30 de junio de 2007

GIGOLO; Capítulo cuarto. Semen en tu rostro


Lo ha negociado desde el primer momento, con mucha claridad. Pasar horas sirviendo chorizos, de mi tierra oiga, a clientes con prisa y mucho tiempo, le ha dado serenidad para estos trances. Mira, hoy tengo ganas de algo especial, sencillito, un pequeño detalle. Aisha escuchaba con atención. Que un cliente la trate con tanto respeto sigue sorprendiéndola. Aquí, el que no es un hijo de puta es un maricón de mierda que no se le levanta si no te da dos guantazos, ten cuidado, mi niña, le dijo Bennhir, una enorme y experimentada meretriz que ejerce desde los veinte. Hace un año y el tiempo le ha dado la razón a su compañera, que sigue ahí, un verano más, otro invierno, un nuevo otoño, y pese a todo, pese a la rabia, pese a la podredumbre del alma, riendo, siempre con una frase simpática para comenzar el día. Se acabó la reunión, chicas, ¡a comer pollas!. Hay compañeras que no lo comprenden, que no son capaces de entender de dónde saca tanta vitalidad y tantas ganas de reír viviendo la vida que le ha tocado. Aisha sí, ha aprendido a tomarse las cosas con cierta filosofía. Eduardo es uno de sus clientes habituales. Viene un par de veces al mes y casi nunca pide nada extraño, o humillante y doloroso. Algún día me gustaría darte por culo, ¿me entiendes?, le dijo una noche, pero con tiempo, que sé que tiene que ser algo doloroso. Es uno de sus mejores clientes. No te me encapriches, le dicen sus compañeras, pero cuando ve aparecer el viejo ford fiesta respira feliz, sabe que va a tener al menos una hora de paz. Lo de hoy tampoco se ha salido de la norma. Hola, cariño, hacía mucho que no venías. Sí, ya sabes, el trabajo. Dentro del coche, Eduardo le aclaró las preferencias, su capricho. Quiero una mamada, pero una buena y eterna mamada, que me hagas gritar, sin prisas, con cariño, ¿sabes?. Claro, mi amor. Pero sin preservativo, quiero correrme en tu cara, ver mi leche en esa carita negra tan bonita. La petición no era extraña en sí misma, más bien común entre los clientes. Son cosas de la pornografía, mi amor, le dice Bennhir, que siempre tiene respuestas, les mete ideas raras en la cabeza. Lo extraño era que la petición viniera de donde venía. Y podía haber sido peor, hay quienes buscan que se lo trague, y el miedo al sida pesa mucho. Claro, cariño, te voy a hacer la mejor mamada de tu vida, si tenías pensado hacer algo esta noche ya me estás llamando porque te voy a dejar tan a gusto que no vas a ser capaz ni de meter la primera marcha. A Eduardo le sigue sorprendiendo su castellano, igual que le sorprende que una mujer con su belleza necesite trabajar en esto. Pero duran poco las dudas, las curvas, el cariño y el empeño de Aisha acaban con todo. Y es verdad que se lo está tomando con mucha calma. Igual que hace con otros clientes, ha bajado su pequeño top para ayudar a que la excitación se dispare y todo termine lo más rápidamente posible. Chocolatito para mi niño, les dice a los remolones. Eduardo las acaricia, puede que hasta con ternura. Son grandes pero no demasiado duras. El tacto es suave, y en la oscuridad es verdad que sus enormes pezones parecen erectas tabletas de chocolate. Aisha nunca se excita con los clientes, se asustaría, lo que ocurre es que con Eduardo, al menos, se concentra en su trabajo. Con el resto piensa en sus problemas, en su chulo, en si algún día podrá salir de la sombra de estas ramas y estos troncos, en su pequeña Layla. De ahí la calma y la concentración en sus sensaciones, para traducir las de Eduardo. Tenerlo feliz es un lujo para ella, es asegurarse un cliente respetuoso. Con ninguno pone tanto empeño. Primero la ha humedecido con la lengua, deslizándola desde la base hasta la parte superior, abriendo muy bien la boca, mirándolo a los ojos, como diciéndole, mira lo que hago por ti. Eduardo acariciaba su pelo, se enamoró de ella por su tersura. Le gusta acariciarle el pelo a la mujer que tiene su polla en la boca, un gesto de complicidad, puede que hasta de agradecimiento. Hoy tiene mucho que agradecer, porque Aisha parece disfrutar y eso lanza sus sensaciones. Se la mete despacio, abriendo la boca todo lo posible, para dejarla dentro, sin tocarla, durante un segundo. Después la captura, como por sorpresa, buscando un gemido sordo que no tarda en llegar. La lengua, posada por completo en la cara interna del pene, casi hasta la base, ejerce una ligera presión, mientras que el resto, abanderado por los labios, comienzan el baile. Lo hace muy despacio, como le han