Se siente poderoso en su Yamaha, como si montara a una mujer. Presionar el depósito entre sus piernas es excitante. La ciudad, mientras tanto, se va difuminando a su paso. Las fachadas tienen un breve reinado antes de salir despedidas al olvido, el recuerdo impreso un instante más en el retrovisor. Piensa en su última amante, la dulce Sara, tan aficionada a los gritos y a los juegos que si fuera su novia tendría que rogarle de discreción. Por lo vecinos. Por el qué dirán. Por los rumores que puedan llegarle a su madre. Pero no es su novia. Ni tiene intención de volver a verla, no al menos si el hambre no acecha, y parece que las cosas van demasiado bien para retornar a puertos conocidos. Recuerda su capacidad para tragárselo todo sin pestañear y, sobre todo, sus pechos. Ni muy grandes, ni muy pequeños. Jugosos, con areola y pezón de fresa. Porque así los divide, en dos: los de fresa y los de chocolate. O son de un bando, o son del otro. Prefiere los de fresa, y no es que tenga nada contra las pieles oscuras, pero los más bonitos que ha tenido entre sus manos han sido los de fresa. Los de Lorena, la compañera del instituto. Los de Susi, la novia de su primo, el del pueblo. Los de Alicia, los de Virginia, sin olvidar los de Azucena, y los de su hermana, a cual mejor. Sí, me gustan los pezones de fresa, se dice mientras intenta adivinar dónde narices está la dirección.
Lo que no le gusta es este trabajo, ni el de becario en una multinacional. Pero le dan para pagar los vicios, que son, la moto, las mujeres, a veces dolorosamente caras, y alguna que otra droga. No necesariamente por ese orden. La moto es, quizá, el más prescindible. No es que le guste el transporte público, pero si tuviera que dejar a las mujeres seguro que las echaría antes de menos. Ellas, las que gimen, las de fresa y las de chocolate, porque no ha hecho una estadística sobre cuales son más caras, se llevan la partida presupuestaria más importante. La ropa, la colonia, el gimnasio, y las copas con las que le toca ablandar más de una conciencia, son siempre por ellas. No tiene ni remordimientos ni intención alguna de cambiar. No hay nada como el sabor del cuerpo de una mujer, ni sensación más placentera que verla entregar las naves, desnudarse, gemir, como la escandalosa de Sara, gritar, pedir más. Todo lo demás está a años luz de las sensaciones que le provoca el vértigo de un escote, el mareo de unas caderas, la carencia de unas nalgas, que a veces parecen bailar cuando su dueña anda. Curiosamente, piensa, abordando una nueva calle, haciendo rugir su moto, las de pezón de chocolate suelen ser las que mejor mecen sus nalgas. Zoe, el mejor que ha probado en su vida. Cariño, tienes un culo al que habría que hacerle un monumento, le dijo aquella noche de carnavales. ¿Te gusta?. Más que una pregunta parecía una invitación, un tal vez podríamos probar. Nunca lo he hecho, le dijo, sin más, para que entendiera que se estaba planteando cambiar la trayectoria del trenecito en el tercer encuentro de la noche. Lo hicieron despacio, porque esas cosas requieren su tiempo y él lo sabe. Las sensaciones fueron encontradas. Él se sintió maravillosamente preso y poderoso al mismo tiempo, partiendo en dos aquellas celestiales nalgas. Y ella turbadoramente invadida. Más despacio, no salgas del todo, me duele cuando vuelves a entrar. Zoe no sintió un orgasmo. Él sí, por eso supo compensarla. Adrián sabe dejar a las mujeres satisfechas. Es su gran virtud. Su arte. Su carné de identidad. Un cuerpo preparado para el esfuerzo. Una mente que conoce los recovecos del ser al que sirve, y tanto o más los de quien están en frente, o sobre, o debajo, o junto a. Muchas tardes de lectura, intentando encontrar en los misterios del tantra, los recursos para entrar siempre acompañado a la meta. Y muchas ganas de escuchar y aprender de cada amante, a las que trata como si fueran un mundo en si mismas, y durante unas horas el centro del suyo. Todas esas cualidades lo han convertido, para su propio regocijo y de momento sólo para el de medio centenar de mujeres, en el mejor amante del mundo. Pero es cuestión de tiempo, piensa mientras por fin aparca frente al número seis de la calle Tercera República Española, su destino, que el resto de las mujeres lo descubran, sólo cuestión de tiempo.
