14 de julio de 2007

GIGOLO; Capítulo séptimo: la fiesta de Luz


Digamos que la vida de Adrián es una novela, y se titula Al final cayó. Porque aquí está, dos de la madrugada, en un local de moda con música agradable, rodeado de mujeres y hombres atractivos, espectacularmente atractivos. Actuaciones en vivo. Musculaturas escandalosas. Tipos que convierten en arte la rutina de desnudarse. Hembras que se abrazan a una barra para encender las pasiones. Ululando, como abejas en torno a la miel, señores y señoras cargados de deseo, dinero y años. Y él, detrás de una barra. No pienso acostarme con una vieja por dinero, le dijo a Luz esta mañana, cuando, por fin, después de más de un día de darle vueltas, decidió decir que sí. Tú solo ven, sonreía satisfecha al otro lado, diciéndose que buena soy, lo sabía. Tú ven y lo que veas y hagas dependerá de ti, las cosas no son como parecen, ya verás como no es un mercado. No lo ha hecho por el dinero, aunque ha sido todo un placer llamar a la pizzería, para decir, esto, Ramón, mira, que no puedo ir a trabajar. Hombre, no me jodas, que tenemos mucho curro. Ya, pero no puedo. ¿Estás enfermo?. No, no, que me refiero que no voy a ir a trabajar más, ni hoy, ni otro día. Eso no se puede hacer, ya necesitarás dinero, eres un impresentable...todo lo que le decía le producía un arqueo mayor de los labios, según iba subiendo el tono de la protesta más se reía. Que te den por donde amargan los pepinos, fue su forma de cortar con tanto asedio capitalista, que diría su amigo. Todo trabajador, le contó por la tarde, debería permitirse alguna vez en su vida un placer semejante, ni psiquiatra, ni psicoanalista, ni pamplinas de esas. A Eduardo le encanta ver, aunque sea de cuando en cuando, en la profundidad, algo del espíritu de su padre en Adrián. No reflexiona sobre las razones, se siente feliz porque abandona un trabajo explotador y mal pagado, punto. Intuye que hay algo más, e incluso sería capaz de hacer una hipótesis y no andar muy desencaminado, pero prefiere no hacerlo. ¿Quién soy yo para meterme en la vida de los demás?. Y Adrián tiene más motivos que los económicos para dejar un trabajo y, sobre todo, para estar esta noche aquí, tras esta barra, en esta fiesta. Cierto morbo, el misterio, el gusto por lo novedoso. En el fondo sigue siendo otro modo de adentrarse en un mundo que le interesa, el de la gente poderosa, con contactos. La moneda de cambio es otro cantar y está todavía por ver. Eso es lo que le seduce. Puede que incluso la idea de vivir de las mujeres sea en si misma parte del aliciente. En alguna borrachera dijo aquello de yo lo que quiero es vivir de las tías. Quien sabe si alguien en las alturas oyó ese deseo y se sintió generoso. Eso explicaría lo que le está ocurriendo mejor que la realidad, la que ha trazado una línea recta y abstracta a un tiempo entre el primer jueves que se corrió en el suelo de María y ahora, que sirve una copa a una mujer de unos cincuenta años. Tal vez sesenta bien cuidados, sentencia cuando deja caer los hielos. Eres nuevo, ¿verdad?. Es la frase que más ha escuchado hoy. En cambio, su compañero no lo es. Su compañero debe llevar mucho en este negocio, porque se desenvuelve con mucha soltura y solo en propinas se ha sacado más que él todo un mes con la dichosa moto. Eh, princesa, que guapa me vienes hoy, ¿un cocktelito especial de tu niño?. Todas sonríen, todas quieren la bebida especial, todas dejan algo sobre la barra, dinero, una tarjeta, una sonrisa, un beso. Ni siquiera ha salido de ahí, ni ha tenido que fingir, ni lamer, ni morder y ya ha ganado más dinero que muchos de los encorbatados que se las dan de triunfadores. Es dinero fácil, intentó explicarle Luz por teléfono. Es prostitución, replicaba él. Bueno, llámalo como quieras, pero eliges, y me da que las prostitutas carecen de ese privilegio. Ven, una vez, con eso bastará para que entiendas de que va y puedas valorar sí merece o no la pena. Era un argumento irrefutable. Ahora, si la tuviera enfrente, como tiene a la mujer entre los cincuenta y los sesenta, que permanece divertida con su timidez de primerizo, tendría que darle la razón. Sí, lo he visto todo en el camarero de la eterna sonrisa. Hay algo más que comercio de cuerpos, una especie de tráfico de cariño, de afecto, de halagos. Con esos ojos ¿cómo no te voy a poner una copa?, y toda la botella si me sonríes. Para eso no hace falta bajar a los fangos de la moral en busca de excusas. Esa es su forma de vivir, aunque hoy se encuentre atenazado por el debut, es su forma de tratar a las mujeres. A todas, ¿por qué no, Eduardo?. Joder, porque hay algunas que son muy feas y que ni con doce copas te las follarías. Ya, pero las haces felices, ¿te cuesta eso mucho?, una sonrisa y una frase bonita es una semilla si la mujer es hermosa y un regalo si la maceta