Tener que llevar a mi hijo al colegio es a nivel de infraestructuras un trastorno. Esta tarea diaria es responsabilidad de mi pareja, pero cuando se dan las circunstancias y he de ser yo eso me complica la vida, porque ya no puedo acudir a mi trabajo temprano, tengo problemas para escribir el blog, tengo asegurada hora y media de atasco, salgo más tarde, otra vez atasco, pierdo buena parte de la tarde que tengo con él...en fin, que soy un tipo de rutinas, y cambiarlas suele ser un problema. Pero claro, como no creo que haga falta explicar, hay compensaciones muy, pero que muy interesantes, y sobre todo muy evidentes, de las que no necesito dar detalle: ese papito, papito, ya estoy despierto, ese primer abrazo, el olor del pelo, desayunar juntos, el paseo al cole, ver como entra sonriente de mano de su mejor amiga...todo eso lo compensa. Pero no eso de lo que quiero hablar, sino de las sorpresas, las pequeñas sorpresas indirectas, los daños colaterales (pero de los buenos) que estas cosas tienen, y que te sobrevienen a mitad del día y te hacen sonreír. Entre las tareas previas al paseo al cole está el vestido, la higiene y lo último, la colonia. Así mis manos se quedan impregnadas de ese maravilloso olor, que no deja de ser para mí parte del olor de mi hijo. Así estoy trabajando y por despiste me llevo las manos a la cara y me invade ese olor, y entenderéis que eso me hace suspirar y me dan ganas de no lavármelas en todo el día. Aun después de eso, un pequeño resquicio decreciente va quedando que me hace una y otra vez suspirar y sonreír. Hasta que el olor desaparece del todo...pero entonces le tengo a él canturreando y riendo a mi lado, y eso es lo de menos.
7 de abril de 2008
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