Está frente a un edificio que debe de tener dos o tres años. Rodeado de casas bajas, y de otros edificios de media altura y medio siglo. Parece como si hubiera llegado aquí por equivocación. Ático b. Aprieta el botón. Ni se han preocupado en confirmar nada, un timbre eléctrico le flanquea la entrada sin más. Echa un último vistazo a la moto, lo que le faltaría sería que alguien se la robara. La pizza en una mano, en la otra, el casco. Algunos compañeros no se molestan en quitárselo. Él siempre lo hace. No sabe lo que le puede esperar. Un buen cazador considera que el mundo entero es su coto privado. Suelen ser grupos, tal vez una pareja, pero no se perdonaría estar frente a una mujer solitaria, y quien sabe en cuantos sentidos hambrienta, con el casco puesto. Hubiera sido un error imperdonable. Y él no suele equivocarse. Lo calcula todo. Mira hasta el último detalle, la ropa, el calzado, la colonia, el afeitado, la sonrisa, las primeras palabras, las últimas, el tono de voz, los primeros contactos, los incisivos avances, todo está calculado, ocupando su lugar en una elaborada y aprendida estrategia de acoso y derribo. Es el mejor, no tiene la menor duda. Y si es el mejor es porque es consciente de que, frente a una mujer, como frente a un toro que diría un torero, todo es importante, nada está ahí por casualidad, un descuido, una mala postura en el quite, una palabra a destiempo, o tarde, o que no llega, o que sobra, y una cornada te manda a la enfermería. Fin de la corrida, y nunca mejor dicho. Antes de que el ascensor se detenga, revisa su imagen frente al espejo. El chaquetón de la pizzería no del todo subido, para que en la camiseta interior, al estilo Marlon Brando, se adivine que tiene tiempo, entre pizza y pizza, de visitar el gimnasio. El pelo corto, rubio, despeinado. Una falsa dejadez en el afeitado, maquinilla al cuatro cada mañana, muy al estilo Bosé. Tejanos algo ajustados, para que las virtudes salten lo antes posible. Botas. Todo un galán de tu tiempo, eh, se dice abandonando el ascensor. El recibidor es amplio y luminoso. Con un enorme ventanal desde el que se aprecian las luces de la ciudad. Es bonita, me gusta vivir aquí. Llama a la puerta con timidez. Hasta ese gesto forma parte del plan, ser progresivo en sus avances en algo tan simple como llamar a una puerta. Si no hay respuesta, recurrirá al timbre. Mientras tanto, espera. No hay música al otro lado. Ni se escuchan conversaciones. Una pareja, debe de ser una parejita de tortolitos perezosos, que hartos de comerse el uno al otro no tienen ganas de cocinar. Unos pasos se acercan, manifiestamente femeninos, probablemente descalzos, por la suavidad del golpeo. Son pies sin prisa, que se acercan a la puerta, abren y ofrecen el esplendor generoso de su dueña. Cabe una posibilidad, piensa mientras traga saliva, no está sola, su novio, o marido, o amante, está dentro y ha salido, pagará, tal vez hasta le sonreirá y se meterá dentro, a buscar a quien espera, tal vez para dejar que la pizza se enfríe, esfuerzo inútil, ironiza, el nuestro de comprometernos a traerlas todavía humeantes. Buenas noches, señorita. Demasiado profesional, tal vez hasta caduco, a juzgar por la sonrisa de María, que es quien ha desconcertado a Adrián, apoyada en la puerta, con una copa en la mano, enormes calcetines de invierno blancos y arrugados en los tobillos, una camiseta de rugby media docena de tallas más grandes de lo necesario, unos pechos grandes, que agradecen la atención de quien los mira con la erección de unos pezones que bien hubieran podido ser arietes de barco en otra vida. No lleva pantalones, y eso nubla la razón de Adrián más de lo que está acostumbrado. Es cazador, pero hasta el más avezado se sorprendería al ver a un ciervo sonriendo, ofreciéndole el lomo sobre el que disparar. Tiene que haber algún, alguna contra ante tanto pro. Como ha sido consciente del traspiés de sus primeras palabras, con profesionalidad enmienda el borrón. Es lo que nos obligan a decir, no es que nos guste, pero de algo hay que vivir. María sigue sonriendo, pero ahora se adentra en su salón, contoneando las caderas, bajo la camiseta, como él creía solo las mujeres de pezones de chocolate podían hacer. El pelo, rojizo, como si los aires de algún ancestral infierno lo agitaran a su espalda, saben muy bien llevar el paso de las caderas. Si no fuera porque siente un ligero parpadeo de su ojo, molesto e indigno tic para un profesional, pensaría que está en medio de una película, de esas que tanto le gustan a su amigo Eduardo, las que tienen como frase más larga un “vengo a arreglar la antena y lo que la señora quiera”. Puede que tal vez esté en medio de su propia fantasía. Sí, eso parece más sensato. Una mujer madura, seductora y al tiempo como queriendo dejarse seducir. Esa camiseta de los Dallas Cowboy y los calcetines a lo Jennifer Beals. La mano, reminiscencias de la tentación vive arriba, aunque sin pelo rubio, alzada al aire como el mástil de una bandera enarbolando el reinado de una copa de whisky. Los pasos, medidos, certeros, como cerbatanas en sus sentidos, en sus defensas. Los dos misiles ojos-entrepierna escondidos, aunque demasiado frescos en la memoria. Y el estudiado silencio. Ni en el más eficaz y lírico ejercicio de onanismo hubiera sido capaz de alcanzar tal grado de sensualidad, de sexualidad y deseo como el que desborda el fresco que se representa ante sus ojos. Porque ahora María, la mujer, madura, recordará él, hermosa, recordaría cualquiera en su sano juicio, ha desaparecido un instante por el pasillo, a la derecha del salón. Un salón que ni es bonito, ni feo, ni grande, ni pequeño, ni tan siquiera todo lo contrario, para él no es más que el brumoso escenario de un sueño. Vuelve, y con ella los zumbidos en el corazón, en la sienes, entre las piernas, como no podía ser de otro modo. Acomoda una incipiente erección, maldiciendo su manía de buscarse los pantalones demasiado ajustados para estos casos de emergencia, donde cualquier evidencia inoportuna puede dar al traste con una perspectiva maravillosa. ¿Cuánto me van a costar las pizzas?. Es la primera vez que escucha su voz. Y es como la esperaba, aterciopelada, pero con ciertos ecos de ronquera, como si la noche anterior no la hubiera pasado velando el buen sueño de un hijo. El silencio es voluntario en ella, y fruto de los nervios en él. Pues, son, creo, treinta euros, pero tampoco, no sé...Le resulta molesto hablar de dinero. Está ahí