no interesa. Si encima por ese trato uno recibe, además de cariño y otra sonrisa, una propina, ¿por qué no decir que el mundo es maravilloso?. Es verdad que en algunos momentos se ha sentido intimidado. Como cuando ha venido el presidente de esa constructora sobre cuyo plan de marketing realizó un trabajo en la facultad. Torear a las mujeres, marcar el ritmo con ellas, incluso con María, siempre le resultó fácil. Pero con los hombres es otra cosa. Primero tardó en entender el juego de sonrisas, las frases inquietantes. Así que vas mucho al gimnasio, y ¿te gustan las saunas?. Los silencios. Todo era incomprensible, no encajaba, no podía ser traducido por falta de códigos. Después, cuando lo vio bailotear con otro camarero, más adecuado a sus necesidades, dio forma a sus miedos. Si lo hubiera sabido antes tal vez le hubiera resultado más fácil afrontar la proximidad, o al contrario, le hubiera hecho poner tierra de por medio. Pero saber es poder. No te inquietes, son hombres muy respetuosos. Luz ha pasado un par de veces por la barra, para controlar su inversión, imagina Adrián. Los invitados de la fiesta están cortados por el mismo patrón, o el del bueno gusto conseguido con dinero, o el del mal gusto para despilfarrarlo. Ha reconocido a personalidades que ni por asomo imaginaba en una fiesta como esta. Pero el mundo de los negocios, y de la farándula, es muy gremial y se defienden los unos a los otros respetando secretos que acabarían con la carrera de cualquiera. Tal vez la clave esté en que todos tienen algo que ocultar. El caso es que en la fiesta hay desde reputados constructores, a periodistas de fama, escritores, algún que otro político. Parejas estables conocidas. Parejas igualmente conocidas pero que aparentan no ser tan estables, a juzgar por como uno mete billetes en los escotes y otra se relame con los culos de los camareros, o a la inversa. Y luego muchas personas anónimas, pero que por estar donde están sospechosas al menos de ser millonarias. Pocos cuerpos a la vista se entregan fuera de los que se ganan la vida con ello. Ocurre todo en pequeños habitáculos con cortinas de los que salen y entran personas constantemente. O en los servicios. A media noche bajó y estaban todos los urinarios ocupados. Los váteres igual, ninguno de ellos por la primaria razón para la que fueron creados, evidentemente. De uno salió una mujer, recomponiendo su figura, sonriente, con aire satisfecho, limpiando de sus labios restos blanquecinos. Tras ella un camarero, todavía con la bandeja en la mano. Nadie se extrañó, salvo él, por la edad de mujer, la del camarero y por saber que el dinero era el culpable de tanto deseo incontrolado. Le resultó ciertamente incómodo. Fuera de esos pequeños detalles, escenas donde las piezas no parecían encajar más que con el calzador del dinero, parecía una fiesta como otra cualquiera, una fiesta donde el apellido de casi todos era millones.
Sin embargo, no ha triunfado, al menos en lo que se supone que tenía que conseguir. Lo que saques con tus encantos, le aclaró Luz, es cosa tuya, yo te pagaré un mínimo que, digamos, cubre tus servicios de camarero, porque, recuerda, no soy una proxeneta, soy empresaria. Pero le falta experiencia, soltura para conseguir las propinas. Además, una visita inesperada ha terminado por minar sus nervios. No hará ni una hora apareció como un espectro, no porque no encajara con el entorno, más bien se difuminaba en él, sino porque en su cabeza no entraba su presencia. ¿Qué coño haces aquí?. María estaba sonriente, incluso radiante, pero la sorpresa no le permitió a él percibir que elegantemente vestida también resultaba atractiva. Vengo a tomarme una copa, ¿no puedo?. ¿Quién te ha dicho que estaba aquí?. ¿Es que eres el único camarero?, que me la sirva tu compañero, si no te apetece. A estas alturas Adrián ha perdido la fe en la inocencia de esta mujer. El enigma se resolvió casi al instante, llegó Luz y la saludó. Dos besos y un ¿cómo te va, María?, hace mucho que no hablo con tu hermano, disipó las dudas. Tranquilo, no le he dicho nada de nuestra relación. ¿Relación?, pensó, ¿por qué llama a lo nuestro relación?. En ese instante le pareció absurdo. A mí, continuó María, como podrás comprender, me parece estupendo que te ganes la vida con lo que sea, y no me refiero sólo a servir copas. Claro, faltaría menos, soy libre de ganarme mi jornal, ¿no te parece?. Estaba muy incómodo. De todos modos, sigues siendo mío. Con cada frase aumentaba su desconcierto. No importa que les llenes la boca a estas zorras ricachonas. Que manía tiene esta mujer con las corridas en la boca, pensó, intentado encontrar cualquier argumento que lo alejara de sus propios temores. Eres mío y ya está, te dejo que disfrutes, que folles, que te ganes la vida, pero los jueves, el verdadero Adrián saldrá a la luz