pedido. Cuando la polla casi está fuera, la lengua juguetea sobre la punta, como si le hiciera un lazo, y después se repiten los pasos, dentro, fuera, lazo, dentro, fuera, lazo... Eduardo no deja de mirarla, ni de acariciarle el pelo. Siente, además del placer que apenas denota su respiración, sensaciones encontradas que si no estuviera donde está, si no estuviera con quién está, si no se lo estuvieran haciendo por dinero, no dudaría en calificarlas de cariño. Cuando se aceleran los movimientos y las manos desaparecen del juego, con su pelvis las hace innecesarias, ya no acaricia su pelo con tanto cariño, sino que sostiene la cabeza, obligándola a mantener un ritmo concreto. A ella le da igual, cuando lo ha querido lento, ha sido exasperantemente lenta, ahora que lo quiere más rápido, responde a su demanda con velocidad. La polla es cada vez más incisiva, más profunda y empieza a sentirse incómoda, porque presiona tanto que teme sentir una arcada. Por eso se detiene. No dice nada, o por lo menos no la verdad. Tendremos que ponernos de otra forma para que te corras en mi cara ¿no?. ¿Eh?, ¿qué dices?, ah, sí, salgamos fuera. Lo hacen, aunque ella permanece sentada en el asiento del conductor. Eduardo apoya las manos sobre el coche y se deleita, no solo con las sensaciones de su polla húmeda y bien atendida, sino con lo que ve, una preciosidad negra que se la mete una y otra vez y que lo mira como anhelando la descarga. De vez en cuando alza la vista, inconscientemente, ajeno al ir y venir de vehículos, muy probablemente a los mismos quehaceres. Todo es indiferente, las luces, los ruidos, las otras putas en busca de clientes, las que ya trabajan en los coches, azotados por el terremoto del sexo, algunos espectacularmente intenso. Hasta que ve una silueta, que parece ajena, más que ajena, impropia. Pudiera ser una profesional, todas lo pueden ser, más a estas horas y en este lugar. Desentona porque parece más bien una drogadicta y la Casa de Campo, si tiene algo en cuanto a prostitución se refiere, es organización, para el placer es un auténtico parque temático. Esta es la zona de las africanas, y afinando un poco más, de las guineanas, así que no cuadra en absoluto su pálida presencia. Lo peor de todo es que le resulta familiar. La polla sigue dentro y fuera de la boca de Aisha, sacudida de vez en cuando por sus legüetazos expertos. Definitivamente, le resulta familiar. Va capturando su atención, con su andar perdido, sus pasos inseguros, hasta tal punto que llega a olvidarse de su verdadero interés, el de llenar de leche el rostro de Aisha. ¡Mierda¡. Aisha aparta el pene y lo direcciona a su rostro, pensando que había llegado el momento. Pero no es lo que le ocurre. Me cago en al puta. ¿Te pasa algo mi vida?, ¿he hecho algo mal?. No, nada, nada. Está nervioso, ve su pene erecto, reclamando atención, Aisha sentada, desconcertada, esperando respuesta, y la inquietante y blanquecina figura cada vez más cerca. Sigue, por favor, sigue. Hay dos focos de atención en su cerebro, y espera tener suerte, y tiempo, para no salir mal parado en ninguno de ellos. Aisha retoma sus deberes con ilusión. No entiende nada, pero sabe que si le pone empeño Eduardo se correrá y estarán los dos felices. Chupa y chupa, lame, muerde, juguetea, mientras que Eduardo sigue con la mirada a la joven, que alarga su peregrinaje, tropezando aquí y allá. Va llegando el orgasmo al tiempo que la figura se aleja, sorteando unos setos, tropezando de nuevo y cayendo. Se asustaría, se preocuparía, se pondría tal vez en marcha, de no sentir el orgasmo, ahí mismo, a las puertas de su polla. ¡Ahora!, ¡aparta!, ¡aparta, que me corro!. Aisha obedece y se pone a una distancia prudencial. Eduardo mueve con destreza su propio pene, dos, tres veces y la primera descarga impregna la mejilla de Aisha. Es una sustancia cálida. La segunda surca como una flecha su ojo y la tercera se queda justo en la punta de la nariz. El resto llega con tan poca fuerza que gotea al suelo sin llegar a su objetivo. Todavía manchada por el semen, se mete al polla en la boca y juguetea otro poquito más con ella. ¿ Te ha gustado?, pregunta con verdadero interés. Mucho, me ha gustado mucho, toma. Le entrega los veinte euros mientras ella, con una servilleta de bar, se va limpiando. Ahora tengo que irme, de verdad, me ha encantado, nos veremos la semana que viene. La besaría, pero hay demasiada prisa. Aisha se queda, desconcertada, pero satisfecha. La tarifa acostumbrada por una mamada es de doce euros, hay ocho de más que la hacen sonreír.