por eso, no hay duda, al menos los quince primeros segundos. El dinero, es importante, claro, pero le da la impresión que ha roto un poco la magia de un momento de esos maravillosos que le gustaría guardar siempre un recuerdo perenne y pétreo, por el que nunca pase el tiempo, al que nunca le llegue el olvido. María, con esa estudiada pose de mujer fatal, que algún purista en el arte de la interpretación podría tildar de sobreactuada, deja cien euros sobre la mesa. Es un billete, verde, y significa algo más. Vaya, ahí hay demasiado dinero...el caso es que no tengo cambio, y es mucho para una propina.... Esto último más bien lo piensa, aunque vuelve a sentirse seguro. La sangre le fluye a borbotones, como los pensamientos, que tienden a ser un poquito más rápidos cada vez, como si fueran el motor de un enorme barco y por fin estuviera cogiendo las olas a la velocidad adecuada, ascendente y firme. No puede reflexionar sobre lo que le está ocurriendo, porque antes de que el barco se estabilice de la ola anterior llegará la siguiente con una nueva exigencia. Pero cree empezar a entender la mar esta noche. Supongo que habrá que buscar una solución a este problema, tú has venido a traerme algo que cuesta dinero, y por lo tanto yo he de pagarte. María se ha sentado, sin recato, dejando adivinar entre sus piernas cruzadas unas braguitas blancas que han causado mella en su “enemigo”, tocado, diría Adrián si este fuera el juego de barcos. Tengo que pagarte, continúa, porque tu madre te habrá dicho que no mezcles trabajo y placer...Trabajo, dinero y placer, tres ideas, juzga Adrián, que no han surgido por casualidad. Si no tienes cambio tendremos que encontrar la manera de que te ganes esos setenta euros de diferencia, las pizzas cuestan treinta euros, tú me dirás qué vas a ofrecerme para los setenta euros restantes. No duda ni un instante, se lanza a por ella dejando el casco en el suelo, las pizzas sobre la mesa, en precario e intrascendente equilibrio. Ella tampoco lo duda. Quieto. Ni tan si quiera ha necesitado decirlo. Ha bastado un gesto, el de su mano, la que todavía tiene la copa brillante y helada, para detenerlo. No tan deprisa, dice la coreografía, no tan deprisa. Se siente confuso, si ahora la mujer, de la que desconoce todavía su nombre, le dijera que se trata de un malentendido, no sabe si sería capaz de controlar su rabia, y su vergüenza, igual de peligrosas ambas. La inercia provocada por el movimiento ha hecho, al detenerse, que su cuerpo se balanceara ligeramente. A María le ha gustado el juego. Silencio, una seca orden y la respuesta eficiente del soldado. Ahora le señala un lugar del salón, ligeramente hacia la izquierda amigo, le dice el dedo índice. Adrián, todavía desconcertado, y a la vez tan excitado que teme que en algún momento deje de llegarle suficiente sangre al cerebro, da dos ligeros pasos hacia el lugar indicado. Persiste el silencio. Un espeso y a la vez excitante silencio. Quiero que te desnudes. ¿Qué me desnude?, ¿así?, ¿ahora?, ¿sin tan siquiera un beso?, ¿sin ver yo antes tus tetas?. Pero no dice nada. Lentamente se quita los zapatos. Hay algo en este juego que le gusta, aunque aun no sepa el qué. Por eso no tiene prisa, si quiere juego, piensa mientras deja caer los zapatos lejos, lo tendrá. Sabe de las excelencias de su cuerpo, que no surgen de la nada, sino del esfuerzo diario. Por eso, cada vez que en una piscina, o en cualquier otro lugar, se quita la camiseta, con discreción, intenta observar las reacciones de las féminas del entorno. Suelen ser positivas. Le gusta sentirse observado, cuando la que observa goza. Ahora lo hace. María no se ha sentido en absoluto decepcionada cuando la camiseta ha liberado la musculatura de Adrián. Tal vez la depilación haya sido la única sorpresa. Ahora los pantalones, le dice con la mirada. Obedece. Pese al silencio, entiende perfectamente cada orden. Ahora los calzoncillos. Vuelve a obedecer, con más profesionalidad, dejando que la goma se enredara un poco en su erección. Está desnudo, frente a una mujer desconocida, que lo mira con deseo, que ha sonreído, que abre las piernas, que deja la copa, que pasea su mano por la camiseta, allá donde los senos la deforman completamente. Está muy excitado. Ya estoy desnudo. Hace tanto tiempo que no habla que le ha costado reconocer su propia voz. Ya lo veo. María sigue dueña de la situación. Me gusta, mucho, lo que veo. Habla entrecortada, entre otras razones porque la creciente excitación exige un inmenso esfuerzo respiratorio. Quiero que te masturbes para mí. ¡Joder, la zorra!, piensa. Y vuelve a no decir nada. Tampoco hace nada, permanece ahí, sorprendido y erecto. María, también en silencio, abre más sus piernas, tanto que la izquierda se recuesta sobre el respaldo del sillón, y comienza a acariciarse, con mucha suavidad, por debajo de las braguitas blancas. El tacto con su propio sexo, unido a la belleza erecta que tiene apenas a un par de metros, la embriagan totalmente. Adrián acepta el juego. Abraza su polla entre los dedos y comienza a moverla. Sin prisas. María ya mueve la pelvis para ayudar a los dedos. Tiene dos dentro pero no busca el orgasmo, por eso se olvida de su clítoris. Lo que busca es la excitación de Adrián, lograr que se corra, que manche el parqué recién estrenado. No se le ocurre mejor forma de hacerlo. Por eso acelera sus movimientos, evidenciando innecesariamente la penetración. Adrián siente el creciente calor en sus mejillas, y sus movimientos son acelerados, constantes y rotundos. La mano golpea la base de su pene en cada nueva embestida. Siente que se va a correr, y decelera un instante. Sigue, sigue, le indican los ojos de María, que multiplica por mil la excitación de su lejano amante, acelerando su ritmo pélvico y sus gemidos. Sigue moviendo su mano hasta que el orgasmo le hace temblar ligeramente las rodillas, y un ojo, y gime, con disimulo, con cierto pudor, apurando el placer con las últimas gotas. Después mira al suelo y ve la evidencia de su “derrota” en forma de cuatro artísticas gotas blanquecinas sobre el inmaculado parqué. Necesita sostenerse en la mesa para asegurar su equilibrio, mientras María, loca de excitación, se arrodilla y como una leona, se acerca hacia él, hacia las manchas. Se inclina ligeramente y desliza su lengua sobre una de ellas. Ha sido un breve contacto, intrascendente para su paladar, y hasta para su lengua, pero no para el resto de los sentidos, incluyendo los de