8 de septiembre de 2007

GIGOLO; capítulo 12: amor lo llaman otros


Han vuelto a los asientos. Evidentemente, más felices. También más cansados, maravillosamente agotados. Se han perdido alguna parte interesante de la película, aquella en la que el protagonista logra escapar de nuevo de los nazis, pero es un mal menor que compensa. A Sofía le encanta venir por la noche, entre semana, no hay agobios, ni palomitas y disfruta de verdad del cine. Con Adrián es otra cosa, con él el cine se ha convertido en algo más que arte visual, ha pasado a ser una tentación. Vivir un instante a su lado es una tentación segura. Su sola presencia solivianta sus sentidos, se siente superada por sus sensaciones, secuestrada su voluntad, sin más. Algunas veces siente hasta dolor de dejarse arrastrar tanto. Y miedo, mucho miedo a perderlo. Es el amor, le intenta explicar Cristina, estar enamorada básicamente consiste en temer dejar de estarlo, tener pánico a perder lo que te hace sentir tan viva. Pero también hay desenfreno, y deseo, la carne encendida al más mínimo roce. Una palabra, un gesto, y saltan las barreras. Venían a ver una película francesa. Me encanta el cine francés ¿y a ti?. Adrián no dijo nada, ¿para qué contarle que su actor favorito sigue siendo Chuck Norris?. Y la verdad es que la película en sí le estaba gustando, pero las caricias despistadas, las dadas y las recibidas, podían más que los requiebros del celuloide. ¿Sabes que eso que estás acariciando es mi teta?. Dijo Sofía, entre sorprendida y divertida. A él también le sorprendió, no el desliz de su mano por el pecho, sino el no haberlo gozado pleno de conciencia. De todos modos ese “mi teta”, tan impropio de Sofía, sonaba más a un sigue acariciando que a un qué estás haciendo. Lleva una camisa entallada blanca, y tanto sonaron a invitación sus palabras que las acompañó con un par de botones perdiendo su sitio. Adrián cambió de táctica, dejó la mano derecha sobre le cuello, y con la izquierda, esforzándose aun por seguir atento a la pantalla, comenzó a acariciar, ahora consciente de la superficie sobre la que bailaban sus dedos. Eran caricias distraídas, apenas un dedo que se deslizaba por el interior de la camisa. Pero Sofía perdía paulatinamente el interés por las evoluciones del film. Es más, una protuberancia en un pantalón, a su izquierda, acabó con todo interés ajeno a sus cuerpos. Ya llevan algún tiempo juntos, han hecho el amor muchas veces, ha perdido todo pudor, entiende que como le advertía Cristina cuando hay deseo los límites son muy difusos. Y aun así, sigue sorprendiéndola las cosas que piensa, que imagina, y las que hace y dice. Mientas la mano despistada de Adrián reconocía el terreno que recubre sus pulmones, ella se imaginaba desabotonando la cremallera, sacando el pene, acariciándolo, besándolo, allí mismo, en la butaca. Es sorprendente, Cristina, sé que te vas a reír, le dijo no hace mucho, pero con Adrián me encanta el sexo oral. Su amiga ni se rió ni se sorprendió, porque ese mismo proceso, esa misma metamorfosis, la había sufrido ella mucho tiempo atrás, y no solo con el sexo oral, sino con todo el sexo en general. Me gusta lo que siento, el sabor, me encanta acariciarla, me gusta ver como consigo hacer que pierda el control, que gima, que grite, nunca me había sentido tan poderosa y generosa a un tiempo, ahora entiendo que en la cama se hagan verdaderas locuras, es todo extraño, ya sabes como soy, o como era. Sí, Cristina tiene muy presente como era, y también perfectamente controlado como es ahora. Así que su amiga no se sorprendería de que hoy Sofía, ante tanta caricia distraída y furtiva, ante tanta tentación visual a su izquierda, tuviera que hacer algo. ¿Sabes lo que me apetecería ahora?, le susurró al oído, que nos fuéramos los dos al servicio. No hubo más palabras, no las necesitaron, hablaron a partir de entonces los cuerpos. Perdón, perdón. El