Se mete en su coche a toda prisa. No quiere perder el rastro errante de la figura. La vio caer tras unos setos, a unos doscientos metros de su polla y la boca de Aisha. Sortea los baches, las parejas casuales, los otros coches, cruza la calzada y aparca junto a los setos. Camina con cuidado, uno no sabe lo que puede encontrarse en lugares como éste. Él encuentra precisamente lo que busca, sin dejar de ser lo que no quería encontrarse. Entre matojos, como dejada caer desde un árbol, está la extraña figura. Cuando se inclina hacia ella ya no le resulta tan extraña. Aparta un mechón castaño de la cara, sintiendo una punzada de nostalgia por esa infancia perdida reflejada con dolorosa claridad en el cuerpo tendido. Susana. Susurra. Susana, ¿qué haces aquí?. Tiene ganas de llorar. No sabe bien por qué, pero toda la vida sintió algo especial por esta mujer. Nadie lo sabe, ni tan siquiera Adrián, su primo. Cuando eran pequeños venían mucho al barrio, a casa de Adrián. Recuerda decenas de tardes de domingo correteando por las terrazas, ella como un chico más, saltando, gritando, disparando. Los tres juntos. Adrián también la quiso mucho siempre. Es una tía genial, Edu, ¿a que sí?. Y en verdad se hacía querer. Era cariñosa, incluso con él, que no dejaba de ser el simple amigo de su primo. Luego fue creciendo y los juegos pasaron a ser más serios. Con ella se fumaron el primer porro. Seguían haciendo exámenes de sociales y jugando al rescate en el recreo cuando Susana les enseñó como se liaba uno de esos cigarritos para la risa. Vamos, tíos, no me vengáis ahora con miedos. Esto es como un cigarro. ¿Cómo no hacerle caso, con esa mirada, con esa sonrisa?. No queda nada de aquello, ni mirada, ni sonrisa, apenas queda nada de la Susana de su infancia en la mujer inconsciente, delgada, devorada por el caballo, azotada por la vida, zarandeada por el destino, imagina mientras acomoda el cuerpo sobre su regazo, consciente de que sigue viva e intuyendo que tendrá que esperar bastante hasta que vuelva en sí. Marca el teléfono de Adrián. Sí, chavalote, ¿qué te cuentas?. Hola Adrián, ¿dónde andas?. Voy camino de, duda un instante, pero Eduardo está muy nervioso para darse cuenta, voy a ver a una amiga. Necesito que vengas. ¿A tú casa?. No, a mi casa no, a la casa de campo. ¿Y qué coño haces ahí?. Joder, comprar estampitas de la virgen, no te jode, ¿vas a venir?. Ah, que va en serio, ¿tienes algún problema?, ¿estás en peligro?, ¿quieres que llame a la policía?. No, tranquilo, solo quiero que vengas. Vale, pero estas bien ¿no?. Sí, sí, no es por mí, tú ven, entra por la puerta del río, y sube hasta arriba, donde están las negras. Joder, no sé dónde están las negras. No importa, tú ve dirección teleférico, y más o menos a tres kilómetros de la entrada ve fijándote a la derecha de la calzada, verás mi coche, no hay demasiados aparcados tan cerca. Vale, pero seguro que estás bien ¿no?. Sí. Mira a Susana, que parece volver a la vida, con los ojos abiertos, pero tan ausente que no siente donde se encuentra, y vuelve a cerrarlos, tal vez feliz en las piernas de su viejo amigo. Vale, en diez minutos estoy ahí, voy con la moto, y tú no hagas nada que me obligue a partirle las piernas a alguien, ¿de acuerdo?. Sí, no te preocupes, no tardes. No, no tardo.
Diez minutos después, tal y como había prometido, ruge a sus espaldas la moto. Viene embutido en unos ajustados pantalones de cuero negro y una cazadora, igualmente ajustada y negra, como el casco que, ahora, descansa sobre la moto. Ha tardado en reconocer la escena, su amigo sentado y una puta sobre él. Eso es lo que ha interpretado y lo que sigue viendo cuando está a un metro de ellos. Había barajado tantas y tan siniestras posibilidades que le parece graciosa la verdad. Vaya, la has dejado tonta de un pollazo, si es que me calza una entrepierna mi amigo. Eduardo no dice nada, está abstraído, como si lo que le está ocurriendo pasara a millones de kilómetros de aquí. Los diez minutos se le han hecho eternos y ahora le cuesta volver de las lejanas tierras a donde había llegado. ¿Qué coño le ha pasado?. Pero no le da tiempo a esperar la respuesta, porque más cerca se da cuenta de que no se trata de una puta, o por lo menos no sólo de una puta, sino de su prima, de su adorada y olvidada Susana. Me cago en Dios, ¿qué cojones le has hecho a mi prima, hijo puta?. Eduardo valora su respuesta, apremiado por el tiempo, porque intuye que si ésta no convence a su amigo un ojo a la virulé no se lo quita nadie. La he visto por casualidad. Ha sido la clave, la respuesta correcta, en el tiempo correcto más bien. Sin valorar lo absurdo de su razonamiento anterior, Adrián se arrodilla y comprueba que sigue viva. Tiene muy mal aspecto, ¿no?, está en los huesos, y los brazos, mira, sigue metiéndose de todo, esta mujer no tiene arreglo, joder, hay que llamar a la policía, o a una ambulancia. No, van a hacer demasiadas preguntas, ¿no te parece?. Se pone de pie y se mesa los cabellos, le resulta más fácil pensar así. Lo mejor será que la despertemos y que la llevemos en un taxi. En mi coche, coño, Adrián, que lo tengo ahí. Vale, pues vamos a ello, yo llevaré tu coche, y tú ve detrás en mi moto.