en mi casa, donde tiene que hacerlo, tu corazón va a ser mío para siempre, eso es lo que importa, ellas te pagarán para que las folles, yo te pago para que seamos hombre y mujer como nadie lo fue antes. Vale, vale, zanjó el incómodo asunto, el jueves nos veremos. No había lugar a disputas, a decir, tal vez este jueves no pueda, por no poder, sin más, evadir así esa incómoda dinámica de responsabilidades. Le pareció más rentable dejarla marchar, que desapareciera, que lo dejara en paz en una noche tan extraña. Ahora, alejado el espectro incluso de los reflujos de la memoria, se siente más seguro. Solo hay algo que lo inquieta, que lo tiene alerta. Pero un estado de alerta familiar, agradable, que controla. El del cazador que se siente frente a la presa. Ahora es el Adrián de siempre. Una mujer, madura, pero que no ha superado la barrera de los cuarenta, delgada, con el rostro de quien se cuida mucho, ojos claros, pelo muy corto y muy bien peinado. El aire ausente. Le ha servido una par de copas, pero sin darse cuenta de que no se ha movido en toda la noche de esa esquina de la barra. Se miran sin preocupaciones. Ella no debe de ser, imagina, mujer de bajar la mirada, ni por timidez, ni por precaución. ¿Me traes otro?. Por su puesto, le dice, pensé que no volverías a pedírmelo. Se siente todavía más seguro con el ritual que rezuman los movimientos. Ella entregando el vaso vacío, él abriendo la botella, elevándola al cielo, dejando caer el líquido, ella limpiando los bordes. Adrián quema todas las naves, es casi una cuestión de orgullo. No deja que el dedo, todavía húmedo, se aleje de la copa y toma la mano con suavidad para lamer el néctar alcohólico con cariño y tensión. Ella se deja hacer. No puede evitar estremecerse con el tacto de los labios, la boca y el paladar que aprisionan su dedo. En el fondo llevaba esperando este momento toda la noche. Luz le habló de un muchacho nuevo, para convencerla, porque desde que muriera su marido no había vuelto a estar dispuesta a intercambiar nada con hombres más allá de la cortesía. Y es curioso, mientras estuvo vivo era una fija en estas fiestas, aunque en casi ninguna acabara pagando por gozar. Y no es que le falte el deseo, sino que le da mucha pereza todo lo que rodea a este juego, incluyendo lo que ahora mismo la tiene fascinada. Luz, que la conoce muy bien, bromea diciéndola que para ella lo emocionante era, en el fondo, la infidelidad, y que por eso ahora tiene tan poca gracia. En el juego de tensiones que mantiene con el desconocido camarero, es el momento de su respuesta. No demasiado directa, pero sí que deje claro que se abre a la posibilidad. Rescata el dedo y lo mete en el Martini. Lo lleva a su boca, con obscenidad, sacando la lengua, saboreándolo y después lo lleva de nuevo a la de Adrián. Se repite el juego, Adrián lo deja dentro, muy dentro, y lo absorbe como si quisiera deshacer su huella. En los cerebros ya han sonado las alarmas. Y el corazón responde, mucha sangre, mucha más sangre, en el caso de Adrián concentrada en un punto muy concreto de su fisonomía. La verdosa bebida parece haberse convertido en el hilo conductor del deseo, porque ella, la mujer extremadamente delgada, rocía su muñeca y espera que Adrián la limpie. Lo hace y el juego va creciendo en intensidad. Ella eleva la copa. Adrián la sigue con la mirada, donde ella vaya ahí acabará su boca. Se mantiene en el aire. Un segundo. Dos. Tres. Comprende el juego antes de que llegue el cuarto y pega la cabeza a la barra, justo debajo de la trayectoria, con la boca ligeramente abierta. Ella inclina la copa y el líquido golpea contra los labios. Adrián intenta recibirlo con la lengua, pero el pulso no es estable y el Martini empapa su boca, la barra, la mejilla. Se incorpora, pero no del todo, para que ella pueda limpiar lo que ha manchado. Empieza por la mejilla. Sin prisas. Coge la cabeza de Adrián con las dos manos y la inclina ligeramente. La postura no es especialmente cómoda, pero la lengua que se desliza desde la oreja hasta sus labios, desde el pelo hasta la barbilla con deliciosa lentitud, compensa cualquier esfuerzo. Después endereza el rostro y comienza a lamer los labios. Para ello utiliza también los suyos, no solo la lengua. Adrián intenta que la suya entre en el juego, pero a ella no le gusta, y se lo hace saber, retirándose un instante como diciendo, eh, ésta es mi parte. Y continúa lamiendo su boca. Cuando considera que está limpio lo suelta y se retira, expectante. Adrián entiende, le toca a él tomar la iniciativa. No tiene prisa, sin perder el horizonte de sus ojos, captura la copa y de ella, también con mucha calma, saca la aceituna para dejarla sobre su lengua. La saca, como si fuera el cuco de un reloj que en lugar de campanadas regalara suspiros, y espera a que se la robe. Ella se detiene y observa