28 de febrero de 2008

SER UNIVERSITARIO

Fui un mal estudiante en la parte final del instituto. Aquellas materias me parecían insufribles e inútiles. No entendía nada y la sangre me latía por la vida, por la que había en las calles, en las guitarras, en las caricias, en los amigos, en las fiestas. Me costaba asistir a clase y más estudiar. Y lo hacía, quizá por un aprendido sentido de la responsabilidad, empleaba tiempo, pero era muy poco rentable, hacía las cosas mal. El cambio llegó al finalizar el instituto, lo que me costó, contando la mili, casi tres años. Me enamoré de la que hoy es mi pareja y tuve una meta muy clara: ser universitario. No sé en que momento entró en mi vida ese proyecto, porque con quince años me costaba pensar más allá del fin de semana, pero fue una especie de faro que alumbró mis titubeantes decisiones preadultas.
También hay algo de aprendido, estudia para ser alguien, la universidad es el lugar mítico donde la razón y el pensamiento se imponen al caos. Ya. De eso hablaremos otro día. Cambié de orden la frase entonces, de pasar por los estudios con más pena que gloria, lo hice con más gloria que pena. Aunque trabajaba, fui capaz de aprobar la carrera con tan solo medio año (tres asignaturas en realidad) de retraso. Aprendí mucho, entre otras cosas que la universidad no es tan universal como me había imaginado y que las cosas no eran tan diferentes al instituto, que los diferentes éramos nosotros, que nos enfrentábamos a los libros con mayor madurez (unos más que otros) y con un mayor grado de implicación en el proyecto. La meta estaba clara: acabar la licenciatura. Me sentía orgulloso y veía con anhelo el momento de poder afirmar que era licenciado en historia contemporánea. Después la vida me quitó la razón y ya ves, aquí me encuentro, ganándome el pan con el sudor de los números.
No puedo decir que me arrepienta, porque sigo teniendo cierta idolatría hacia los estudios universitarios. Además, de la universidad saqué muchas cosas, entre ellas a dos de mis mejores amigos. Cuando planeo la educación de mis hijos (he de esforzarme en hablar ya en plurar de esto) lo hago proyectando unos mínimos, y muchas veces caigo en la tentación de incluir la universidad. ¿Por qué?, hay muchas alternativas, algunas dentro de los propios estudios, que son mejores incluso si tenemos como meta el mercado laboral. Pero si la meta es la felicidad, que yo fuera feliz sintiéndome universitario, ¿va a hacer que mis hijos lo hagan?. La felicidad no pasa por el aula magna, ni por ningún aula, pasa por la certeza de hacer las cosas bien, de hacer lo que te gusta y de tener algo de suerte en la vida. Es verdad que me gustaría tener hijos cultos, inquietos, sensibles, pero eso no me asegura que vayan a ser felices. Es más, si no trato con cautela este asunto de proyectar mis ilusiones y frustraciones, y mis pasiones corro el riesgo de que sea frustrante para ellos y el tiro me salga por la culata.
En esas estamos, intentando mi otro yo y el que esto escribe, en desmontar mitos como la universidad, para intentar ser lo más imparciales posibles en la educación de nuestros hijos.

2 comentarios:

Dudu dijo...

En la universidad encontré a la que hoy es mi mujer, madre de mi hija y (D.m.) a primeros de octubre madre del segund@. Y sólo con eso tengo idolatrado aquel tiempo.
Tiempo en el que monté en un seat 127 rojo con un amigo que estudiaba psicología (hoy funcionario de prisiones) de Somosaguas a Vallekas a jugar una partida de mus con unos amigos suyos. Por supuesto ibamos medio trompas.
En fin, que mis descendientes hagan lo que más les guste siempre y cuando les haga felices.

Caminante dijo...

Lo que en definitiva queremos en nuestros hijos es que, hagan lo que hagan, eso les haga felices, pero en el camino están las metas intermedias..., acabar la carrera, que no pierdan el estímulo, que consigan encontrar algo satisfactorio en materia laboral. Esas cosas.
Me alegro de ver a Dudu por aquí. Besos a ambos. PAQUITA