En la habitación está la mujer tendida en el suelo, inconsciente, tal vez por el golpe en la cabeza. Él, arrodillado, con las manos ensangrentadas entre las piernas. No es capaz de saber qué le duele más, si la sangre que brota o la evidencia que todo esto va a dejar en su vida.
Todo empezó en una convención más, rutinaria. Ella, una mujer casada, con tres hijos y una vida anodina. Él, un hombre entrado en los cuarenta con desgana, galán venido a menos, casado también y padre reciente. Se encontraron en la feria, interesantes los productos ¿verdad? Después un cruce ¿casual? en la recepción del hotel. Él no dejó de pensar en sus tetas desde que el escote, perfecto y sinuoso, le sugiriera la pregunta ¿operadas o no operadas? Por eso cuando acordaron una copa en la cafetería del hotel tuvo la respuesta ¿qué cojones importa? Una conversación intrascendente, perfecta para esquivar los temas centrales de sus vidas: sus parejas y los niños. Un hombre con ganas de follar y una mujer ansiosa de ser follada, ¿hay que complicarse más la vida? Así lo entendió ella, cansada, pensando, pese a la excitación latente, en el viaje de vuelta. Mi habitación es la 495 y mi empresa me cubre el minibar, así que la última puede ser en la cuarta planta. Subieron en silencio. Él nunca había sido infiel, ella lo vivía todo con cierta rutina, la misma desgana que se había convertido en su río vital. Una vez en la habitación, olvidado el trámite del minibar, ella tomó las riendas. Lo sentó a los pies de la cama. Él fumaba un cigarro con el estudiado aire de cuando ligar era su modus vivendi. Ella recordó mejores tiempos y se olvidó de las evidencias de su paso. Se desnudó despacio, primero la chaqueta del traje, después la camisa blanca. El sujetador mantenía firmes unos pechos por los que, gracias al bisturí, no pasaba el tiempo ni la lactancia. Olvidadas ya las cuitas sobre la sostenibilidad, quiso acariciarlos, pero ella tenía otros planes y frenó su mano. Con la otra le robó el cigarro, dio una larga calada y echó el humo sobre su rostro. Continuó entonces desnudándose, permitiendo que sus cuerpos se acercaran más. Se quitó el sujetador y le faltó tan solo acompañar el gesto, cuando éste voló hacia la silla, con una música del estilo tatachán, tatachán, porque los pechos, erguidos como globos, no echaron lo más mínimo de menos la prenda que yacía en el respaldo. Entonces sí, entonces permitió que las manos profanaran el templo a la cirugía. Tal vez los dos Brugal ayudaran, pero él no se cuestionó nada cuando los acarició, los besó y los mordió. Los gemidos sordos ayudaban a coordinar los movimientos. Ella se dejaba hacer, acariciando la sorprendente mata de pelo morena que acompañaba a los labios, razonablemente expertos. No era tiempo para preámbulos, ya no soy una quinceañera, se dijo, y lo empujó a la cama. Terminó de desnudarse y se sentó sobre él. Quería que su coño comprobara insitu si el delito merecía la pena. El test fue positivo, así que volvió al suelo y se desnudó por completo. Que él estuviera vestido todavía le resultaba totalmente intrascendente. Desnuda se recostó en la cama y se acarició el coño entreabriendo las piernas. A buen entendedor pocas palabras bastan. Apuró el cigarro y se situó entre sus muslos. Se dejó llevar por el olor dulzón antes de atacar con la lengua. El calor de los muslos, el sabor de los labios, los gemidos, todo le resultó extrañamente familiar. Se tomó su tiempo, porque entendía que este era el paso que podía permitirle un buen polvo o tal vez un inoportuno, lo siento, mañana madrugo, mejor será que lo dejemos. No olvidó ninguno de los detalles importantes en estas lides, los dedos humedecidos, la lengua constante pero no incisiva, alguna despistada entrada en la cueva. Todos los campos cubiertos, todos los tiempos vencidos. Como quiera que la prueba fue positiva, ella no quiso ser menos. Sácate la polla, dijo. Pudo haber sugerido que se desnudara, que se quitara los pantalones, pero quiso ser expeditiva y soez. Saltó como un resorte. Se desnudó a la velocidad de un superhéroe en apuros y presentó la polla a revista, erguida, como se merecía la ocasión. Ella se deleitó con la vista, porque su desconocido amante, (cayó entonces en la cuenta de que no sabía su nombre) estaba mucho más musculado de lo que parecía a ropa puesta. Después cumplió su compromiso y se arrodilló. Se la metió en la boca sin demasiada delicadeza, lo que provocó el primer respingo en su dueño. Eh, un poco de suavidad y lubricante, hubiera dicho, pero la tomó por el pelo y se dejó llevar. Ayudada por las manos la fue lubricando, cuando ya estaba húmeda al completo, se la volvió a meter en la boca, hasta el fondo, tanto que llegó a sentir el cosquilleo del bello púbico en su nariz. Fue entonces cuando sucedió. Nunca tiene avisos, los ataques llegan cuando llegan, más o menos inoportunos. Y este lo fue en grado sumo. El primer síntoma fue un inoportuno parpadeo, pero con una polla en la boca y el coño chorreando apenas si percató de ello. El verdadero problema fue que la siguiente parte de su cuerpo en entrar en el ataque fue la boca, que se cerró involuntariamente, en el momento en que toda la polla estaba dentro. Después todo ocurrió en décimas de segundo, las que tardó el cerebro de él en entender que el dolor no era transitorio, en mandar al puño la orden de golpearla, caer los dos cuerpos al suelo hasta la estampa que vemos ahora, con ambos ensangrentados, sobre el suelo de la 495 de un hotel de provincias.
