Todavía sigo jugando mi partidillo de los domingo. Las malas lenguas lo llaman arrastrarse, y los más duros advierten que nuestra progenie necesitará de psicólogos para superarlo. Pero sí, el equipo sigue vivo y este año con bastante suerte, porque nos vamos a jugar el campeonato en unos partidos. No somos tan malos, entre otras cosas, como comentamos en la reciente comida del equipo (no fue en el Asador Donostiarra, para acallar rumores), porque muchos estamos ya de vuelta en esto del fútbol, algunos desde niveles semiprofesionales, y sabemos de qué va esto de la pelotita y la portería. Estoy hablando, pese a todo, de una liga de 20 equipos de barrio en cesped artificial los domingos, una hora y media antes (da igual el horario del partido) de las cervezas y las tapitas en el bar de enfrente. Hay tensión en los partidos. En el fondo no nos jugamos nada, más allá de la dignidad y en algunos casos y según las tarascadas, una pierna o un tobillo. Pero a nadie le gusta perder. Es verdad que salvando algunas odiosas excepciones somos todos buena gente, y aunque disputemos un balón a mala leche al terminar el partido todo son saludos y buen partido, amigo, buen partido.
Ayer jugábamos contra uno de los peores equipos de la liga. En el minuto 15 ya ganábamos tres o cuatro a cero. Partido fácil, toquecitos, intentos de jugadas personal y buen rollito entre unos y otros. Y hay que valorar esto en su justa medida, porque no es fácil saber ganar, en el sentido numérico y en el de la moral y la educación, pero tampoco es fácil saber perder; y más cuando lo haces partido tras partido, que a eso no se acostumbra uno. Nuestros contrarios ayer eran, como nosotros, un grupo de amiguetes, más entrados en años y probablemente nunca metidos del todo en esto del fútbol. Y eso se nota. Pero lo que me ha llevado a escribiros hoy de mis rutinas domingueras no fue el 12 a 1 con el que terminó el partido, sino ese gol, ese solitario gol. Quedaban tres minutos para terminar y el árbitro miró al portero contrario, le hizo un gesto indicándole que quedaban tres minutos. Entonces pidieron el cambio. Del banquillo (que no es tal) saltó un joven entrado en kilos de enorme sonrisa, con una discapacidad psíquica. No hizo falta cordinación, ni palabras, ni gestos. El portero sacó de puerta, yo, que en ese momento defendía la banda, no salté, para que la pelota llegará al delantero recién incorporado. Lo paró con la mano, pero nadie protestó, ni el árbitro, genial estuvo, pitó nada, se acomodó la pelota con la mano, colocó el cuerpo mientras el portero fingía el esfuerzo de una salida y con un torpe derechazo alojó el balón en la red. El público, los contrarios y nosotros irrumpimos en una sonora salva de aplauso y vítores. El muchacho corrió la banda como si hubiera clasificado a su equipo con aquel gol para la final de la copa y fue saludando a compañeros y contrarios. Fue un momento espontáneo y hermoso. Cuando me ponen en duda mi concepto de la solidaridad, mi rechazo al sistema de ayudas imperante, quisiera explicarles que es así como me siento solidario. Pero claro, para eso hay que estar en el campo.
Ayer jugábamos contra uno de los peores equipos de la liga. En el minuto 15 ya ganábamos tres o cuatro a cero. Partido fácil, toquecitos, intentos de jugadas personal y buen rollito entre unos y otros. Y hay que valorar esto en su justa medida, porque no es fácil saber ganar, en el sentido numérico y en el de la moral y la educación, pero tampoco es fácil saber perder; y más cuando lo haces partido tras partido, que a eso no se acostumbra uno. Nuestros contrarios ayer eran, como nosotros, un grupo de amiguetes, más entrados en años y probablemente nunca metidos del todo en esto del fútbol. Y eso se nota. Pero lo que me ha llevado a escribiros hoy de mis rutinas domingueras no fue el 12 a 1 con el que terminó el partido, sino ese gol, ese solitario gol. Quedaban tres minutos para terminar y el árbitro miró al portero contrario, le hizo un gesto indicándole que quedaban tres minutos. Entonces pidieron el cambio. Del banquillo (que no es tal) saltó un joven entrado en kilos de enorme sonrisa, con una discapacidad psíquica. No hizo falta cordinación, ni palabras, ni gestos. El portero sacó de puerta, yo, que en ese momento defendía la banda, no salté, para que la pelota llegará al delantero recién incorporado. Lo paró con la mano, pero nadie protestó, ni el árbitro, genial estuvo, pitó nada, se acomodó la pelota con la mano, colocó el cuerpo mientras el portero fingía el esfuerzo de una salida y con un torpe derechazo alojó el balón en la red. El público, los contrarios y nosotros irrumpimos en una sonora salva de aplauso y vítores. El muchacho corrió la banda como si hubiera clasificado a su equipo con aquel gol para la final de la copa y fue saludando a compañeros y contrarios. Fue un momento espontáneo y hermoso. Cuando me ponen en duda mi concepto de la solidaridad, mi rechazo al sistema de ayudas imperante, quisiera explicarles que es así como me siento solidario. Pero claro, para eso hay que estar en el campo.
1 comentario:
Un gran gol, sin duda, producto del esfuerzo colectivo de todos los que estabais sobre el campo. Enhorabuena!
Abrazos.
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