cama. Mi padre se moriría otra vez si me viera así, como una puta, como una zorra. Y en honor a su padre, por su doloroso recuerdo, el último resto, tozudo, blanquecino y frío, desapareció de la vista raptado por la lengua. Que se joda, parecía decir aquel gesto. ¿Tú padre está muerto?. Estaba hablando sola, así que la pregunta la desconcertó y, al tiempo, la devolvió a la realidad. No hagas preguntas, te pago para que me folles, para que me hagas gritar, no para que te intereses por mi padre, lo que me faltaba. Así es María. Seca. Exigente. Si te corres ahora te la arranco. Aduladora a veces. Nadie me folla como tú, Adrián, puedes vivir de mí a poco que te esfuerces. Pero siempre distante, dejando claro que sudarán, gemirán, se comerán, se morderán porque ella tiene dinero para pagarle. Soy tu dueña.
Por primera vez en un mes no piensa en ella. Los músculos tensos, el sudor salando su rostro, la respiración contenida. El constante ir y venir de cuerpos en busca de la perfección esclavizante ayuda. Pero sobre todo quien se ejercita a dos metros de él. Rubia, muy rubia. Todavía no lo sabe, pero, aunque se llama Adoración, todos la conocen como Luz. Va camino de los cuarenta y cuatro años. Nadie lo diría, y mucho menos ella. Lleva el pelo recogido en una coleta pero siempre va perfectamente peinada. No vive de la imagen, o por lo menos no sólo de ella, lo que ocurre es que trabaja rodeada de quienes sí lo hacen y ella es quien manda, así que tiene que dar ejemplo. Le ha gustado mucho Adrián. Por eso tiene la mirada fija, y cuando él no resiste la curiosidad y abre los ojos, sonríe, la mantiene un instante y luego la retira. Es un juego calculado. Lleva un conjunto rojo de cierto aire infantil. Mayas ajustadas que ciñen las muchas razones por las que nadie acertaría su edad, surcadas por tres franjas blancas de la cintura a los tobillos. Un top deportivo a juego. Todo de marca, por su puesto, Luz jamás compraría una prenda que costara menos de ciento cincuenta euros. Ha luchado mucho para llegar hasta donde está, nadie sabe cuanto, y no piensa desperdiciar un ápice de su victoria. Adrián intenta fijarse en ella, y aunque le inquieta su obcecación, consigue constatar alguna evidencia. Se cuida. Mucho, piensa cuando estira una vez más las piernas, sentado, desde las rodillas, tensando todos los músculos. Esos pechos no son suyos, alguien los ha moldeado, porque debe rondar los treinta, sino los cuarenta, y hay demasiada arrogancia juvenil en ellos, un trabajo fino, sin duda. Sin percatarse, han coordinado sus movimientos. Cuando Adrián levanta las piernas, ella, a dos metros, las abre. Ambos están sentados. Ambos se miran. Ambos sudan, y les encanta lo que ven. Luz toma la iniciativa. El corazón de Adrián se acelera. El cazador en tensión. Pero se va. Se aleja. La ve irse y se siente derrotado, sin fuerzas para levantarse. Tal vez sin razones porque no todas las mujeres pueden ser como María, que vuelve a su recuerdo ahora que la máquina descansa vacía frente a él. Perdona. Es una voz desconocida y al tiempo esperada. Es ella, la mujer perfecta. En pie es todavía más espectacular, caderas ligeramente anchas, piernas atléticas sin que el músculo pierda la dulzura femenina. Ni rastro de grasa en la cintura. Los pechos, como los recordaba, arrogantes. El rostro fino, los ojos claros y los labios carnosos. La nariz, tal vez, si hubiéramos de ponerle un defecto, no está a la altura, demasiado tosca, demasiado masculina y romana para ser de una mujer, y de una mujer tan hermosa. Perdona. La voz es la que uno espera, aterciopelada, femenina y segura. ¿Sabrías decirme dónde está la sauna?, es que me ha dejado la llave una compañera y por aquí no hay nadie para preguntar. Un vistazo rápido, una millonésima de segundo, lo suficiente para que un experto compruebe que al final de la sala charlan tres o cuatro monitores. Sí, claro, estaba pensando en eso, es hora de comer y tengo que entrar en la oficina, una sauna me vendría genial. Pues si me acompañas. Si, claro, vamos. Las preguntas tópicas. Sí, trabajo por aquí. ¿Para qué mentir con lo de su beca?. Yo también, muy cerca, aunque tengo suerte y soy quien marca la hora de vuelta. Sí, sí que tienes suerte, porque en dos horas te da tiempo a bien poco. Los dos imaginan en silencio en qué emplearían ese tiempo. Bajan por unas escaleras y se cruzan con más cuerpos. Unos sudorosos en busca de la ducha. Otros limpios camino del trabajo. Todos detienen su vista en uno de ellos, tal vez en los dos. Son una pareja que llama la atención. Entre las dos puertas de los vestuarios se adivina la ventana de la sauna. No hay nadie. Ya es tarde, la gente se ha duchado y se ha marchado, asevera