Durante largos minutos se afanan en devolverla al mundo de los vivos y en buscar la documentación que les pudiera hacer falta. Cuando por fin se despierta, sigue sin reconocer a nadie. Su voz es pastosa y entrecortada, y las palabras parecen perderse entre los dientes, renegridos y anárquicos. ¿Qué coño hacéis?. Es lo primero que logran entender de sus balbuceos. Hola, soy tu primo, Susi, no te preocupes. ¿Qué primo?. Adrián. La habla con tanto cariño que siente deseos de llorar, una especie de saturación por exceso de ternura. ¡Adri!. Ahora sonríe y en cierta medida renace la Susana que recuerdan. Eduardo también siente la emoción apalancarse sin permiso en su garganta. Tranquila, ahora vamos a llevarte a un hospital. No, un hospital no. Intenta revolverse, pero son tan escasas las fuerzas que el cerebro las reserva para cuestiones más vitales. No te preocupes, cariño, nosotros nos vamos a ocupar de todo. Y eso hacen. La acomodan en el coche y se ponen en marcha. El camino se les hace eterno. Adrián no deja de mirar por el espejo, comprobando que su prima sigue respirando, aunque sea pesadamente, mientras pone a prueba la resistencia del viejo coche, serpenteando las calles hasta desembocar, por fin, en la entrada de urgencias. La saca en brazos y un enfermero, solícito, le ofrece una silla de ruedas. Está tentado de preguntar qué le ha ocurrido, pero cuando analiza visualmente la estampa, el cuerpo inerte sobre la silla de ruedas, se deja llevar por los tópicos, esta vez acertados, y no hace preguntas. Vengan conmigo, les dice. Eduardo aparca la moto y se une a la comitiva. El enfermero les lleva hasta la sala de urgencias, repleta de ruido y de gente. Voy a buscar a la enfermera Plácido, ella es la encargada de este tipo de ingresos. Muy bien, pero deprisa, por favor. Adrián se queda con ella, incómodo e impotente, mientras Eduardo sale a aparcar el coche. Apenas unos minutos después aparece una preciosidad vestida de blanco, con el pelo largo y moreno recogido en una coleta, un rostro tan dulce que dan ganas de sonreír al verla. Camina con timidez, regalando sonrisas a un lado y a otro, saludando a las personas que esperan y a los enfermeros, que cambian el rictus en cuanto se cruzan con ella. Es una mujer que enamora, esa es la sensación que le ha dado a Adrián, tanto que se ha olvidado por un instante de su prima, que dormita todavía en la silla. La dulce joven, que ha tardado en reconocer su destino, se acerca a ellos. Hola, buenas noches, si eso es posible, soy la enfermera Sofía Plácido. Hola, yo soy Adrián, y ella es mi prima Susana. Sofía se arrodilla, sin prestarle atención a Adrián más allá de una sonrisa, y toma la mano de Susana. Susana, cariño, le susurra con la ternura que uno espera de una mujer como ella. Susana, como por arte de magia, de la magia de los dedos de la enfermera, responde a los estímulos. ¿Dónde estoy?. En un hospital, pero no te preocupes, vamos a hacer que te pongas bien. Se lo cree, algo hay en la mujer que está arrodillada frente a ella que la hace cerrar los ojos tranquila y murmurar el final de la frase, ponerse bien. Sofía se incorpora y entonces sí que se fija en Adrián, sorprendiéndose de su reacción. Es un tipo muy guapo, qué narices harán con esta chica, por muy prima que sea. Es una idea impropia de ella, como mujer, como la Sofía que es, y mucho más como enfermera. Pero no puede evitarlo, se ha quedado prendada de la belleza de Adrián. Por eso tarda tanto en responder cuando éste le pregunta sí su prima verdaderamente se pondrá bien. ¿Quién?, ah, sí, aunque ponerse bien en casos como este es siempre algo relativo, que tiene que ver con superar lo imprevisto, no con el fin del verdadero del problema. Sonríe. Los dos lo hacen. Adrián piensa que en circunstancias normales tal vez se hubiera lanzado a por ella, con cualquiera de las tácticas aprendidas y tantas veces puestas en práctica. Ella no puede evitar mirarlo, una y otra vez, sin deseos de abandonar la sala, de llevarse a la prima a un lugar donde puedan hacer algo con ella. Son los ojos, se dice cuando intenta iniciar una conversación, la que sea, porque lo que no quiere es tener que buscar otra excusa para seguir ahí, quieta, como una estatua adorante. ¿Conoces desde hace mucho a tu prima?. ¡Por Dios santo!, que pregunta más absurda acabo de hacerle a este pobre hombre. Y no es tan absurda, a juzgar por la respuesta. De toda la vida. Y es que Adrián tiene la cabeza en otras batallas también, ¿habré visto alguna vez una mujer con una carita más dulce?. Es que es mi prima, sentencia inútilmente para aclarar lo que no necesita aclaración. Es verdad, me lo dijiste antes; vamos a ver, ahora parece más profesional, más enfermera, entenderás que sea franca ¿verdad?. Pero no va a serlo, porque no va a decirle que se muere de ganas de besar esos labios tentadores, que hacen trabajar a su conciencia más que nunca en busca de control. Tu prima es drogodependiente, eso lo sabemos sin necesidad de un diagnóstico más serio, pero si en su historial no aparece nada, antes de darle el alta tendremos que hacerle una serie de pruebas para descartar otras dolencias más graves, sobre todo el sida. Lo comprendo, es mejor así, saber la verdad cuando antes. Tal vez, se dice Sofía, tal vez ese debiera ser el camino y ahora mismo decirte que estoy locamente, absurdamente, ridículamente enamorada de él. No puede ser, no puede ser, se dice una y otra vez, porque tiene que encontrar una razón a todo este acaloramiento, a todo este latir