la estampa, ese cuerpo que adivina poderoso, esa boca abierta. Quizá pueda parecerle bochornoso, un intercambio innecesario de juegos subidos de tono, pero necesitaba precisamente esto, alguien que despertara el animal que lleva dentro. Pone las dos manos sobre la barra, se inclina sobre la punta de sus pies y abre la boca todo lo que puede, para abarcarlo todo, casi desde la nariz hasta la barbilla. Se queda a un milímetro de la piel de Adrián y éste nota su aliento cuidado y dulzón. Después, como si de una cazadora experta se tratara, alcanza a su presa y la devora con prontitud. Y no se aleja. Lo besa con desesperación, ahora el deseo ha roto todas las barreras y se aferra a él tanto que levita, la cintura sobre la barra, manchando los pantalones de los restos del Martini. No importa, porque siente los jadeos de Adrián, sus manos en la nuca, su lengua y el cosquilleo entre las piernas, esa ancestral sensación de desear estar desnuda, de poseer y ser poseída, de comer y ser comida, de vuelta a la vida. Es feliz, inmensamente feliz. Cuando se separan les cuesta recomponer la figura. A Adrián más, que ha perdido la pajarita en el juego. La tiene ella en la mano y la mece en el aire. Soez por última vez se la mete entre los pantalones, descaradamente y la deja dentro sus braguitas. Nota que está húmeda y eso la excita, mucho. Aunque al instante siente una especie de remordimiento, como si se hubiera excedido. Pero es una sensación pasajera. Toma, esto es para ti. Le entrega un billete de veinte euros. No, no te preocupes, las copas son gratis. ¿Quién te ha dicho que sean por las copas?. Ah, continúa la mujer, la pajarita es tuya, supongo que la necesitarás para otras noches, esta es mi dirección, le entrega una tarjeta, puedes venir a buscarla esta noche, a cualquier hora, te estaré esperando, puede que la pajarita siga en el mismo sitio cuando vengas. Adrián no dice nada, tan solo la observa y se fija en ella con detalle. Lleva una camiseta negra, sin mangas, con el cuello alto, muy ajustada, lo que evidencia que sus pechos son pequeños, pero imagina suaves y duros. Unos pantalones anchos, de color blanco, destacan la delgadez de su cuerpo, al igual que en su rostro lo hacían los pómulos ligeramente hundidos. Pero no es una delgadez enfermiza, sino saludable, como denota la marcada musculatura de sus brazos. Se contonea con soltura por la sala, la imagina sonriendo, dando las buenas noches a los pocos que todavía quedan serenos y a los que no, que permanecen tumbados y en aparente estado de inconsciente felicidad. Finalmente desaparece. Adrián sigue en el mismo sitio, todavía con la reminiscencia de los contactos en el cuerpo, la humedad en los labios, los músculos en tensión, incluyendo aquellos que se alojan entre las piernas. No tiene la menor duda de que irá. Ahora mismo no hay nada en el mundo que desee más. No piensa en el dinero, sino en lanzar a la mujer, que se llama Rocío, si la tarjeta no miente, sobre la cama y follarla con todas sus fuerzas, hasta que no puedan más. Está tan absorto que no se percata de que otra mujer, de unos cincuenta años, reclama su atención. Joven, joven, necesita más para recuperar a Adrián de su ensimismamiento. Me apetecería tomar algo, pero no sola, ¿cual de las dos cosas podemos solucionar?, o puede que todos mis problemas, ¿verdad?, para un hombre como tú será sencillo. Está muy borracha y Adrián lo nota. Creo que no debería beber más. No debería, no debería, repite ella con cierta dificultad, otro idiota que se las da de listo, pues toma, puto, tu dinero. Deja caer sobre la barra un par de billetes a los que Adrián no presta demasiada atención. La mujer intenta mantener la dignidad, pero está tan borracha que todo le sale al revés, dibujando una patética estampa de sí misma. Se da la vuelta, poniendo en peligro su verticalidad e intenta no tropezar para alejarse. No lo consigue y varias veces se trastabilla, contra otros invitados e incluso contra una columna, a la que mira como extrañada de haberla encontrado a su paso. Adrián no se siente ofendido, ha sentido más bien pena de ver a una mujer que pudiera ser su madre en semejante estado. Sobre la mesa están los billetes, los mira un instante y se dice, por qué no, en el fondo me los he ganado. Mira a su alrededor y considera que la fiesta está terminada. Quedan un par de mujeres tonteando sobre el escenario, intentando imitar, con poco acierto, los contoneos profesionales. Un hombre maduro soba a una camarera en un sofá. El hombre está muy excitado, pero la joven ni se molesta en fingir. Parece indiferente mientras lamen sus pechos, levantan la falda y hurgan en sus intimidades. Nada queda por hacer, así que sin tan siquiera cambiarse de ropa busca su moto y va camino de su cita, habrá que recuperar la pajarita, sonríe al rugir la moto.
