Soy un fanático de los documentales. No los de la Dos, así que no soy de esos 35 mil espectadores que se duermen viendo como la gacela Thomson es devorada por un león caucásico. Me gustan los de actualidad. Mi programa favorito durante años fue Informe Semanal, al que relevó en mi ideario Documentos TV. Ahora hay otro estilo, del que destacaría Callejeros, en la Cuatro que son los que más me seducen. El día a día de personas a las que nunca voy a conocer, situaciones dramáticas, curiosas, divertidas, que si no te las muestra el reportero, no vas a poder ver jamás.
Con estos gustos es lógico que haya visto de todo. Bueno y malo. Fuerte y menos fuerte. Impactante y sosegado. Ayer, con motivo de la liberación de Ingrid Betancourt, tras el telediario de Gabilondo, emitieron un documental de Jon Sistiaga (creo recordar) sobre los secuestros de las FARC. Explicaban, con la crudeza que merece la situación, como viven los familiares la ausencia de quienes, sin razón ni excusa, porque nunca la hay, están recluidos durante años, incluso décadas, en la selva contra su voluntad. Me imactaron las imágenes de los secuestrados, las que las propias FARC, en una estudiada estrategia para mantener viva la ilusión de los familiares y así, a su vez, la vida y el ánimo de los secuestrados (muertos no valen nada). Ellos eran capaces de encontrarle un rescoldo a la situación para reirse, para bromear, para tomarse una taza de café como quien está de vacaciones. Contaron varias historias, y entre ellas, las de varios niños secuestrados. Ahí el corazón se me encoge, el pecho me comprime. Cuando un pequeño de apenas doce años narra como escapó, como pensaba que si intentaba huir a lo mejor lo mataban, y que mejor era no intentarlo, cuando mostraba a sus liberadores los brazos comidos por los mosquitos, cuando la madre intentaba hacernos ver la angustia vivida, mis ojos se nublaron y lloré. El dolor de los niños en la pantalla cuando es ficción me supera, así que cuando lo que muestra es cruda realidad me bloquea. Intenté cambiar de canal, pero algo me lo impedía, era una especie de dolor, y seguí viendo como otros niños fueron secuestrados. Hasta que llegó la historia del pequeño con cáncer. Su padre era uno de los secuestrados, y el pedía verlo por última vez antes de entrar a quirófano. Acabó muriendo sin ver a su papá, y su padre, sumiso hasta entonces en la selva, expectante para ser liberado, cuando conocí la noticia enloqueció. Unos días después encontraron su cuerpo sin vida, acribillado a balazos, en la selva, esa misma selva que sus captores habían convertido en cárcel. Entonces le pedí a mi pareja que apagara el televisor por mí. Me veía incapaz de hacerlo yo mismo, pero mucho menos capaz me veía de seguir soportando tanto dolor.
Con estos gustos es lógico que haya visto de todo. Bueno y malo. Fuerte y menos fuerte. Impactante y sosegado. Ayer, con motivo de la liberación de Ingrid Betancourt, tras el telediario de Gabilondo, emitieron un documental de Jon Sistiaga (creo recordar) sobre los secuestros de las FARC. Explicaban, con la crudeza que merece la situación, como viven los familiares la ausencia de quienes, sin razón ni excusa, porque nunca la hay, están recluidos durante años, incluso décadas, en la selva contra su voluntad. Me imactaron las imágenes de los secuestrados, las que las propias FARC, en una estudiada estrategia para mantener viva la ilusión de los familiares y así, a su vez, la vida y el ánimo de los secuestrados (muertos no valen nada). Ellos eran capaces de encontrarle un rescoldo a la situación para reirse, para bromear, para tomarse una taza de café como quien está de vacaciones. Contaron varias historias, y entre ellas, las de varios niños secuestrados. Ahí el corazón se me encoge, el pecho me comprime. Cuando un pequeño de apenas doce años narra como escapó, como pensaba que si intentaba huir a lo mejor lo mataban, y que mejor era no intentarlo, cuando mostraba a sus liberadores los brazos comidos por los mosquitos, cuando la madre intentaba hacernos ver la angustia vivida, mis ojos se nublaron y lloré. El dolor de los niños en la pantalla cuando es ficción me supera, así que cuando lo que muestra es cruda realidad me bloquea. Intenté cambiar de canal, pero algo me lo impedía, era una especie de dolor, y seguí viendo como otros niños fueron secuestrados. Hasta que llegó la historia del pequeño con cáncer. Su padre era uno de los secuestrados, y el pedía verlo por última vez antes de entrar a quirófano. Acabó muriendo sin ver a su papá, y su padre, sumiso hasta entonces en la selva, expectante para ser liberado, cuando conocí la noticia enloqueció. Unos días después encontraron su cuerpo sin vida, acribillado a balazos, en la selva, esa misma selva que sus captores habían convertido en cárcel. Entonces le pedí a mi pareja que apagara el televisor por mí. Me veía incapaz de hacerlo yo mismo, pero mucho menos capaz me veía de seguir soportando tanto dolor.
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