18 de febrero de 2008

TENER MIEDO

No me considero una persona valiente. Ni mucho menos. Más bien soy de los de la premisa de mejor que digan aquí corrió un cobarde que aquí murió un valiente, entre otras cosas porque soldado que huye vale para otra guerra. Salvo que la vida de un ser querido esté realmente en juego, ni por orgullo ni por otra razón (la sin razón por tanto no vale) me invitaría a participar en una pelea o a meterme en un lío innecesario. Soy temeroso de la capacidad de hacer daño del ser humano, muy por encima de la que me dotó a mi de serie la naturaleza. Y me educaron, con buena fe y creo que con buenos resultados, para ser buena persona. Con todo esto, en cambio, hay algo de territorialidad en mi adn, una mezcla de orgullo y pasado, que me obligan a hacer caminos rectos en zonas muy concretas cuando la lógica expuesta invita más bien a dar un rodeo. Y lo veo a toro pasado, el mismo viernes hice esta reflexión después de un paseo de tres cuartos de hora.
Nací y me crié en un barrio del sur de la ciudad. He sobrepasado los 35, por lo que mi infancia y primeros años de la juventud los viví bajo el yugo amenazador de las drogas. No las sintéticas o el complejo abanico que ahora ameniza las noches de la adolescencia, sino a ese fantasma al que le cantaban los grupos de nuevo flamenco semi marginal. Estoy hablando de la heroina, ese caballo vestido de ángel. Jugué al fútbol en callejuelas y placetas donde era fácil encontrar a un joven inconsciente con una jeringa colgando en el brazo. Llevé a vecinos drogados a las puertas de sus casas, vi morir a otros consumidos por su adicción. Pese a todo sentí siempre aquellos espacios como míos, y eso nos dotó de un absurdo orgullo que jamás nos obligó a cambiar de lugar. Aquellas eran nuestras calles y nuestros parques, si alguien debía irse eran ellos.
No sé si la culpa es de esto, pero jamás siento miedo caminando por las calles, y menos por esos lugares reconocibles (todos los parques y todos los barrios del sur tienen algo de similar). Eso me ocurrió el viernes, a primera hora de la noche, donde hice una línea recta entre el punto de partida y el destino, y esto incluía una oscuro parque y algunas callejuelas, digamos, de tránsito reducido. Bien podría haber elegido otro camino, dar un pequeño rodeo que me asegurara el anonimato de la bulliciosa ciudad. Pero no lo hice. Y no sentí miedo. Dice mi pareja que por mi embergadura (no soy un tipo especialmente pequeño) ni por mi gesto serio (de malo de comic, apostilla) el que realmente da miedo soy yo. No lo sé, el caso es que no siento temor, yo que soy un tipo apocado, un trozo de pan con el punto de ebullición altísimo, camino seguro en este tipo de trayectos, como si nunca me fuera a pasar nada. Quizá un día me pase y entonces cambiaré de idea, pero de momento no cambiaré de camino.

2 comentarios:

Dudu dijo...

Nos ha jodío, rondando los 190 cms y los 100 kilogramos, el trayecto más corto entre dos puntos es una línea recta

Adnamarrr dijo...

Anda, yo a tu lado tampoco tendría miedo, pero solita seguro que sí, aunque dicen que no hay como cargarse de valentía para que los demás no aprecien tu miedo y así te vaya mejor, pero nunca lo he probado...en fin.. Un beso.