8 de julio de 2008

EL NIÑO DE LA PAPELERA

Hace unas semanas presencié una escena que (ahora viene el silencio cómplice que busca la respuesta del público) ¡ me dio que pensar !.
No recuerdo el día meridianamente por lo que ocurriera, sino porque esto ocurrió después de dejar a mi peque en el cole, así que como ese es un lujo disponible muy poquitos días al año, recuerdo perfectamente el día y la hora de la pequeña situación. De vuelta del cole, entregado el sonriente paquete, enfilé la calle para ir a por la prensa, ritual este del que no me salvo ni en laborables ni en festivos. En el camino me cruzo con la entrada a un colegio. No llegan a ser las nueve, así que suelo, en esos casos, cruzarme con los preadolescentes camino de las clases. Frente a la entrada principal hay un pequeño parque infantil, anexo a una iglesia, cosa que me da un repelús que no puedo evitar. Me encanta ver como los muchachos y las muchachas interactúan, sus primeros coqueteos, esos juegos semiviolentos que buscan el contacto físico. En una piscina, por ejemplo, aunque todo el mundo esté ya mojado, la mayor diversión es tirar a una chica al agua, es el mayor momento de contacto, cuando los cuerpos se funden lícitamente. Esos roces aparentemente fortuitos son el motor de muchos juegos nocturnos. Me centro en los chicos de aquel día. Jugaban utilizando los columpios como portería. Dicho así suena destructivo, pero no es el caso, porque había un toque de ingenio en su juego: uno lanzaba a puerta y otros dos, subidos en los columpios intentaban alcanzar con los pies la pelota. Había un cuarto, apostado junto a un árbol. El gordito del grupo, porque todos los grupos han tenido, tienen, y tendrán un gordito que, a su vez, suele ser el más gracioso. El caso es que él desayunaba un bollo, probablemente anticipando el del recreo. Una vez comido, dos mordisco a lo sumo, se encontró con una tesitura: el plástico. ¿Qué hacer con él?. No dudo de la educación que ha recibido el jovenzuelo, viendo lo que ocurro. Tenía varias posibilidades, dejarlo ahí o acercarse a la papelera. Estaba a unos diez metros, calculé. Valoró la situación y como una ardilla se arrodilló, hizo un pequeño hueco en la arena y dejó el papel. Después al intentar taparlo se dio cuenta de que se veía y volvió a la tarea, con el pie intentó hacer un poco más profundo su madriguera. A punta pies logró hacerlo lo suficientemente grande como para ocultar el cuerpo plástico del delito. Los diez metros que había hacia la papelera le hubieran costado mucho más. No deja de ser curioso, ¿no os parece?, que para intentar ser vago y tener buena conciencia uno acabe gastando más energías que si directamente hubiera sido proactivo. En fin, ya sabéis, cualquier cosa me da que pensar.

1 comentario:

Elena dijo...

Una vez le dije a una adolescente que tiró un envoltorio al suelo delante de mi, ¡eh, que se te ha caido!...me miró, y con las mismas se marchó...quiero recordar q a mi se me caía la cara de vergüenza si alguien "mayor" me llamaba la atención....creo, q ahora eso no pasa y no me parece bien, la vergüenza es buena, como todo en esta vida, en la medida justa.