Todo empezó en una convención más, rutinaria. Ella, una mujer casada, con tres hijos y una vida anodina. Él, un hombre entrado en los cuarenta con desgana, galán venido a menos, casado también y padre reciente. Se encontraron en la feria, interesantes los productos ¿verdad? Después un cruce ¿casual? en la recepción del hotel. Él no dejó de pensar en sus tetas desde que el escote, perfecto y sinuoso, le sugiriera la pregunta ¿operadas o no operadas? Por eso cuando acordaron una copa en la cafetería del hotel tuvo la respuesta ¿qué cojones importa? Una conversación intrascendente, perfecta para esquivar los temas centrales de sus vidas: sus parejas y los niños. Un hombre con ganas de follar y una mujer ansiosa de ser follada, ¿hay que complicarse más la vida? Así lo entendió ella, cansada, pensando, pese a la excitación latente, en el viaje de vuelta. Mi habitación es la 495 y mi empresa me cubre el minibar, así que la última puede ser en la cuarta planta. Subieron en silencio. Él nunca había sido infiel, ella lo vivía todo con cierta rutina, la misma desgana que se había convertido en su río vital. Una vez en la habitación, olvidado el trámite del minibar, ella tomó las riendas. Lo sentó a los pies de la cama. Él fumaba un cigarro con el estudiado aire de cuando ligar era su modus vivendi. Ella recordó mejores tiempos y se olvidó de las evidencias de su paso. Se desnudó despacio, primero la chaqueta del traje, después la camisa blanca. El sujetador mantenía firmes unos pechos por los que, gracias al bisturí, no pasaba el tiempo ni la lactancia. Olvidadas ya las cuitas sobre la sostenibilidad, quiso acariciarlos, pero ella tenía otros planes y frenó su mano. Con la otra le robó el cigarro, dio una larga calada y echó el humo sobre su rostro. Continuó entonces desnudándose, permitiendo que sus cuerpos se acercaran más. Se quitó el sujetador y le faltó tan solo acompañar el gesto, cuando éste voló hacia la silla, con una música del estilo tatachán, tatachán, porque los pechos, erguidos como globos, no echaron lo más mínimo de menos la prenda que yacía en el respaldo. Entonces sí, entonces permitió que las manos profanaran el templo a la cirugía. Tal vez los dos Brugal ayudaran, pero él no se cuestionó nada cuando los acarició, los besó y los mordió. Los gemidos sordos ayudaban a coordinar los movimientos. Ella se dejaba hacer, acariciando la sorprendente mata de pelo morena que acompañaba a los labios, razonablemente expertos. No era tiempo para preámbulos, ya no soy una quinceañera, se dijo, y lo empujó a la cama. Terminó de desnudarse y se sentó sobre él. Quería que su coño comprobara insitu si el delito merecía la pena. El test fue positivo, así que volvió al suelo y se desnudó por completo. Que él estuviera vestido todavía le resultaba totalmente intrascendente. Desnuda se recostó en la cama y se acarició el coño entreabriendo las piernas. A buen entendedor pocas palabras bastan. Apuró el cigarro y se situó entre sus muslos. Se dejó llevar por el olor dulzón antes de atacar con la lengua. El calor de los muslos, el sabor de los labios, los gemidos, todo le resultó extrañamente familiar. Se tomó su tiempo, porque entendía que este era el paso que podía permitirle un buen polvo o tal vez un inoportuno, lo siento, mañana madrugo, mejor será que lo dejemos. No olvidó ninguno de los detalles importantes en estas lides, los dedos humedecidos, la lengua constante pero no incisiva, alguna despistada entrada en la cueva. Todos los campos cubiertos, todos los tiempos vencidos. Como quiera que la prueba fue positiva, ella no quiso ser menos. Sácate la polla, dijo. Pudo haber sugerido que se desnudara, que se quitara los pantalones, pero quiso ser expeditiva y soez. Saltó como un resorte. Se desnudó a la velocidad de un superhéroe en apuros y presentó la polla a revista, erguida, como se merecía la ocasión. Ella se deleitó con la vista, porque su desconocido amante, (cayó entonces en la cuenta de que no sabía su nombre) estaba mucho más musculado de lo que parecía a ropa puesta. Después cumplió su compromiso y se arrodilló. Se la metió en la boca sin demasiada delicadeza, lo que provocó el primer respingo en su dueño. Eh, un poco de suavidad y lubricante, hubiera dicho, pero la tomó por el pelo y se dejó llevar. Ayudada por las manos la fue lubricando, cuando ya estaba húmeda al completo, se la volvió a meter en la boca, hasta el fondo, tanto que llegó a sentir el cosquilleo del bello púbico en su nariz. Fue entonces cuando sucedió. Nunca tiene avisos, los ataques llegan cuando llegan, más o menos inoportunos. Y este lo fue en grado sumo. El primer síntoma fue un inoportuno parpadeo, pero con una polla en la boca y el coño chorreando apenas si percató de ello. El verdadero problema fue que la siguiente parte de su cuerpo en entrar en el ataque fue la boca, que se cerró involuntariamente, en el momento en que toda la polla estaba dentro. Después todo ocurrió en décimas de segundo, las que tardó el cerebro de él en entender que el dolor no era transitorio, en mandar al puño la orden de golpearla, caer los dos cuerpos al suelo hasta la estampa que vemos ahora, con ambos ensangrentados, sobre el suelo de la 495 de un hotel de provincias.
1 comentario:
Uf Uf Uf va dir ell....
Si algún lector estaba pensando meter la polla en boca desconocida..asegurese antes de que no lleve dientes..igual si la dentadura es muy muy perfecta solo tiene que quitarla....
Y es que hay mordiscos,,,,,
Dafne
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