La calle, le ha aclarado un taxista de muy mala gana, está no demasiado lejos, en una zona residencial bastante lujosa. Un lugar tranquilo donde no le cuesta imaginarse viviendo. Que le den por culo al barrio. Aceras tranquilas y amplias, arboladas, sin apenas coches, muy limpias. Algunos chalets, también edificios de cuatro o cinco alturas, todo con un aire de tremenda tranquilidad. Como si la prisa, tan propia de esta ciudad, se quedara a la entrada. Callejea un poco y encuentra el edificio. Una amplísima entrada con un enorme espacio de césped muy bien cuidado le da la bienvenida. Aparca y se da cuenta de que no se ha cambiado de ropa. Valora hacerlo ahora mismo, pero le pueden las ansias. Además, se ríe, tal vez a Rocío le guste que siga siendo su camarero. El portal es amplio y luminoso. Llama al timbre, acerca el rostro a la videocámara y espera a que le flanquee la entrada. En la portería hay un guarda de seguridad que ha estado atento a su presencia hasta que ha sonado el timbre, entonces ya no es su responsabilidad y vuelve a la lectura, con toda tranquilidad. Rocío vive en el último piso, un ático dúplex que, intuye Adrián, debe de valer una fortuna. Llama a la puerta consciente por primera vez de que está adquiriendo una tranquilidad especial en este tipo de situaciones. Cuando volvió a casa de María por primera vez estaba tremendamente nervioso y no era por la cita con una mujer, sino por el carácter de la misma. Eso es bueno y malo, piensa, ahora que no se siente inquieto. Lo que ocurre es que Rocío no le permite argumentar razones ni para un lado ni para otro. Sabía que vendrías. Está preciosa, porque el camisón que lleva, blanco a rayas horizontales color pastel, no destaca su delgadez, más bien todo lo contrario, la ciñe disimulándola. Se ha quitado buena parte del maquillaje y eso la hace más atractiva. Hola, princesa. Se acerca a ella para darle un largo beso. Todavía con la puerta abierta desliza su mano por la espalda, directa al culo. Rocío la detiene y deja pendiente la sorpresa, porque está desnuda, preparada para recibirlo en sentidos mucho más íntimos. Vienes de trabajar, quiero que te des una ducha, acabo de dármela yo, huele. Le ofrece el cuello para que se embriague con el aroma. Si, así quiero oler yo. Ven. Le coge de la mano. La casa habla del dinero de quien la habita y de su estilo para gastarlo. Todos los objetos rezuman exclusividad, diseño, armonía. El salón es amplio, con más de un ambiente. Una escalinata a la izquierda, abre paso al piso de arriba. El servicio al que le lleva Rocío está abajo y es amplio, con una gran bañera y un enorme cuadro surrealista a la derecha, además de un espejo enorme. Cuando comienza a desnudarse se da cuenta de que forma parte del juego y del trabajo. Con mucho cariño, algo desconcertante por ciertas reminiscencias maternas, Rocío va despojándolo de las ropas. Primero los zapatos, sentada en la taza del váter. Después los calcetines. Poco a poco, a medida que lo van desnudando, respira más entrecortadamente. La camisa es lo siguiente en abandonar su cuerpo. Rocío lo observa un instante, no se ha equivocado, el cuerpo de Adrián bien merece lo que está haciendo. Después caen los pantalones y los calzoncillos. Está desnudo, algo erecto y tal vez incómodo. Entra en la bañera y Rocío abre el grifo, se cerciora de la temperatura y comienza a mojarlo. El contacto con el agua le gusta, tanto que se relaja demasiado y está a punto de dormirse, de pie, en la ducha de una desconocida. Rocío se afana en su tarea y limpia a conciencia. Es una mujer obsesionada con esto, no le gustan las personas poco cuidadosas con su imagen y con su olor. No concibe el intercambio corporal si no hay de por medio una extremada limpieza. Por eso se empeña tanto, porque una vez dado este paso no quiere fallos, ni darle motivos a su cerebro para encontrar el camino a los remordimientos. Cuando considera que su parte ha terminado, lo deja solo y se pone frente al espejo. Adrián la observa con detenimiento. No parece una mujer feliz, no sonríe mucho y eso lo motiva especialmente, su recién nacida fibra de profesional le promete en silencio la mejor noche de sexo de su vida. Inspira ternura, sigue pensando mientras comprueba en su mediana erección que todo funciona. Sin secarse sale fuera y se pone detrás de ella, que se desmaquilla fingidamente distante. ¿Te parezco atractiva?. Se acerca, lentamente, la toma por la cintura y besa su cuello con ternura. Me pareces la mujer más hermosa que he visto en mi vida, tienes una carita preciosa y si aprendieras a sonreír y a dejarte llevar, lo serías mucho más. Llega la primera sonrisa, que descubre unos dientes tan blancos que deslumbran. Se quita la toalla y se ofrece a través del espejo desnudo. Acaricia su espalda, mientras ella se olvida de los trapos y potingues y apoya las manos en el lavabo. Desde abajo, con sosiego, permitiendo a las manos que se deleiten, la deja también