Esta no es más que la historia de un ladrón no al uso. Un ladrón especial, y por eso tal vez más peligroso que ningún otro. Las autoridades tardaron mucho en darse cuenta de su capacidad delictiva, y aun cuando lo descubrieron, sin ponerle ni rostro ni apellido al delincuente, no fueron conscientes de las posibilidades de sus hurtos, de las verdaderas consecuencias de sus actos. Empezó como por despiste. Un día una señora se levantó alarmada. Llevaba horas leyendo en la cama, una de sus actividades favoritas, cuando se sobresaltó y llamó a su marido a gritos. ¡ Cariño, cariño ¡, ¿puedes venir?. El marido, asustado, acudió a la alcoba de su amada. ¿Qué ocurre, mi amor?. Nos han robado. ¿Cómo que nos han robado?. Sí, sí. El marido echó un rápido y asustado vistazo a la habitación y no echó nada en falta. No entendía a su mujer hasta que esta se explicó. El libro, nos han robado el libro. ¿Cómo el libro?, ¿el que estás leyendo?. Sí, sí, justo este, asintió contenta al fin de ser entendida. ¿Cómo es posible si lo tienes en las manos?. No, claro, espera, no es que nos hayan robado el libro, nos han robado su contenido. ¿Qué me estás diciendo?. Lo que oyes. El marido, hastiado después de un susto de campeonato, arrebató a su esposa el libro. Lo abrió con furia y ojeó las páginas con poca fe. ¿Ves?, ¿has bebido?, el libro tiene las letras. No me entiendes, no me entiendes, ¡ los personajes, me han robado a los personajes ¡. El marido refunfuñó y abandonó a su mujer, que desolada se dejó caer en la cama resignada a no ser entendida. Ese fue el primer caso, pero después vinieron otros muchos. Una joven en el metro, un joven en la biblioteca, un jubilado en el banco del parque, una madre esperando a su pequeño a la salida del colegio, un ejecutivo haciendo tiempo mientras su hija hacía kárate, en la sala de espera de un dentista, en la del quiropráctico, en la del podólogo. Al final las autoridades tuvieron que admitirlo, había un ladrón, un ladrón más hábil que ningún otro, riguroso, metódico, sibilino, un ladrón de historias, de personajes. Nadie sabía como lo hacía, pero de las novelas desparecían los personajes, y los que quedaban, despistados y desolados, eran incapaces de terminar la historia, por lo que el lector se quedaba sin conocer el desenlace. No había forma. La policía, que tardó en dar credibilidad a los rumores, puso a prueba varias veces al ladrón e incluso al propio jefe de la policía, encerrado en los calabozos, fue capaz de robarle a la bella dama de su novela de caballería. Aceptó la evidencia, pero no le dio mayor importancia, hombre de sangre y fuego, no pensó que este ladrón pudiera, por mucho que robara mundos ficticios, desestabilizar el orden que tanto le había costado establecer. Ahí es donde se equivocó el bravo defensor de la ley, ya que la ciudadanía entró en una lenta, progresiva y profunda tristeza. Así pasaron años hasta que un día dejaron de desaparecer personajes, las novelas permanecieron intactas. El jefe de policía quiso vanagloriarse de haber atrapado al ladrón, pero no tuvo criminal que ofrecer a la ciudadanía y tuvo que admitir que si los robos habían terminado era única y exclusivamente porque el ladrón había dejado de actuar. Quedó pues la ciudad en paz, y el jefe de la policía, pese a la parcial derrota, sereno de tener todo bajo control. Hasta que una mañana su hija, su adorada hija se levantó sobresaltada. ¡ Papá, papá ¡, me han robado, me han robado. ¿El que hija?, ¡ mis sueños, papá, me han robado mis sueños ¡.
10 de diciembre de 2007
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1 comentario:
Muy bueno. Y muy real, sólo que aún no nos hemos dado cuenta.
Un abrazo.
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