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Me encantan estos gestos solidarios, anónimos y cien por cien altruistas. No le podré devolver el favor, así que lo máximo que pudo conseguir ese hombre, además de mi sonrisa de agradecimiento, es la satisfacción de haber ayudado. Y es que el ser humano, aunque sea muy oculto en el frondoso bosque de su rencor y su desconfianza, disfruta ayudando a los demás. Sin esperar nada a cambio, por el simple gesto de ayudar a quien puede necesitar algo más que tú. Me encanta ver a un joven greñudo y desaliñado, con un ipod tronador, cederle el asiento a una anciana y romper así tabús y prejuicios. Es cierto que esa filosofía de ayudar a los demás cuando se añade el aditivo de lo colectivo y transpasa fronteras para pervertirse, es ciertamente peligrosa, y más que una ayuda es un pegamento que perpetua sistemas injustos. Pero la filosofía de los que ayudan es la misma, ayudar sin esperar nada a cambio, más allá de la satisfacción personal. Con estas cosas me siento bien y con ganas de recuperar mi fe en la bondad humana, pero después abro el periódico, y tardo diez segundos en cambiar de idea.
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