desnuda. Empieza a besar su espalda. Lo hace con ternura, porque apenas la lengua entra en juego. Llega hasta el culo y comienza a besarlo con algo más de insistencia. Abre las carnes para poder introducir solo un poquito la lengua y espera la respuesta. Un leve gemido le indica que va acertando. Sus tetas son pequeñas, piensa, pero bien merecen unos besitos, ¿no?. Así que le da la vuelta y sin incorporarse besa su tripa. Está tremendamente delgada y adivina por la musculatura abdominal que trabajada en el gimnasio. Va ascendiendo por esas tabletas de chocolate blanco, hasta que llega a los pechos. Allí están las manos de Rocío, como si ocultaran un secreto. Se incorpora y la mira a los ojos. En silencio le está diciendo que todo es perfecto, que la desea, que su desnudez es la maravilla que los dos necesitan. Desde las muñecas le abre los brazos y ve los pechos. En verdad son pequeños. Y, no podían ser de otro modo, duros como piedras cuando los besa. Los pezones, en cambio, son tremendamente grandes, erectos también cuando los mordisquea. Rocío se deja llevar. Siempre estuvo acomplejada del tamaño de sus pechos, tanto que Luz estuvo a punto de convencerla para que se operara, pero no le sedujo la idea. No solo era miedo al quirófano, sino cierto orgullo. Son mis tetas, Luz, y tengo que aprender a vivir con ellas. Nunca lo entenderá, porque ella no quiso vivir con lo que la naturaleza le había otorgado y cree que ninguna decisión ha sido tan acertada en su vida. Ahora que un hombre como Adrián, que realmente sabe lo que hace, que está ahí para hacerla feliz, juguetea con sus pechos y siente todo el placer que una lengua puede darle a un pezón, piensa que el tamaño nunca determina el grado del goce, ni mucho menos. Se deja hacer. Podría acariciar el cuerpo que se entrega, pero no lo hace. Se siente bien así, siendo la mujer que recibe los juegos. Adrián se olvida de los pechos, después de haber dejado impregnado su olor en ellos, y desciende de nuevo. Rocío abre las piernas ofreciéndose. Pero se da cuenta de que la postura limita las posibilidades. Es muy excitante todo esto, piensa, pero ya soy mayor para hacerlo sobre un lavabo. Vamos arriba, a la habitación. Adrián se la hubiera follado ahí mismo, en ese instante, pero la idea de una cama que imagina enorme y la flexibilidad que presupone a Rocío, hacen que el receso multiplique el deseo. Sí, vamos a la habitación, quiero tenerte con tiempo. Suben en silencio, los dos desnudos, los dos excitados, los dos entregados. La habitación es enorme, y la cama tal y como la había imaginado, interminable, muy bajita, de cierto aire oriental. Rocío parece cohibida, se mueve con timidez, pese a que está en su casa y ella es, en el fondo, la que manda. Tal vez sea precisamente eso, piensa Adrián. Por eso decide tomar el control. La abraza con ternura. Está mujer necesita cariño, piensa cuando ella agradece el abrazo aferrándose fuertemente a su cuerpo y hundiendo el rostro en su pecho. Es como si llevara siglos sin recibir un abrazo sincero. Adrián tampoco quiere que la ternura sustituya al deseo, así que la besa en el cuello, dejando a la lengua la responsabilidad de mantener alerta los sentidos. Funciona a la perfección. La respiración sigue siendo entrecortada, entregada, sumisa. Las manos también se preocupan por mantener la temperatura, van arriba y abajo, por las nalgas, la espalda, los hombros, hasta el nacimiento del cabello, donde los dedos se convierten en un eficaz ejército de exploradores. Espera, sorprende Rocío, es como si las palabras no encajaran en un juego tan de sensaciones. No quiero tener que buscarlos después. Se acerca a una mesita y de un cajón saca media docena de preservativos que deja sobre la cama. Adrián aprovecha el distanciamiento para dejarla caer muy despacio. La observa. Otra vez las manos en el pecho, las piernas ligeramente entreabiertas. Quiere que ella se sienta observada. Sabe que está erecto. Mira, le dice, mira lo que me hace tu cuerpo. Rocío sonríe. Le gusta mucho Adrián, hacia tiempo que no se sentía tan plena. Hazme lo que quieras, mátame si hace falta, le diría. Pero se calla y espera. Él, si no estuviera invadido por esa especie de manto de ternura, se arrodillaría y le diría, te voy a comer el coño como nadie lo ha hecho antes, quiero que pienses en ello antes de que mi lengua te haga gritar, quiero que desees que te bese tanto como necesitas respirar para seguir viva. Lo piensa y tan sólo se arrodilla. Rocío cierra los ojos y su sexo se abre como una flor al tiempo que las piernas dejan sitio a Adrián. Como siempre se preocupa de humedecer su lengua y la desliza con mucha suavidad, muy, muy despacio. Le gusta el sabor, es limpio pero cargado de aromas especiales, de esos que solo esconden las delicias rojizas como ésta. Es como un jardín repleto de flores que lo impregna todo de un olor mezcla de todos que se mete hasta dentro del alma. Se fija en las reacciones