Adrián, que abre los ojos repleto de asombro. Después extiende las manchas con dos dedos, hasta convertirlas en una sola y deja que los restos de semen que quedan en ellos los saboree de nuevo su lengua. Sigue sin decir nada. Callada vuelve a su redil, a su reinado. En pie se quita las braguitas, dejándolas, en un estudiado gesto, sobre una mesa baja. Lentamente se sienta en una esquina del sofá y abre de nuevo sus piernas, inclinando la cabeza, para abrir después sus labios de su sexo con las dos manos. Es una invitación que Adrián entiende al instante. Es tu turno, le dice una sonrisa. Se acerca. Ahora quiere ser él quien domine el asunto, quien juegue con las carencias, con la falta de premura, con el tiempo. Se arrodilla frente al sexo orante, y se recrea primero la vista. El color es encarnado, la sangre fluyendo a gran velocidad. Acaricia las piernas, como si fuera obligado un recorrido previo hasta el centro del placer. María quiere que su boca se lance, que muerda sus labios, que devore su clítoris. Pero Adrián no tiene prisa. Como un recién llegado a la tierra sagrada del maná explora todo con infantil entusiasmo, como si andara por sendas desconocidas. Primero los muslos, después los aledaños del sexo, tímidos acercamientos al convulsionado ano, un espacio reservado para otras hazañas, después los labios superiores, sonrojados de agradecimiento. La pelvis de María es una noria reclamante. Va y viene, sube y baja en busca de su regalo. Con la misma lentitud aproxima su rostro al sexo y se deja embriagar por su aroma. Dulce, pesado, espeso, como un caramelo. Dentro de su propia boca humedece la lengua, no se perdonaría un desliz semejante. La extiende por completo sobre su labio inferior y la desliza lentamente entre las piernas de María. Ella suspira, y agradece el contacto. Gime, fuerte, segura, agarrando con fuerza la cabeza de Adrián, asegurándose que no haya marcha atrás. Se repite el juego. La lengua que vuelve del infinito al principio y de allí al más allá, dejando pequeñas descargas eléctricas a su paso. Ahora el coño entero se abre en espera lo que pueda ocurrir, completamente entregado, fuera del control de su propia portadora, que grita con fuerza, más, quiero más, me gusta, así, me gusta. La lengua, en su nuevo recorrido, hace un inciso, una pequeña fiesta en el interior de la vagina. Es sólo un segundo, un breve instante en el que pierde su horizontalidad y convertida en un estilete se abre paso, como un general victorioso ante las huestes derrotadas. María quisiera que ese general se instalara dentro, y que otro general siguiera el camino perdido y otros se lanzaran a sus pechos, y algo atravesara su boca y la llenara por completo. Quisiera que miles de pollas se postraran ante ella esperando su turno. Pero está Adrián. Y está su lengua. Y ahora sus dedos, que como esperados refuerzos han acudido a la cita justo en el momento apropiado. Los dos están de nuevo excitados, porque lo que antes no era más que recuerdo de un orgasmo es ahora entre las piernas de Adrián un mástil orgulloso. Uno de los dedos, mientras la lengua prosigue su peregrinaje, masajea ese espacio entre la vagina y el ano, un espacio para expertos, desestimado por los torpes amantes del sota, caballo y rey. Con la lengua comienza la definitiva conquista del clítoris. Sin prisas, al tiempo que un dedo, y después otro, entran en la vagina, provocando un pequeño grito de María. Dentro de esa cueva, mientras la lengua intima maravillosamente con esa pequeña y misteriosa lenteja de las sensaciones, se giran sobre si mismos y buscan un lugar conocido, familiar, una pequeña rugosidad apenas a ocho centímetros de la entrada, y allí se instalan. Comienza el baile. La lengua, los dedos, la mano, el coño, la pelvis, los senos, los brazos, las nalgas. Una danza ancestralmente coordinada, aderezada con gemidos, cada vez más salvajes, y respiraciones, profundas, salvadoras. Me voy a correr, me voy a correr, grita María, aplastando la cabeza de Adrián contra sus piernas, con mucha fuerza, con las dos manos, dejando caer el rostro en el reposabrazos, los ojos cerrados, la boca abierta y el gemido en el cielo. Adrián detiene su ritmo, pero no la incisión, la potencia de sus movimientos. Con la boca conquista todo el espacio, dejando que la lengua roce suave y rítmicamente el clítoris, los dedos hagan lo mismos en el interior, y sus labios completen el trabajo. Una especie de gruñido y la invasión del calor por su boca, le informa del triunfo final. Dos. Tres. Cuatro gemidos más. Un par de golpes de cadera y observa la victoria, porque así lo siente, en forma de mujer jadeante completamente fuera de sí. Joder. Es lo primero que la escucha cuando por fin incorpora su rostro. Joder, repite, recomponiendo su figura. Adrián se pone en pie. Sonríe, pero no la besa. María permanece ligeramente recostada. También se siente victoriosa. Le gusta que un hombre se entregue entre sus piernas y si lo hace con la sabiduría de este que acaba de hacerlo, mejor que mejor. Le gusta Adrián. No tiene ganas de moverse y observa con calma como recupera sus prendas y el decoro con ellas sobre el cuerpazo que tanto ha penetrado en sus sentidos. Me gustas, le diría. Pero no es mujer de decir nada a los hombres. Órdenes tal vez, porque le gusta dominarlos, sentir el poder que ejerce sobre ellos, y si es necesario el dinero, lo utiliza, nunca ha tenido problemas con eso. Es más, es cómodo, y limpio, evita problemas. Una buena mamada ha faltado, podría decirle, o que me la metieras hasta el fondo, o que me partieras en dos este culito que seguro que te ha gustado. Sigue sin decir nada. Observa como se aleja, y abre la puerta. Oye, se te olvida algo. Adrián, que gozaba en silencio de la nueva conquista, una muesca más en sus pistoleras, tuerce el gesto y se promete que no volverá hacia ella, pase lo que pase, para darle un beso de despedida. Gira el rostro, solo los grados suficientes como para poder verla. Un gesto estudiado con el que quiere hacerla llegar la indiferencia en sus ojos. Has dejado sobre la mesa tu sueldo. Ahora se gira hacia el otro lado y ve el billete. Ahí está la pizza también. Se acerca lentamente y se lo guarda en el bolsillo, dedicando una última mirada, y ahora sí, una sonrisa, a María, que sigue, feliz, en el sofá. Antes de salir y que la puerta los separé del todo, escucha una última frase que hace que se suma en un extraño desconcierto, el próximo jueves a la misma hora.