Adrián. Pues muchas gracias, no me había fijado en que estaba aquí. De nada, tengo que ir a por la llave, cuando termines entro yo. Espera, ¿son comunes?. Si, las otras están en la planta de arriba, a estas las llaman las rápidas. Bueno, no hay nadie, pasa conmigo. No llevo bañador. Yo tampoco. Ahora hay silencio. Luz entra en el vestuario femenino, ¿hay alguien?, pregunta antes de lanzarse e invitar a Adrián. Sí, contesta una voz femenina. Es que no funciona la llave de la sauna masculina, y vamos a entrar por aquí. No hay problema, estoy vestida. Gracias. Buenas tardes, hola, buenas. La mirada de la mujer denota desconfianza, como si hubiera entendido antes que nadie de qué va todo esto. Tal vez es envidia. Adrián está nervioso, más que nervioso tenso. Ha sudado y eso le inquieta. También baraja la posibilidad de que todo sea un juego. O ella sea una mujer extremadamente liberal y atenta. Luz abre la puerta y él espera dentro. Cuando llega la ve todavía más hermosa, con una toalla blanca que resalta su piel morena, de rayos, de playa mediterránea y de ático, afirma sin decir nada. ¿Te importa si me quito la toalla?, es un poco incómodo. Cierra la puerta con llave sin esperar respuesta. No, casi lo prefiero. Está listo, al quite. No te importará que yo también me desnude, llevo la ropa sudada. Somos mayorcitos, ¿verdad?, le dice ella, para andar con toallitas, no creo que tengamos nada que no hayamos visto. Pero cuando la toalla descansa sobre la madera ardiendo, no puede evitar dejarse llevar. La verdad es que viéndote esa frase no me parece tan acertada. Lleva sólo unas braguitas tanga. No me hagas esto, no me hagas que me muera de vergüenza. Es mentira, porque está encantada. Más lo está cuando él también se desnuda. Y no piensa solo en ese sexo, todavía inerte, erecto dentro de su cuerpo, sino en los negocios. Pero es pronto, se controla porque pensar en ellos es lo que más despierta su lívido y podría ser contraproducente. Tiene que llevar el control, el mando, dirigir para poder valorar. Un pequeño empujón viene bien. Creo que los dos debemos estar contentos, porque seguro que la mitad de las mujeres que han pasado por este gimnasio daría un brazo por estar en mi situación. Quizá es una frase demasiado larga, pero ha valido la pena. ¿ Y cuál es tu situación?, pregunta Adrián, con naturalidad, nadando como pez en el agua en estos mares. Están los dos sentados, el uno frente al otro. Los perfectos pechos acompañan las palabras de Luz. Pues medio desnuda y sudorosa con uno de los hombres más atractivos que he visto en mi vida. El órdago está lanzado, ahora de la respuesta de Adrián dependerá si el asunto se queda en un simple intercambio de fluidos o hay algo más, más tela que cortar. Bueno, eso nos convierte en dos tipos muy afortunados, porque no creo que haya en la tierra nadie con más ganas de hacer algo que yo ahora mismo. ¿Y qué deseas hacer?. Levantarme. Lo dice quieto, sin mover un músculo, mirando a los ojos, como los toreros que entran a matar, esperando el momento justo, para que la espada no quede ni a un lomo ni al otro. Retirarte el pelo húmedo de la cara, acariciarte la mejilla, y besarte, primero despacio, dejando que mi lengua se enamore de la tuya, después el cuello. Ella suspira, bajito, no forma parte del plan, mientras nota como la excitación y la humedad confluyen entre sus piernas. Luego invitaría a mi lengua y a mis labios a que te conocieran entera y haría una bandera con la única prenda que te cubre y por ella daría la vida. Tal vez demasiada poesía, o será el calor, ya no tiene claro nada. A los dos les cuesta respirar, la temperatura sube dentro y fuera de los cuerpos. ¿Y por qué no lo haces?. Porque es como la noche de reyes, que es tan bonita imaginarla como vivirla, y quiero imaginar. Un breve instante de silencio. Pues deja de imaginar. Ahora sí que se levanta. Pero sin prisa. Tiene una incómoda erección que enternece a Luz. Tu amigo va a llegar mucho antes que tú, ¿quieres que le de la bienvenida?. No, le gusta empezar tarde, es algo remolón, y tiene mucho afán de protagonismo, eso de compartir espacio no le va. Está justo a su lado y ella separa las piernas lo justo para que pueda instalarse. Entonces pone en práctica lo imaginado, el pelo, las caricias, los besos. Los pechos, tan perfectos que dan miedo, son pese a su robustez, muy suaves, una obra de arte, le dirá a Eduardo en cuanto le cuente la última aventura. Luz también sabe lo que hace. Acaricia la espalda mientras ofrece sus pezones al juego y abre mucho más las piernas para invitar, para obviar tanto preámbulo. Está demasiado excitada, se han confundido trabajo y placer y eso la pone a cien. Es bueno, piensa mientras