en las sienes, en las muñecas, entre las piernas. Voy a llevarla dentro, si te parece. No se le ha ocurrido nada mejor para salir del paso. Sí, claro. Adrián está más tranquilo, porque Sofía no sólo es una mujer extrañamente hermosa, sino que da la sensación de que a su lado nada puede ir mal. Esa serenidad le permite observarla con más detenimiento, incluso imaginársela con menos ropa, en otro entorno, con una música suave, tal vez en una bañera, con champán helado como único testigo. Tanta elucubración, tanta fantasía repentinamente erótica, le trae a la memoria la cita, su cita. Hoy es jueves, ya es la hora, sabe que María estará intranquila, tal vez furiosa. Pero es su prima, es su enfermera, es Eduardo, que llega. Solo una cosa, Sofía. Lo que tú quieras, parecen decir sus ojos, aunque ella no lo sabe, y él tampoco, extrañamente no sabe leerlos. Tengo una cita importante, ineludible, y no podré irme tranquilo si esta noche ocurre algo. Se siente decepcionada, y al tiempo confusa por los incomprensibles celos. No, tranquilo, va a estar en observación, poco podéis hacer vosotros, la verdad. Miente, él podría hacer mucho, rescatarla de la confusión, del mar de dudas, llevarla lejos. Porque no le gusta, no le gusta la idea de que se marche, y prefiere disfrazarla de extrañeza por dejar sola a su prima, a la que ella tampoco está haciendo el menor caso. Pero no dice nada. Preocupado estoy, pero puedo buscarme un problema si me quedo aquí, lo que pasa es que si vamos a saber algo de todo lo que tenemos que probar, hago un par de llamadas y todo solucionado. ¿Qué puede haber más importante que yo en tú vida?, es lo que significa su sonrisa forzada. No te preocupes, hoy pasará la noche aquí, le haremos algunas pruebas rutinarias y mañana la llevaremos a un centro del proyecto, donde mirarán todas las cosas que tengan que mirar. Perfecto, te lo agradezco mucho, de verdad. La mejor sonrisa del mejor Adrián en el momento justo. Mira, vamos a hacer una cosa. La que sea, le gustaría decir a Sofía, haremos cualquier cosa, la locura que tú quieras, marcharnos lejos, juntos, no volver a ver a otro ser vivo en lo que nos quede de existencia, solos tú y yo en la isla desierta del mundo. Jamás en su vida se había sentido así, tan arrebatadoramente valiente, aunque tan solo sea en su imaginación. Eso ya es mucho más que siglos de educación y vida reprimida. Si me viera mi madre, me castigaría para el resto de mis días, pero no me importa, no me importa nada que no sean esos ojos, ese pelo, esas manos, Dios mío, ¿qué estoy diciendo?. Su locura está llegando a extremos peligrosos, siente una excitación desconocida asaltando sus sentidos, y miedo, también siente miedo, teme que de seguir así no habrá otra salida, no habrá otra forma de solucionar la desazón que desnudando al fruto de tanta perturbación para comerlo como haría una mantis religiosa. Intenta respirar hondo, controlar lo incontrolable. Estás en el hospital, eres Sofía Plácido de la Hoz, mujer de bien, sensata, honrada, coherente, cristiana. Dime, casi tartamudea cuando logra hablar, dime que vamos a hacer. Este es mi número de teléfono. Le entrega una papel recién garabateado. Ajá. Le quema, es como si esa diminuta servilleta pesara una tonelada entre sus dedos. Tal vez pudieras darme el tuyo. Ella sonríe. Tu teléfono, inquiere de nuevo ante el silencio de Sofía, que permanece ahí, como una estatua, todavía con el papel en la mano. Ah, sí, claro, el mío, así te podré avisar si ocurre algo, porque no tiene sentido que te quedes, porque estoy yo, quiero decir, que sí podías quedarte conmigo, porque a mi no me importa, aunque yo tengo que trabajar, pero por tu prima, como estoy yo, que creo que ya lo he dicho, pues no debes preocuparte, lo que no quiere decir que no te pases en cualquier momento de la noche, porque estaré de guardia hasta las ocho, y siempre encontraré un par de minutos para tomarnos un café o lo que quieras, porque también hay bares abiertos por ahí, que algo tiene que haber para los que trabajamos algunas noches, aunque no trabajo todas, eh, que si no esto sería insoportable. ¿Cuándo habrá tomado aire?, se pregunta mientras recoge el papel con el teléfono. Yo te avisaré, sentencia su monólogo todavía sin aire, si ocurre algo. Está agotada, abotargada, y sólo cuando siente el contacto de la olvidada silla de la enferma, recupera su viejo yo. Dios mío, quiero desaparecer, quiero desaparecer. En fin, me llevo a tu prima. Les sonríe a los dos, porque Eduardo ha permanecido atónito durante la extraña representación. ¿Vas a dejar a tu prima ahí dentro, sola?. Sola no está, está con Sofía. Repentinamente les parece un lugar maravilloso. ¿Dónde tienes que ir?. La pregunta es correcta, no solo correcta, sino apropiada, puede que incluso la única que encajaría. Aun así a Adrián no le ha gustado, le da la impresión de que el tono es ciertamente insolente, incluso para alguien como Edu. No te preocupes, si tengo que irme es porque tengo que irme, no es problema tuyo. Claro, no es problema mío, pero estoy aquí como tú, y tu prima es alguien especial para mí, deberías ser un poco más sensible. Vale, tengo una cita con una mujer. ¡Lo sabía!. No sabe si alegrarse de conocer tanto a su amigo. Por una mujer dejas a tu prima medio muerta, sola en un hospital. Que no está sola, coño. Sí, claro, ¿ni tan siquiera vas a avisar a sus padres?. ¿A sus padres?, estás loco, ¿no recuerdas lo que decía de ellos?, que se escapó de casa, joder. Pues a tu madre por lo menos, tiene