Lo que no le gusta es este trabajo, ni el de becario en una multinacional. Pero le dan para pagar los vicios, que son, la moto, las mujeres, a veces dolorosamente caras, y alguna que otra droga. No necesariamente por ese orden. La moto es, quizá, el más prescindible. No es que le guste el transporte público, pero si tuviera que dejar a las mujeres seguro que las echaría antes de menos. Ellas, las que gimen, las de fresa y las de chocolate, porque no ha hecho una estadística sobre cuales son más caras, se llevan la partida presupuestaria más importante. La ropa, la colonia, el gimnasio, y las copas con las que le toca ablandar más de una conciencia, son siempre por ellas. No tiene ni remordimientos ni intención alguna de cambiar. No hay nada como el sabor del cuerpo de una mujer, ni sensación más placentera que verla entregar las naves, desnudarse, gemir, como la escandalosa de Sara, gritar, pedir más. Todo lo demás está a años luz de las sensaciones que le provoca el vértigo de un escote, el mareo de unas caderas, la carencia de unas nalgas, que a veces parecen bailar cuando su dueña anda. Curiosamente, piensa, abordando una nueva calle, haciendo rugir su moto, las de pezón de chocolate suelen ser las que mejor mecen sus nalgas. Zoe, el mejor que ha probado en su vida. Cariño, tienes un culo al que habría que hacerle un monumento, le dijo aquella noche de carnavales. ¿Te gusta?. Más que una pregunta parecía una invitación, un tal vez podríamos probar. Nunca lo he hecho, le dijo, sin más, para que entendiera que se estaba planteando cambiar la trayectoria del trenecito en el tercer encuentro de la noche. Lo hicieron despacio, porque esas cosas requieren su tiempo y él lo sabe. Las sensaciones fueron encontradas. Él se sintió maravillosamente preso y poderoso al mismo tiempo, partiendo en dos aquellas celestiales nalgas. Y ella turbadoramente invadida. Más despacio, no salgas del todo, me duele cuando vuelves a entrar. Zoe no sintió un orgasmo. Él sí, por eso supo compensarla. Adrián sabe dejar a las mujeres satisfechas. Es su gran virtud. Su arte. Su carné de identidad. Un cuerpo preparado para el esfuerzo. Una mente que conoce los recovecos del ser al que sirve, y tanto o más los de quien están en frente, o sobre, o debajo, o junto a. Muchas tardes de lectura, intentando encontrar en los misterios del tantra, los recursos para entrar siempre acompañado a la meta. Y muchas ganas de escuchar y aprender de cada amante, a las que trata como si fueran un mundo en si mismas, y durante unas horas el centro del suyo. Todas esas cualidades lo han convertido, para su propio regocijo y de momento sólo para el de medio centenar de mujeres, en el mejor amante del mundo. Pero es cuestión de tiempo, piensa mientras por fin aparca frente al número seis de la calle Tercera República Española, su destino, que el resto de las mujeres lo descubran, sólo cuestión de tiempo.
Está frente a un edificio que debe de tener dos o tres años. Rodeado de casas bajas, y de otros edificios de media altura y medio siglo. Parece como si hubiera llegado aquí por equivocación. Ático b. Aprieta el botón. Ni se han preocupado en confirmar nada, un timbre eléctrico le flanquea la entrada sin más. Echa un último vistazo a la moto, lo que le faltaría sería que alguien se la robara. La pizza en una mano, en la otra, el casco. Algunos compañeros no se molestan en quitárselo. Él siempre lo hace. No sabe lo que le puede esperar. Un buen cazador considera que el mundo entero es su coto privado. Suelen ser grupos, tal vez una pareja, pero no se perdonaría estar frente a una mujer solitaria, y quien sabe en cuantos sentidos hambrienta, con el casco puesto. Hubiera sido un error imperdonable. Y él no suele equivocarse. Lo calcula todo. Mira hasta el último detalle, la ropa, el calzado, la colonia, el afeitado, la sonrisa, las primeras palabras, las últimas, el tono de voz, los primeros contactos, los incisivos avances, todo está calculado, ocupando su lugar en una elaborada y aprendida estrategia de acoso y derribo. Es el mejor, no tiene la menor duda. Y si es el mejor es porque es consciente de que, frente a una mujer, como frente a un toro que diría un torero, todo es importante, nada está ahí por casualidad, un descuido, una mala postura en el quite, una palabra a destiempo, o tarde, o que no llega, o que sobra, y una cornada te manda a la enfermería. Fin de la corrida, y nunca mejor dicho. Antes de que el ascensor se detenga, revisa su imagen frente al espejo. El chaquetón de la pizzería no del todo subido, para que en la camiseta interior, al estilo Marlon Brando, se adivine que tiene tiempo, entre pizza y pizza, de visitar el gimnasio. El pelo corto, rubio, despeinado. Una falsa dejadez en el afeitado, maquinilla al cuatro cada mañana, muy al estilo Bosé. Tejanos algo ajustados, para que las virtudes salten lo antes posible. Botas. Todo un galán de tu tiempo, eh, se dice abandonando el ascensor. El recibidor es amplio y luminoso. Con un enorme ventanal desde el que se aprecian las luces de la ciudad. Es bonita, me gusta vivir aquí. Llama a la puerta con timidez. Hasta ese gesto forma parte del plan, ser progresivo en sus avances en algo tan simple como llamar a una puerta. Si no hay respuesta, recurrirá al timbre. Mientras tanto, espera. No hay música al otro lado. Ni se escuchan conversaciones. Una pareja, debe de ser una parejita de tortolitos perezosos, que hartos de comerse el uno al otro no tienen ganas de cocinar. Unos pasos se acercan, manifiestamente femeninos, probablemente descalzos, por la suavidad del golpeo. Son pies sin prisa, que se acercan a la puerta, abren y ofrecen el esplendor generoso de su dueña. Cabe una posibilidad, piensa mientras traga saliva, no está sola, su novio, o marido, o amante, está dentro y ha salido, pagará, tal vez hasta le sonreirá y se meterá dentro, a buscar a quien espera, tal vez para dejar que la pizza se enfríe, esfuerzo inútil, ironiza, el nuestro de comprometernos a traerlas todavía humeantes. Buenas noches, señorita. Demasiado profesional, tal