araña ligeramente la espalda. Musculoso. Atento, y con una lengua lista, sabe deslizarla con la entereza justa, siempre suave, siempre plana, que esto no es una pelea de serpientes. Así, camina hacia abajo, quiero ver que tal te manejas en las grandes plazas. Casi no le da tiempo a darse cuenta, porque cuando apoya de nuevo el culo sobre la húmeda y caliente madera, el tanga descansa ignorado en el suelo. Otro punto a favor de Adrián. Ahora le acaricia el pelo con incisión, y se muerde el labio. Mientras, Adrián ha reconocido el lugar donde su pequeño amigo piensa pasar un buen rato. Un sexo depilado, suave y entregado, caliente y chorreando. Luz no aguanta más. Basta, le dice, ahora quiero yo. Adrián se sienta, con la erección apuntando al cielo y Luz no se complica la vida, se la mete entera de una sola tacada. Si las sensaciones no fueran tan encontradas, si pudiera abrir los ojos, Adrián no saldría de su asombro. No se considera un hombre descomunalmente dotado, pero sabe que está por encima de la media, y que una mujer sea capaz de metérsela entera en la boca debería sorprenderlo. Pero está demasiado excitado. Igual que ella, que lame como si la vida le fuera en ello, con las dos manos acariciando, amasando, los genitales, con suavidad de maestra. Es un juego en el que tampoco quiere emplear demasiado tiempo. Dos legüetazos que obligan a Adrián a contener la respiración y se acerca a su toalla. De un pequeño bolsito saca un preservativo. Enfunda el pene en él y con pericia se sienta sobre Adrián, dejando que entre en su interior. Se detienen un instante, reconociéndose, sintiéndose el uno dentro del otro. Luz es quien empieza el movimiento. Incisivo, pero lento. Presionándose con fuerza contra la pelvis de Adrián, sintiendo en su clítoris toda la fuerza del instante, la tensión del movimiento, mientras el pene la parte por dentro deliciosamente. Adrián teme no estar a la altura, Luz es una mujer muy experta, ni un desliz, ni un tropiezo, ni un mal giro, todo ha encajado a la perfección en sus movimientos, todo tenía un por qué. Y él siente en la espalda, y también justo debajo de sus genitales, los latidos que advierten de la llegada del orgasmo. ¡Espera¡. Casi lo grita, frenando el movimiento. ¿Qué ocurre?. Luz está desconcertada. Nada, necesito parar, lo iba a sentir, necesito parar, quiero que lo sientas conmigo. Hay algo en ella que lo obliga a hablar así, sentir en lugar de correrse. Todo en ella es tan dulce y delicado, elegante y perfecto, que no se le ocurre otra forma de expresarse. Y ella está encantada, le gusta que los hombres controlen su cuerpo. Es justo lo que busca en cada uno, más que una película larga, una sesión continua que vuelve a empezar una y otra vez, una y otra vez. Está abrazada por las piernas a sus riñones, y espera que sea él quien inicie de nuevo el movimiento, otra vez el baile de cuerpos, de sudores, de piel fundida por el calor y por el deseo. Ahora los dos están al mismo nivel, sus cuerpos levitan con las embestidas. Se aferran el uno al otro, con los brazos, con las piernas, con la boca, con los dientes. Y gritan. Por fin gritan. Grita él y hunde el rostro en el pecho. Ella, algo más recatada, pero clavando las uñas inconsciente en la espalda. La marea va descendiendo. Las réplicas del terremoto son cada vez más suaves, más ligeras y las respiraciones vuelve a su ritmo acostumbrado. Me llamo Adrián. ¿Adrián?, me gusta, yo soy Luz. Segura de sí misma, regalándose la vista y el ego con el cuerpo empapado de su amante, todavía sobre el banco de madera, todavía con el preservativo, todavía con la erección, se cubre con la toalla. Ah, le dice antes de salir de la sauna, toma, esto es para ti. Es la última prueba. Le da un beso y un billete de cincuenta euros envolviendo una tarjeta. Luzman, agencia de modelos, paseo de la castellana número doscientos ochenta, última planta. La ve salir de la sauna, contoneándose orgullosa. Mañana te espero allí a la misma hora, no me falles, igual que no has hecho hoy. Abre la puerta y desaparece. Él se queda. Desconcertado. Cosas raras le ocurren últimamente con las mujeres, como si el guionista de su vida se hubiera dedicado a las drogas y hubiera perdido el norte. Sobre la madera descansan la tarjeta y los cincuenta euros. Hace un cálculo, cuatrocientos trece euros con la beca, otros doscientos con las pizzas, a cincuenta o cien por cada encuentro, este negocio es mucho más rentable. Vacía el cubo sobre las piedras y se deshace del preservativo. Hoy va a llegar tarde al trabajo. Por una vez no va a pasar nada
1 comentario:
Las saunas no volverán a tener el mismo significado para mi....
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