resto de los espectadores no podía imaginar la urgencia que los llevaba a abandonar la sala. Arriba hubo un momento de duda, siempre entre besos y en silencio. ¿El de los chicos o el de las chicas?. Sofía pensó que él seguro conocía por dentro un servicio de mujeres, y sintió de nuevo esa breve punzada de dolor que llaman celos, así que, malditas sensaciones, se decidieron por el de los chicos. Es mi turno, se dijo, yo también tengo derecho a conocerlos. Entraron y se lanzaron con sed el uno a por el otro. Besos largos, la ropa a jirones solo medio fuera de los cuerpos. Malditos vaqueros, debería utilizar siempre falda. Las camisas desabotonadas, los pantalones a medio quitar. Deja, solo me quitaré una parte, siéntate. Una pernera puesta, otra no, los zapatos igual, el sexo deseado en la boca, las rodillas rozando el suelo, dios, como me gusta tu sabor. Lo sé, me encanta que te guste, déjame que te coma yo a ti también, a mí también me encanta tu sabor. No, no hace falta, mira. Le llevó los dedos entre las piernas y apenas sin voluntad uno de ellos se adentró en el calor del sexo. Estoy muy caliente, mi vida, me has puesto muy caliente, me quemo por dentro. Más besos. Se acoplaron, como siempre, a la perfección, dos cuerpos creados para estar siempre uno dentro del otro. Espera, Sofía, el preservativo. Da igual, no importa, no me importa. En verdad le podía mucho más el deseo que la cautela, el desenfreno que la cordura. Espera, por favor. Dejó que se saliera, incómoda, impaciente. Tendré que empezar a tomar la píldora, pensó, mientras Adrián rebuscaba entre sus pantalones, por el suelo, y encontraba por fin la ansiada protección, la llave para la fusión completa. Sofía, ansiosa, se adelantó, se los quitó de la mano, con los dientes rompió el plástico y con la boca, ella misma, se lo puso. No le gustó el sabor del lubricante, nada que ver con el de la carne repleta de deseo y de calor, pero en algún sitio había leído que era una práctica común entre las prostitutas para ahorrar tiempo. El ansia puede con todo. Con la polla dentro se sintió más tranquila, segura, y se abrazó, como si hubiera llegado a puerto. Apenas tenían sitio. Las piernas daban con las paredes. Tardaron en encontrar la forma, el ritmo, pero cuando lo hicieron se fusionaron en un oleaje frenético, entregado. Como pudo, sin perder la fusión, la cohesión de las pelvis, se quitó el sujetador. Quería sentir en ellos los labios de Adrián, que, entendida la invitación, se lanzó al instante con ternura, después con desesperación. Primero uno. El pezón, la areola, todo él. Después el otro. Y vuelta a empezar. Ella se aferraba a su nuca. Le encanta juguetear con su pelo cuando hacen el amor. Lo aplastaba contra su pecho, necesitada de contacto, como si su piel no fuera suya si no la sintiera presionada por la de Adrián. Les costaba continuar, volver al ritmo, porque los cuerpos se habían desacoplado. Sofía se detuvo. Espera. Se recolocó sobre él, poniendo los pies en la pared del fondo. Adrián la sujetaba por la cintura y los dos se dejaron caer ligeramente hacia la puerta, ella forzando su espalda hasta el dolor, con sus pechos como una ofrenda a su dios. Toda la responsabilidad de las embestidas recaían sobre él, no importaba, el deseo le daba fuerzas para levantarla en vilo y sin manos si hubiera sido necesario. Gemían como animales, asidos a la cordura como podían, por brazos, pies, manos, dientes, lo que fuera, siempre y cuando les permitiera seguir moviéndose, botando, aplastándose el uno contra el otro. Lo voy a sentir, Sofía, lo voy a sentir. Esta vez no quería paradas, quería el orgasmo al mismo tiempo y en aquel preciso instante. Y yo, mi vida, yo también. Gritaba él. Gemía ella. Pero el primero en sentir las convulsiones, los dedos de los pies con vida propia, que se encogen, se estiran, se expanden de nuevo sin orden, fue él. Siguió moviéndose, lo siguió haciendo