vez hasta caduco, a juzgar por la sonrisa de María, que es quien ha desconcertado a Adrián, apoyada en la puerta, con una copa en la mano, enormes calcetines de invierno blancos y arrugados en los tobillos, una camiseta de rugby media docena de tallas más grandes de lo necesario, unos pechos grandes, que agradecen la atención de quien los mira con la erección de unos pezones que bien hubieran podido ser arietes de barco en otra vida. No lleva pantalones, y eso nubla la razón de Adrián más de lo que está acostumbrado. Es cazador, pero hasta el más avezado se sorprendería al ver a un ciervo sonriendo, ofreciéndole el lomo sobre el que disparar. Tiene que haber algún, alguna contra ante tanto pro. Como ha sido consciente del traspiés de sus primeras palabras, con profesionalidad enmienda el borrón. Es lo que nos obligan a decir, no es que nos guste, pero de algo hay que vivir. María sigue sonriendo, pero ahora se adentra en su salón, contoneando las caderas, bajo la camiseta, como él creía solo las mujeres de pezones de chocolate podían hacer. El pelo, rojizo, como si los aires de algún ancestral infierno lo agitaran a su espalda, saben muy bien llevar el paso de las caderas. Si no fuera porque siente un ligero parpadeo de su ojo, molesto e indigno tic para un profesional, pensaría que está en medio de una película, de esas que tanto le gustan a su amigo Eduardo, las que tienen como frase más larga un “vengo a arreglar la antena y lo que la señora quiera”. Puede que tal vez esté en medio de su propia fantasía. Sí, eso parece más sensato. Una mujer madura, seductora y al tiempo como queriendo dejarse seducir. Esa camiseta de los Dallas Cowboy y los calcetines a lo Jennifer Beals. La mano, reminiscencias de la tentación vive arriba, aunque sin pelo rubio, alzada al aire como el mástil de una bandera enarbolando el reinado de una copa de whisky. Los pasos, medidos, certeros, como cerbatanas en sus sentidos, en sus defensas. Los dos misiles ojos-entrepierna escondidos, aunque demasiado frescos en la memoria. Y el estudiado silencio. Ni en el más eficaz y lírico ejercicio de onanismo hubiera sido capaz de alcanzar tal grado de sensualidad, de sexualidad y deseo como el que desborda el fresco que se representa ante sus ojos. Porque ahora María, la mujer, madura, recordará él, hermosa, recordaría cualquiera en su sano juicio, ha desaparecido un instante por el pasillo, a la derecha del salón. Un salón que ni es bonito, ni feo, ni grande, ni pequeño, ni tan siquiera todo lo contrario, para él no es más que el brumoso escenario de un sueño. Vuelve, y con ella los zumbidos en el corazón, en la sienes, entre las piernas, como no podía ser de otro modo. Acomoda una incipiente erección, maldiciendo su manía de buscarse los pantalones demasiado ajustados para estos casos de emergencia, donde cualquier evidencia inoportuna puede dar al traste con una perspectiva maravillosa. ¿Cuánto me van a costar las pizzas?. Es la primera vez que escucha su voz. Y es como la esperaba, aterciopelada, pero con ciertos ecos de ronquera, como si la noche anterior no la hubiera pasado velando el buen sueño de un hijo. El silencio es voluntario en ella, y fruto de los nervios en él. Pues, son, creo, treinta euros, pero tampoco, no sé...Le resulta molesto hablar de dinero. Está ahí por eso, no hay duda, al menos los quince primeros segundos. El dinero, es importante, claro, pero le da la impresión que ha roto un poco la magia de un momento de esos maravillosos que le gustaría guardar siempre un recuerdo perenne y pétreo, por el que nunca pase el tiempo, al que nunca le llegue el olvido. María, con esa estudiada pose de mujer fatal, que algún purista en el arte de la interpretación podría tildar de sobreactuada, deja cien euros sobre la mesa. Es un billete, verde, y significa algo más. Vaya, ahí hay demasiado dinero...el caso es que no tengo cambio, y es mucho para una propina.... Esto último más bien lo piensa, aunque vuelve a sentirse seguro. La sangre le fluye a borbotones, como los pensamientos, que tienden a ser un poquito más rápidos cada vez, como si fueran el motor de un enorme barco y por fin estuviera cogiendo las olas a la velocidad adecuada, ascendente y firme. No puede reflexionar sobre lo que le está ocurriendo, porque antes de que el barco se estabilice de la ola anterior llegará la siguiente con una nueva exigencia. Pero cree empezar a entender la mar esta noche. Supongo que habrá que buscar una solución a este problema, tú has venido a traerme algo que cuesta dinero, y por lo tanto yo he de pagarte. María se ha sentado, sin recato, dejando adivinar entre sus piernas cruzadas unas braguitas blancas que han causado mella en su “enemigo”, tocado, diría Adrián si este fuera el juego de barcos. Tengo que pagarte, continúa, porque tu madre te habrá dicho que no mezcles trabajo y placer...Trabajo, dinero y placer, tres ideas, juzga Adrián, que no han surgido por casualidad. Si no tienes cambio tendremos que encontrar la manera de que te ganes esos setenta euros de diferencia, las pizzas cuestan treinta euros, tú me dirás qué vas a ofrecerme para los setenta euros restantes. No duda ni un instante, se lanza a por ella dejando el casco en el suelo, las pizzas sobre la mesa, en precario e intrascendente equilibrio. Ella tampoco lo duda. Quieto. Ni tan si quiera ha necesitado decirlo. Ha bastado un gesto, el de su mano, la que todavía tiene la copa brillante y helada, para detenerlo. No tan deprisa, dice la coreografía, no tan deprisa. Se siente confuso, si ahora la mujer, de la que desconoce todavía su nombre, le dijera que se trata de un malentendido, no sabe si sería capaz de controlar su rabia, y su vergüenza, igual de peligrosas ambas. La inercia provocada por el movimiento ha hecho, al detenerse, que su cuerpo se balanceara ligeramente. A María le ha gustado el juego. Silencio, una seca orden y la respuesta eficiente del soldado. Ahora le señala un lugar del salón, ligeramente hacia la izquierda amigo, le dice el dedo índice. Adrián, todavía desconcertado, y a la