derecho a que alguien le eche una mano ya que tú pareces tan ocupado. Quédate tú, al fin y al cabo eres como de la familia, en cierto modo es como si fuera tu prima. Es una frase, llena de rabia, infantil y desafortunada que por años de amistad deciden olvidar al instante. Por la mañana vendré a ver como van las cosas. No me lo puedo creer, ¿me estás pidiendo que me quede aquí, en la sala de espera de un hospital para cuidar de tu prima porque tú tienes que ir a echar un mísero casquete?. Es algo más que sexo, tú no conoces a María. Lo piensa, pero es incapaz de decirlo. En el fondo no le gusta lo que está haciendo, pero siente que es lo que debe hacer, ni por asomo enfadaría a María, una mujer de muy mal perder, que lleva más de una hora esperando. Venga, si sé que te ha gustado la enfermera, que está como un tren, mucho mejor que las que salen en esas películas que tanto te gustan. Mira, chaval, no todos somos como tú, no todos pensamos con la polla. Pero le gusta la idea, le gusta mucho la idea de estar ahí, toda la noche, si existe la más mínima posibilidad de volver a cruzarse con el ángel blanco. Lo que ocurre es que sabe que no iba a ocurrir nada, ella ni tan siquiera recordaría quien es, como siempre, a lo sumo sería el tipo raro que llegó con el guaperas. Y luego está el orgullo, claro. Que es una broma, leche, Edu, ¿cómo te vas a quedar?, ya has oído a Sofía, poco podemos hacer esperando aquí. Adrián sabe como tratar a su amigo, es quien mejor sabe hacerlo. Te agradezco mucho lo que has hecho por mi prima y por mí, pero es absurdo que perdamos el tiempo esperando ahí, mañana será otro día. Claro, piensa Edu, porque tú te vas a casa de quien sea a follar, y yo me tengo que ir a cualquier bar del barrio o a la cama, solitario, recordando lo que tu prima no me ha dejado disfrutar. Está bien. Un abrazo y, de verdad, todo está olvidado. Bueno, tal vez todo no, cada uno, a su modo, va a recordar durante toda la noche unos ojos y unos labios únicos.
Se separan. La moto de Adrián, veloz, en busca de la autopista, mientras que Eduardo, más tranquilo, va a la caza de su coche, perdido en el laberíntico aparcamiento. Adrián está intranquilo. María es una mujer acostumbrada a hacer y deshacer a su antojo y este retraso no le va a gustar. Lo sabe. Recuerda aquel día en el que decidió apagar la luz en pleno desenfreno, provocando un acceso de ira que apunto estuvo de acabar con él en la calle, harto de tanto despotismo. Le resulta molesto, tampoco está acostumbrado a que una mujer controle su miedo. Pero hay algo con ella que subyuga su voluntad. Y no es sólo el dinero, que siempre ha ejercido sobre su conciencia un efecto perturbador. Hay algo adictivo en su forma de hacerlo gozar. La novedad de dejarse controlar, ser atado, recibir órdenes cargadas de deseo, le resulta especialmente excitante. Quiero que me comas el coño hasta que no pueda más, que dos dedos me destrocen por dentro, que aprietes tu boca contra mí. A María le gustan los límites, pasear en ese difuso precipicio entre placer y dolor. Se siente especialmente viva cuando su piel somete o está sometida. Un día le pidió que rociara su espalda con cera ardiendo. Estaba apoyada sobre sus rodillas y las palmas de las manos. En apenas un mes de encuentros, esa se había convertido en su postura favorita. Me gusta que me penetres por detrás, que sea tu perrita, y que me acaricies mientras me follas, me haces sentir sucia, y me corro imaginando tu culo apretándose contra el mío. Después la cera hirviendo la hacía gemir de dolor. Gritaba pidiendo más, y él azotaba sus nalgas con nuevas embestidas, mientras la vela inclinada seguía moteando su espalda de gotas amarillas. Después se dio la vuelta y se tumbo boca arriba. Quémame los pezones. Adrián apuntó excitado. Se sentía extraño, porque era consciente de que los gemidos de María nacían y morían con el dolor y la excitación crecía precisamente por eso, por esa especie de transgresión de sentir que alguien necesita del dolor, del poder que podía ejercer con ello, para sentirse intensamente viva. Son sensaciones completamente nuevas, por eso vive tan atraído, tan maravillosamente inquieto los jueves, que sabe vendrán cargados de sensanciones. Circula a gran velocidad, imaginando el cuerpo impaciente de María, su conciencia y orgullo azotados por la rabia de sentirse abandonada. En tan poco tiempo de curiosa relación ha creído conocerla un poco. Pero no sabe que María esconde en su corazón enormes cantidades odio y rabia. La figura de un padre jadeando sobre su nuca y una madre mirando a otro lado, como si en la vida lo hubiera que aceptar todo por una posición, jalonan cualquier escalón del recuerdo. La mentira, la eternidad infernal pensando en ver morir a quien la mató por dentro, los novios impuestos, incapaces de hacerla sentir viva, como Adrián. Todas esas rémoras azotan conciencia. No reflexiona, vive, todo resuelto por la herencia inmobiliaria, por el dinero que su hermano la hace llegar, solo vive para gozar, para poseer, para encontrar en cada nuevo amante sometido, una pequeña dosis de venganza. Adrián no sabe nada, para él no es más que una mujer madura y rica, solitaria, egoísta y demasiado egocéntrica para encontrar amantes en calidad de igualdad. O tal vez una mujer que solo encuentra en la posesión, en el sexo contratado, la excitación suficiente para sentirse viva. Esa idea le hace pensar que él no es más que un número en la lista inacabada de profesionales que han habitado entre sus piernas.