de Rocío, pero también se deja llevar. Recuerda las cosas tan especiales que le están ocurriendo en los últimos meses, y también su relación con el sexo oral. Cada vez disfruto más comiéndome un buen coño, Edu. Ya, ya, claro. Su amigo no puede entenderlo, porque no ha gozado nunca en plenitud de estos juegos. Y ni plantearse, por su puesto, por muy limpio que tenga el pelo, hacérselo a una profesional. Sin embargo Adrián encuentra cada vez más excitante el sabor, el calor, las sensaciones del beso, las posibilidades del juego, la respuesta de la mujer que gime con locura cuando las cosas están bien hechas. Como ahora, que se toma si tiempo para ir quemando las naves. Rocío no es mujer de gemidos intensos, sin embargo hoy se ha sorprendido con algún que otro quejido. Es que lo que este chico me está haciendo me gusta mucho, muchísimo, le diría a cualquiera si tuviera que justificar esa pérdida de decoro. Le gusta que la trate con tanta ternura. Recuerda otros amantes que antes del tercer beso ya le habían metido un dedo y lamían el clítoris como si fuera un rasca y busca de una bolsa de patatas. Adrián es tierno, pero también acertado e incisivo, no se olvida de puntos que ella, por desidia, casi tenía olvidados. Le gustaría sentir un orgasmo así, por qué no, gemir como una zorra y llenar la boca de Adrián de sus flujos. Tal vez luego pagarle con la misma moneda tanta deferencia. Pero se va a dejar llevar, se va a dejar hacer, no siempre se tiene un maestro de ceremonias tan apuesto y sabio. Adrián sigue un tiempo con la lengua, los labios, lamiendo y mordiendo, con un dedo, luego dos como garfios sensitivos dentro de la cueva, buscando esa rugosidad que tiene la misteriosa virtud de arquear pelvis y doblegar voluntades. Alza la vista y ve los preservativos sobre la cama. Le apetece follar, le apetece abrir las piernas de Rocío casi hasta el dolor y meterse dentro. Con la mano izquierda mantiene el contacto con el sexo, para que con la orfandaz repentina no pierda el calor y el deseo de ser invadido. Con la derecha alcanza un preservativo, lo abre con los dientes y enfunda su polla con celeridad. Se acomoda frente a ella, de rodillas, forzando la postura para poder establecer una distancia adecuada entre sus sexos. Busca los ojos de Rocío. Quiere sentir el anhelo, esa mirada ansiosa y expectante. Coge su pene desde la base con una mano y con la punta roza los labios, doblegando las últimas trabas, los últimos retazos y se adentra. En esa postura no puede penetrarla del todo. Ella tiene las piernas muy abiertas y los pies apoyados en su cadera. Sabe que si entra bruscamente y del todo, sentiría demasiado dolor. Es una postura en la que no toda la polla entra en juego. Para eso están los dedos. Deja sobre el vientre la palma de la mano izquierda. Cuatro dedos extendidos y uno, el más gordo, reservado para el juego crucial. El clítoris ya está húmedo y el dedo se pasea circularmente. Rocío se sorprende de tener tantos puntos a los que atender y se olvida de todo con un suspiro largo. No se mueven mucho, no hace falta, el pene dentro, la mano fuera, la cintura que se levanta ligeramente, con eso basta. No cambia el ritmo. Tal vez la cadera de Rocío demanda más velocidad, pero él se niega, sigue constante en su profundidad y en las caricias. Rocío gime y habla. Sí, por favor, sigue así, así, despacio, más despacio, ah, síííííí...esto último ha sido más un grito que un adverbio. Más gemidos, la espalda, las manos que se aferran a las sábanas, el cuello que se ladea, las mejillas encendidas, y un lo acabo de sentir, la dejan derrotada sobre la cama. Sabe que Adrián no se ha corrido, pero no puede hacer nada. Él disfruta de verla ahí, sudorosa, la piel perlada por el placer. Espera, intenta decir, espera, ahora me moveré para ti. Vale, pero hazlo sobre mí, quiero que seas mi amazona. Se tumba y en un instante, con repentina agilidad, Rocío se sube sobre su polla, abrazándola con su sexo todavía caliente. ¿Así te gusta?, le pregunta, y Adrián contesta con un gemido. Se mueve despacio, devolviéndole la moneda, ahora sí. Pero él tiene más fuerza, más voluntad y la eleva en el aire con movimientos desesperados de cadera. Hasta que se corre. Tres dentelladas salvajes que le obligan a cerrar los ojos. Rocío se abraza a él con ternura, dejándose caer suavemente, como si estuviera respetando el orgasmo y no quisiera entrometerse. Se siente feliz, con una absurda necesidad de sonreír. También tiene la tentación de decirle que lo quiere. Es igualmente absurdo, se acaban de conocer, le va a pagar por lo que ha ocurrido entre sus cuerpos, pero siente deseos de abrazarlo, de hacerle ver que está feliz. Se controla, una mujer de mi edad y mi posición, se dice, no puede cometer estas locuras, bastante es pagar para que te follen, por Dios, ¿qué me ocurre?, no suelo decir estas cosas. Es el olor de este cuerpo. Permanecen en silencio. Adrián está algo incómodo, el preservativo, la