vez tan excitado que teme que en algún momento deje de llegarle suficiente sangre al cerebro, da dos ligeros pasos hacia el lugar indicado. Persiste el silencio. Un espeso y a la vez excitante silencio. Quiero que te desnudes. ¿Qué me desnude?, ¿así?, ¿ahora?, ¿sin tan siquiera un beso?, ¿sin ver yo antes tus tetas?. Pero no dice nada. Lentamente se quita los zapatos. Hay algo en este juego que le gusta, aunque aun no sepa el qué. Por eso no tiene prisa, si quiere juego, piensa mientras deja caer los zapatos lejos, lo tendrá. Sabe de las excelencias de su cuerpo, que no surgen de la nada, sino del esfuerzo diario. Por eso, cada vez que en una piscina, o en cualquier otro lugar, se quita la camiseta, con discreción, intenta observar las reacciones de las féminas del entorno. Suelen ser positivas. Le gusta sentirse observado, cuando la que observa goza. Ahora lo hace. María no se ha sentido en absoluto decepcionada cuando la camiseta ha liberado la musculatura de Adrián. Tal vez la depilación haya sido la única sorpresa. Ahora los pantalones, le dice con la mirada. Obedece. Pese al silencio, entiende perfectamente cada orden. Ahora los calzoncillos. Vuelve a obedecer, con más profesionalidad, dejando que la goma se enredara un poco en su erección. Está desnudo, frente a una mujer desconocida, que lo mira con deseo, que ha sonreído, que abre las piernas, que deja la copa, que pasea su mano por la camiseta, allá donde los senos la deforman completamente. Está muy excitado. Ya estoy desnudo. Hace tanto tiempo que no habla que le ha costado reconocer su propia voz. Ya lo veo. María sigue dueña de la situación. Me gusta, mucho, lo que veo. Habla entrecortada, entre otras razones porque la creciente excitación exige un inmenso esfuerzo respiratorio. Quiero que te masturbes para mí. ¡Joder, la zorra!, piensa. Y vuelve a no decir nada. Tampoco hace nada, permanece ahí, sorprendido y erecto. María, también en silencio, abre más sus piernas, tanto que la izquierda se recuesta sobre el respaldo del sillón, y comienza a acariciarse, con mucha suavidad, por debajo de las braguitas blancas. El tacto con su propio sexo, unido a la belleza erecta que tiene apenas a un par de metros, la embriagan totalmente. Adrián acepta el juego. Abraza su polla entre los dedos y comienza a moverla. Sin prisas. María ya mueve la pelvis para ayudar a los dedos. Tiene dos dentro pero no busca el orgasmo, por eso se olvida de su clítoris. Lo que busca es la excitación de Adrián, lograr que se corra, que manche el parqué recién estrenado. No se le ocurre mejor forma de hacerlo. Por eso acelera sus movimientos, evidenciando innecesariamente la penetración. Adrián siente el creciente calor en sus mejillas, y sus movimientos son acelerados, constantes y rotundos. La mano golpea la base de su pene en cada nueva embestida. Siente que se va a correr, y decelera un instante. Sigue, sigue, le indican los ojos de María, que multiplica por mil la excitación de su lejano amante, acelerando su ritmo pélvico y sus gemidos. Sigue moviendo su mano hasta que el orgasmo le hace temblar ligeramente las rodillas, y un ojo, y gime, con disimulo, con cierto pudor, apurando el placer con las últimas gotas. Después mira al suelo y ve la evidencia de su “derrota” en forma de cuatro artísticas gotas blanquecinas sobre el inmaculado parqué. Necesita sostenerse en la mesa para asegurar su equilibrio, mientras María, loca de excitación, se arrodilla y como una leona, se acerca hacia él, hacia las manchas. Se inclina ligeramente y desliza su lengua sobre una de ellas. Ha sido un breve contacto, intrascendente para su paladar, y hasta para su lengua, pero no para el resto de los sentidos, incluyendo los de Adrián, que abre los ojos repleto de asombro. Después extiende las manchas con dos dedos, hasta convertirlas en una sola y deja que los restos de semen que quedan en ellos los saboree de nuevo su lengua. Sigue sin decir nada. Callada vuelve a su redil, a su reinado. En pie se quita las braguitas, dejándolas, en un estudiado gesto, sobre una mesa baja. Lentamente se sienta en una esquina del sofá y abre de nuevo sus piernas, inclinando la cabeza, para abrir después sus labios de su sexo con las dos manos. Es una invitación que Adrián entiende al instante. Es tu turno, le dice una sonrisa. Se acerca. Ahora quiere ser él quien domine el asunto, quien juegue con las carencias, con la falta de premura, con el tiempo. Se arrodilla frente al sexo orante, y se recrea primero la vista. El color es encarnado, la sangre fluyendo a gran velocidad. Acaricia las piernas, como si fuera obligado un recorrido previo hasta el centro del placer. María quiere que su boca se lance, que muerda sus labios, que devore su clítoris. Pero Adrián no tiene prisa. Como un recién llegado a la tierra sagrada del maná explora todo con infantil entusiasmo, como si andara por sendas desconocidas. Primero los muslos, después los aledaños del sexo, tímidos acercamientos al convulsionado ano, un espacio reservado para otras hazañas, después los labios superiores, sonrojados de agradecimiento. La pelvis de María es una noria reclamante. Va y viene, sube y baja en busca de su regalo. Con la misma lentitud aproxima su rostro al sexo y se deja embriagar por su aroma. Dulce, pesado, espeso, como un caramelo. Dentro de su propia boca humedece la lengua, no se perdonaría un desliz semejante. La extiende por completo sobre su labio inferior y la desliza lentamente entre las piernas de María. Ella suspira, y agradece el contacto. Gime, fuerte, segura, agarrando con fuerza la cabeza de Adrián, asegurándose que no haya marcha atrás. Se repite el juego. La lengua que vuelve del infinito al principio y de allí al más allá, dejando pequeñas descargas eléctricas a su paso. Ahora el coño entero se abre en espera lo que pueda ocurrir, completamente entregado, fuera del control de su propia portadora, que grita con fuerza, más, quiero más, me gusta, así, me gusta. La lengua, en su nuevo recorrido, hace un inciso, una pequeña fiesta en el interior de la vagina. Es