Todos esos razonamientos desaparecen, como un ritual, cuando dobla la esquina y se ofrece ante él, el edificio de ladrillo rojo. Hay luz en la ventana y se dispara su inquietud. Se siente como las primeras noches con Eduardo, cuando llegaban a casa borrachos y muy tarde. Ahora no hay alcohol, ni una madre intranquila y traicionada esperando, pero la tensión en los músculos y su andar sigiloso son los mismos. Los pisos franqueados en el ascensor se le hacen eternos, y confluyen en su memoria sensaciones tan confusas como el nerviosismo universitario camino de un listado de notas, como si María fuera Contabilidad de costes, la odiosa asignatura de Martínez Tubau. En la puerta, paradójicamente, María parece haber entendido sus temores y, como Martínez, deja su nota: ni te molestes, hijo de puta. Está suspendido. El trazo de la letra es tan profundo que Adrián la imagina colérica, apretando el bolígrafo contra el papel, contra la mesa, contra el mundo. Todavía resulta más curioso comprobar que la puerta está abierta, más que un no entres parece un entra que te vas a enterar. Dentro se escucha una extraña música de reminiscencias árabes, algo aflamencadas, guitarras y mucha percusión. La luz del salón encendida, nada más. Entra con precaución, tanto misterio está minando su capacidad de sorpresa. Hola. Ha sido tan tímido que insiste. Hola, ya estoy aquí. María aparece por el pasillo, embutida en una camiseta tan diminuta que apenas si puede abarcar sus pechos. Parecen sometidos bajo el peor de los dictadores y gritan al viento libertad, libertad. Una minifalda tableada, escocesa, termina de definir el conjunto, además de unos calcetines blancos y dos coletas. Nada que ver con la música, más bien todo lo contrario, toda una colegiala que bien debiera escuchar el éxito de moda. Adrián, entre excitado y divertido, está a punto de iniciar una sonrisa cuando la voz cortante de María pone las cosas en su sito. ¿Dónde has estado, hijo de puta?. Lleva en la mano una cuerda de perro, con su correspondiente collar. Falta, pues, el animal, aunque Adrián ya se ha hecho una idea. Es que me han entretenido. Está nervioso, María lo nota. Miente. Hijo de puta, sabes de sobra que te pago porque me folles, porque me hagas gritar, pero de placer; no lo vuelvas a hacer, jamás, en tu vida, o te arrepentirás el resto de tus días. Le parece excesivo, pero María se mueve con soltura a su al rededor, y no tiene tiempo de réplica. Has estado con otra mujer ¿verdad?. ¡Sofía¡, piensa Adrián, y como si al recordarla su imagen pudiera traspasar el cerebro y presentarse frente a María intenta olvidarse de ella. No, bueno, sí. Cada vez está más nervioso, y que María contonee la cadena en su deambular, no ayuda. Una prima mía. Lo primero es lo primero, el rango familiar para disipar dudas. Pero la cadena sigue y sigue volteando. Ha enfermado, bueno, es drogadicta y el caso es que, ya ves, que la hemos tenido que llevar al hospital. Una historia muy triste, pobre mi niño. Se acerca y le acaricia rostro. Pobre mi valiente guerrero, por una zorrita ha dejado tirada a su señora. Era importante. María ríe, con sarcasmo. ¿Importante?, hijo de puta. Se acerca de nuevo a él, pero esta vez no le pone la mano encima. Nada en este mundo, ¿me entiendes?, nada hay más importante que yo, ¿has entendido?. Adrián asiente e intenta valorar donde se está metiendo. Ya no se trata sólo de sexo, o de dinero, no le gustaría perder los nervios por saturación, por aguantar hasta lo inaguantable y perderlos en el momento más inoportuno. Nadie te pagará más que yo, nadie te hará sentir lo que yo, nadie te dará más que yo, eres mío, ¿entiendes esa idea?, de nadie más, no me importa que zorritas de medio pelo te la chupen en el parking de una discoteca, no me importa que alguna cuarentona amargada te pague porque les des una alegría, no me importa siempre y cuando entiendas que sobre ellas, que corriéndote sobre esa niñata, sigues siendo mío, para siempre. Adrián sonríe por dentro, es un juego, se dice, esta muchacha está un poco loca o le gusta jugar a la mujer fatal, mejor que sea así. Mira la mesa. Sobre ella hay un billete de cien euros envuelto en un lacito rojo. Ese dinero es tuyo, el que venías a ganarte hoy, lo que pasa es que ya no vale, no con lo de siempre, no quiero tu polla sin más en mi coño, ni en mi boca, ni que me que lamas el pezón para hacerme gozar; no, no, no vale, hoy no. Es un juego, claro, de eso se trata, es un juego, intenta serenarse. Hoy serás mi perrito. ¿Ves?, era un juego. Esa idea logra que se tranquilice. Quiero que te desnudes. Mientras se quita la ropa imagina que la correa, tarde o temprano, abrazará su cuello. Del todo, corrige cuando se deja los calzoncillos. Desnudo, y algo erecto, espera la sentencia, el siguiente paso. María se quita las braguitas tanga y se las acerca al rostro. ¿Ves como huelen?, así huelen las perritas, las perritas en celo, las que te ponen cachondo, ¿olía así la perrita de hoy?, ¿te