mientras ella continuaba aferrada a su cuello, a su mundo, asida al placer por su polla, por su coño, intentando encontrar el último gemido en las brutales embestidas. Al fin Sofía también descargó su tensión y se desmoronó sobre su amante, sobre su vida. Dios mío, parecía decirle en un susurro a la pared, blanco y mudo testigo del arrebato amoroso. Adrián, que había llegado al paraíso un par de segundos antes, también había regresado a la tierra de los mortales antes. Levanta, le dijo, todavía tengo el preservativo. A Sofía le incomodaba más que nunca el maldito artilugio de látex. Otro beso. Un abrazo mientas las ropas volvían al lugar para el que habían sido diseñadas. Creo que voy a empezar a tomar la píldora, esto de los preservativos es un engorro. Quizá solo un par de meses atrás una frase como aquella, viniendo de una mujer que acaba de sudar abrazada a su espalda, que le ha gemido barbaridades a su oído, hubiera sido suficiente para rescatar la táctica ancestral aquella de uy, acabo de acordarme de que he quedado con un amigo dentro de media hora, nos vemos, princesa, nos vemos. Pero no es el de hace medio año, ni mucho menos, por demasiadas cosas como para cuantificarlas, y menos allí, todavía jadeantes, en los lavabos de un cine. Y tampoco Sofía es cualquiera, ni tan siquiera ocupa un lugar especial en su vida reservado o algo por el estilo, porque ese lugar lo ha creado ella, y un lugar que antes no existía no podía estar reservado para nadie. Sensaciones nuevas, idiomas nuevos. Sofía ocupa ese lugar especial como la reina que es. Y, pese a esa evidencia, pese a todos los indicios, Adrián se niega a ponerle nombre, al lugar, a lo que siente, a lo que están viviendo. Sí, cariño, volvió a lo de la píldora mientras recomponía su aspecto en el espejo, voy a ir al ginecólogo. Como quieras, eres tú la que va a tener que acordarse cada noche de tomársela, no soy yo el que deba sugerirlo, ¿no te parece?. Ya, cariño, por eso lo hago yo, por eso lo hago yo.
Ya sentados, la película camina serena hacia su desenlace, mientras que en ellos persiste el recuerdo de una piel sobre otra, mira como me huelen los dedos, Sofía, me gusta, me encanta mi propio olor. Frases impensables en la vieja Sofía. Así es el amor. Con todo eso y mucho más en la retina del deseo, antes de que quieran recomponerse del todo, termina la película. Francesa o no, tarde o temprano tenía que terminar. Pues parece que nos hemos perdido más de lo que pensábamos. Sí, eso parece. Salen fuera, la noche es cálida. Bromean, sin darle importancia a cosas que puede que sí que la tenga, como estar aquí, en este instante, felices, repletos, agotados por el amor, conscientes de que se aman, aunque cada uno asuma a su modo esa evidencia y le de el nombre que sus miedos le permitan. Sea como fuere, a poco que revisen sus conciencias se darán cuenta de que no amaron nunca a nadie como se aman ahora. En el parking apenas quedan coches. Hay silencio y sus risas resuenan con estrépito, un estrépito que como el trueno lo es en una tormenta, evidencia la felicidad que los ha secuestrado. El coche de Sofía está aparcado al final del todo. No le gusta la moto. Siguen las bromas, las risas. Conduzco yo que me he corrido antes. No digas eso. ¿El qué?, ¿que me he corrido?. Eso, anda, conduce tú que a mi me da la risa. Abre. Entran. Se ríen de nuevo. Se sientan. Intenta arrancar, pero no puede. Un intenso olor. Se miran pero ya no se ven. La realidad volatilizada a su alrededor. Ni coche, ni Sofía, ni el parking, ni su propio cuerpo. Un zumbido, como una mosca, algo blanco, una silueta conocida que no reconoce, una mascarilla que intenta alcanzar sobre un rostro lejano, sin fuerzas para tocarla. Su cuerpo que cae. El de Sofía que lo había hecho antes sobre el salpicader. Y el silencio, un profundo, ancestral y espeso silencio.

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