sólo un segundo, un breve instante en el que pierde su horizontalidad y convertida en un estilete se abre paso, como un general victorioso ante las huestes derrotadas. María quisiera que ese general se instalara dentro, y que otro general siguiera el camino perdido y otros se lanzaran a sus pechos, y algo atravesara su boca y la llenara por completo. Quisiera que miles de pollas se postraran ante ella esperando su turno. Pero está Adrián. Y está su lengua. Y ahora sus dedos, que como esperados refuerzos han acudido a la cita justo en el momento apropiado. Los dos están de nuevo excitados, porque lo que antes no era más que recuerdo de un orgasmo es ahora entre las piernas de Adrián un mástil orgulloso. Uno de los dedos, mientras la lengua prosigue su peregrinaje, masajea ese espacio entre la vagina y el ano, un espacio para expertos, desestimado por los torpes amantes del sota, caballo y rey. Con la lengua comienza la definitiva conquista del clítoris. Sin prisas, al tiempo que un dedo, y después otro, entran en la vagina, provocando un pequeño grito de María. Dentro de esa cueva, mientras la lengua intima maravillosamente con esa pequeña y misteriosa lenteja de las sensaciones, se giran sobre si mismos y buscan un lugar conocido, familiar, una pequeña rugosidad apenas a ocho centímetros de la entrada, y allí se instalan. Comienza el baile. La lengua, los dedos, la mano, el coño, la pelvis, los senos, los brazos, las nalgas. Una danza ancestralmente coordinada, aderezada con gemidos, cada vez más salvajes, y respiraciones, profundas, salvadoras. Me voy a correr, me voy a correr, grita María, aplastando la cabeza de Adrián contra sus piernas, con mucha fuerza, con las dos manos, dejando caer el rostro en el reposabrazos, los ojos cerrados, la boca abierta y el gemido en el cielo. Adrián detiene su ritmo, pero no la incisión, la potencia de sus movimientos. Con la boca conquista todo el espacio, dejando que la lengua roce suave y rítmicamente el clítoris, los dedos hagan lo mismos en el interior, y sus labios completen el trabajo. Una especie de gruñido y la invasión del calor por su boca, le informa del triunfo final. Dos. Tres. Cuatro gemidos más. Un par de golpes de cadera y observa la victoria, porque así lo siente, en forma de mujer jadeante completamente fuera de sí. Joder. Es lo primero que la escucha cuando por fin incorpora su rostro. Joder, repite, recomponiendo su figura. Adrián se pone en pie. Sonríe, pero no la besa. María permanece ligeramente recostada. También se siente victoriosa. Le gusta que un hombre se entregue entre sus piernas y si lo hace con la sabiduría de este que acaba de hacerlo, mejor que mejor. Le gusta Adrián. No tiene ganas de moverse y observa con calma como recupera sus prendas y el decoro con ellas sobre el cuerpazo que tanto ha penetrado en sus sentidos. Me gustas, le diría. Pero no es mujer de decir nada a los hombres. Órdenes tal vez, porque le gusta dominarlos, sentir el poder que ejerce sobre ellos, y si es necesario el dinero, lo utiliza, nunca ha tenido problemas con eso. Es más, es cómodo, y limpio, evita problemas. Una buena mamada ha faltado, podría decirle, o que me la metieras hasta el fondo, o que me partieras en dos este culito que seguro que te ha gustado. Sigue sin decir nada. Observa como se aleja, y abre la puerta. Oye, se te olvida algo. Adrián, que gozaba en silencio de la nueva conquista, una muesca más en sus pistoleras, tuerce el gesto y se promete que no volverá hacia ella, pase lo que pase, para darle un beso de despedida. Gira el rostro, solo los grados suficientes como para poder verla. Un gesto estudiado con el que quiere hacerla llegar la indiferencia en sus ojos. Has dejado sobre la mesa tu sueldo. Ahora se gira hacia el otro lado y ve el billete. Ahí está la pizza también. Se acerca lentamente y se lo guarda en el bolsillo, dedicando una última mirada, y ahora sí, una sonrisa, a María, que sigue, feliz, en el sofá. Antes de salir y que la puerta los separé del todo, escucha una última frase que hace que se suma en un extraño desconcierto, el próximo jueves a la misma hora.
9 comentarios:
Estimado Antonio,
Muy bueno... gracias por compartirlo con nosotros.
Conoces www.lulu.com ? Te super-resumo: Puedes publicar tu libro con ellos y cualquier persona puede elegir comprarlo. Los imprimen segun se piden y de los beneficios tu te llevas el 80% y ellos el 20%... No hay pedido minimo... parece que esta bien, echale un vistacin a ver que te parece.
Un cordial saludo,
mega
Muy interesante... ansioso espero el siguiente capítulo, mientras me voy al baño...
Me gustó mucho, ¿recuerdas aquel corto que te leí y comenté q me pareció bueno? pues en esa línea, ¿como sigue la historia?.....
algo había leído de esa página, me lo comentó un amigo. Le echaremos un vistazo.
Y ya sabéis, cada sábado un nuevo capítulo de las aventuras del pizzero.
Elena, por suerte te has leído unos cuantos de mis relatos, así que no sé exactamente cual es el que te gustó tanto
El que más le gustó a Elena fue ese que le mandaste en un archivo de word y que estaba... VACIO !!!
JA,JA,JA,
P.D. sólo por tocar los eggs
Ahora que leo este primer capítulo me viene la nostalgia, hace ya mucho tiempo que lo leí por primera vez y sin embargo me vuelve a invitar a seguir leyendo, a esperar ansiosa cómo continuará. Me alegro que todos podamos disfrutar, sábado a sábado de esta historia.
¿Itziar?, no me lo puedo creer, una de mis primeras lectoras, ¡ qué alegría verte por aquí !
Larrey, el relato era el de una adolescente q se lo monta en el baño con un tío y disfrutan a lo grande del sexo...tu vocabulario no se cortaba para nada ¿recuerdas ya? tu contestación fue, pues para ser tía me alegra que te guste...¿te viene ya a la memoria? besitos
ah, sí, claro, le tengo mucho cariño, es el principio de una novela que se titula: Resaca
Lo que pasa es que tengo otro parecido, pero en los baños de un tren y es de otra novela (¿Quien se acuerda de Mazinguer Z?) no sabría decirte cual era.
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