ponía así de contento su presencia?. Los dos bajan la mirada a su polla, que se yergue como reclamando parte del aroma. La erección es tan potente que siente dolor. María deja olvidada la prenda y se ase al pene como si de una correa se tratara. Vamos, le dice, daremos un paseo. Y así salen, desnudo él y ella agarrada al pene con fuerza. Entran en el ascensor y se siente tan fascinado, tan asustado y excitado a un tiempo que se deja llevar. Bajan hasta el garaje, es tarde y no hay movimiento. Serpentean entre los coches, uno rojo a la izquierda, otro verde detrás, hasta que llegan a uno de cierto aire deportivo, aunque Adrián no logra adivinar de que cual se trata. Es el suyo, ahora nos iremos a algún lugar y follaremos, como siempre. Pero María tiene otros planes. Se apoya sobre el capó, sentada, entreabriendo las piernas. Ponme cachonda, le dice, sin más. Se levanta la falda para ofrecer su sexo, húmedo y caliente, como siempre. Adrián entiende que ese es el juego de hoy, se desviste de sus prejuicios, echa un vistazo a la preciosidad jadeante que abre las piernas, y piensa también en el billete, por qué no, antes de arrodillarse, sobre el suelo, sucio y caliente, y comenzar a lamer bajo la falda. Allí dentro se siente como en casa, el sabor salado, la presión de los muslos, que van y vienen a ritmo de sus lengüetazos. Un dedo primero, después otro y hasta un tercero entran en juego, coordinados como bailarines nacidos para esta danza. Apenas hay sonidos, el extractor de humo y un motor que ruge a lo lejos. Y los gemidos de María, escandalosa como nunca. El motor se acerca, pero él no se inquieta, se siente protegido, curiosamente pese a la postura y a su desnudez. Como una bruma lejana escucha algo entre hija de puta guarra de mierda que vergüenza y zorra hija de puta vete a tu casa. El coche se aleja y entonces María le pide que se ponga en pie. Métemela. ¿Y el preservativo?. Los perros no usamos preservativos. Ya, pero...no tiene tiempo de protestar, como ama que es, coge el pene con maravillosa habilidad, obligando a todo el cuerpo a ir tras él y acoplarse sobre el capó. Lo deja dentro, muy dentro y fuerza el contacto con todo su cuerpo. Adrián busca apoyo en el coche y ella se aferra a su amante con brazos y piernas. Párteme, párteme por dentro. El movimiento es brusco, pero de los dos cuerpos a un tiempo, la polla se ha instalado en su interior y no necesita nada más, es el resto del cuerpo, de los dos, los que se fusionan, agitan, destrozan. No te corras, no te corras todavía. Pero Adrián está demasiado excitado, va a correrse en cualquier momento. Me voy a correr. No, no lo hagas, para, para. Se detiene, justo en el instante adecuado. Nota algo similar a un orgasmo, entre las piernas, agitando su polla. Pero no hay eyaculación, y el pene sigue dentro, erecto, expectante. Lo he logrado, sigue, sigue. Y vuelven los movimientos. Ahora es María la que siente el orgasmo acercarse. Me voy a correr mi vida, le dice, pero tú no, tú aguanta, mi príncipe, aguanta. Al tiempo que la pareja del cuarto cruzaba tapando los ojos de su hijo, María clava las uñas en la espalda de Adrián. El orgasmo es brutal y se siente mareada. Pero Adrián no ha terminado, ni tampoco su plan, ni mucho menos. Espera, le dice todavía jadeante, para que cese en su movimiento. Deshace el acople con la maestría acostumbrada y se pone a su lado. Con la mano derecha abraza el pene y comienza el movimiento. Es sabia y concentra la presión donde tiene que hacerlo. Antes de que se de cuenta de lo que está ocurriendo, Adrián lanza media docena de dentelladas que se estrellan contra el capó. Media docena de zarpazos que dejan la marca de lo ocurrido. Gime como un animal herido y cuando recupera el aliento se fija en el coche. Fiat Stilo, tal vez impropio de una mujer como María. Me gusta tu coche. ¿Qué coche?, pregunta ella. El tuyo. Mi coche está en otra planta. Sonríe victoriosa y se pone en marcha. ¿Entonces?, ingenuo mira su semen esparcido sobre el metal brillante. Pero no hay tiempo para preguntas, María lo deja ahí, con la polla relajada, húmeda, y se encamina hacia la casa. Allí ya no hay palabras, tan solo un mi perrito se ha portado bien, creo que le voy a perdonar. Y el billete, junto a la ropa, en la mesa mientras el sonido de la ducha le dice que se acabó, hasta la semana siguiente. Se viste sorprendido, pero también encantado, sumido en un extraño mar de sensaciones. Ya en la calle, recupera el móvil. Tiene un mensaje, de una tal precio.mor.enfer. Tarda unos instantes en hacer la asociación. Mi prima. El hospital. La preciosa Sofía. Tu prima perfecta. Mñna proy.hombre, ven ocho desymos y hblams. Bss. Mira el reloj. Son las tres de la mañana. Tiene poco tiempo, una ducha, algo de sueño y volver a empezar.
Cuando surca el barrio en busca de esa ducha, piensa que últimamente la vida está cambiando mucho. Se siente bien y acelera, como la vida, a todo gas...

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