erección que desciende, ella, que no deja de ser una clienta, pensamiento éste que aparece y desaparece, entre la bruma de sensaciones. El preservativo, le dice al fin como un susurro. Ah, es verdad. Con la misma agilidad con la que se puso sobre él, se desembaraza del ensamblaje, le quita el preservativo, hace con él un nudo y lo tira en el lateral de la cama. Apenas ha tenido Adrián tiempo de darse cuenta, por eso sigue ahí, boca arriba. Rocío observa su cuerpo. Le gusta lo que ve. Se tumba de lado, invadida por una repentina sensación de desamparo. Es como si a un niño le prestasen un juguete, durante toda la tarde jugara con él y se olvidara de que no es suyo. Rocío acaba de darse cuenta de que el juguete no le pertenece, es un préstamo, un alquiler. Adrián mal interpreta el gesto y se pone en pie, sigiloso, como siempre, en busca de su ropa. No te marches por favor, piensa primero. No te marches, sin más, dice después. Adrián la mira, siente ternura, como toda la noche. No te marches. Se acerca, quiere darle un beso, un simple beso, y salir todo lo rápido que pueda. Cuando se inclina Rocío lo mira directamente a los ojos. Quédate abrazado a mí. Quiere hacerlo, siente necesidad. No se plantea las consecuencias, lo que eso pueda significar y se abraza a ella. Le gusta la calidez del contacto, la sensación de estar junto a un cuerpo familiar. Rocío suspira. También está feliz. Ahora sí. Las respiraciones cada vez son más profundas. Ella se duerme. Adrián piensa en María, extrañamente en ella, en Sofía, la enfermera. Sonríe, vuelve a pensar en Sofía, se abraza con fuerza y sin darse cuenta se queda completamente dormido.
Cuando se despierta ya no está el cuerpo al que ha permanecido abrazado hasta la madrugada. Se siente confuso. Mierda, esto no me tendría que estar pasando a mí. Sonríe con ironía mientras el día despunta por la ventana, raspando el horizonte de la ciudad. Es muy extraño, suele ser al contrario, él imaginando a su amante eventual despertando solitaria. Pero todavía es más confuso porque no está en su casa. Hace memoria y gracias a que no hubo drogas ni alcohol se sitúa de inmediato. Estoy en casa de Rocío, la ricachona deportista que me follé ayer. Es una mujer confiada, piensa, soy un tío al que no conoce de nada y me deja solo en su casa, bueno, puede que no lo esté. Se lava un poco, se viste y con cierta curiosidad, deleitándose con los detalles de buen gusto, confirma que está solo. Revisa lo que se tiene que llevar y ve en la puerta un sobre, con una cinta roja, pegado a la altura de la mirilla. Para ti, pone, sin más. Cae en la cuenta de que Rocío no sabe su nombre. Joder, me siento como cualquiera de mis amantes, que cosa más rara, ¿esto es lo que les ocurre?, pues tampoco es tan malo, tiene su gracia. Alcanza el sobre y en el interior hay trescientos euros. La puta madre que me parió. Le ha salido del alma. Ya había olvidado que se trataba de trabajo, había gozado tanto que se habían disipado de su memoria las razones de su encuentro, la fiesta, la escena de la barra. Pero aun tratándose de trabajo, le parece excesivo, maravillosamente excesivo. Los problemas de la no tarificación previa de los servicios, sonríe. Ha tenido tres clientas, de momento, cuatro si cuenta a la borracha de la barra, y todas ellas se han comportado con generosidad, tal vez este mundo, piensa mientras guarda los billetes en la cartera, funcione así, no hay acuerdo previo porque se sabe que los dos van a terminar contentos. En el sobre también hay una tarjeta, la misma que le dejó en la barra y detrás una escueta nota: ¿nos volveremos a ver?. Le gusta la letra, pausada, de caligrafía perfecta, sin altibajos. Sonríe. Me gusta esta mujer, me gusta mucho. Le gustaría, desconcertado por ese deseo, haber sabido más de su vida, si hay un hombre, por ejemplo. Echa un vistazo y ve una par de fotos de un tipo adusto, con aire de militar simpático, varias abrazando a personalidades, con el Rey, por ejemplo, presidiendo la entrada al salón. Sí, hay un hombre, se cerciora. Esa evidencia lo vuelve a incomodar. Tal vez esté de vuelta, tal vez debería largarme ya. Se le ocurre una última idea, un último guiño. Busca en el listado de su móvil el teléfono, siempre útil, de una floristería que hace entregas a domicilio. Hola, sí, verán, quería mandar un ramo de flores, voltea la tarjeta para corroborar la dirección. ¿Texto?, no, no ponga nada...ah, sí, perdone, ponga esto, simplemente ponga claro que sí, sí, solo eso, claro que sí y un teléfono. Detalla su número de móvil. Gracias a usted. Cuelga y se mete la tarjeta en el bolsillo, corroborando su propia felicidad. Cuando cierra la puerta no puede evitar silbar. Una de los Beatles, que hacía años que no había escuchado. Que curiosa es la memoria, canturrea metiendo la frase en la melodía de Yesterday, y baja las escaleras, de tres en tres, de cuatro en cuatro.

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