6 de agosto de 2007

TAXISTA


Coger un taxi no es ninguna tontería. Y no me refiero al precio, que en el caso de los aeropuertos y los barrios de la periferia puede ser alarmante (8.000 pesetas por llevarte a casa con las maletas, madre...) porque en el fondo tenemos suerte de tener un metro que en hora y media nos lleva a cualquier sitio. Me refiero a que te pones en manos de un tipo al que no conoces de nada, no tienes referencia alguna y no tienes posibilidad de ver cómo es. Ya, ya sé que eso nos pasa en otros órdenes de la vida, pero este es tan común y el riesgo tan latente que da que pensar. Porque no sabes si es aficionado a la velocidad y justo hoy ha decidido poner en práctica todo lo aprendido de Alonso en los madrugones domingueros frente al televisor. O si es de los que después de comer, con cañita previa, vino en la mesa, gusta saborear el postre con dos orujos de la tierra. No sabes si es un sociópata, un violador o vaya a saber que otras patía se nos podrían ocurrir. Tú llegas, te montas, le dices el destino y estás en sus manos. He pasado ratos de verdadero miedo (otros, también es verdad, de animada charla y tranquilidad) y me han contado decenas de sucesos en los que el taxista se picaba con otro coche, se saltaba semáforos, iba a una gran velocidad. No puedes hacer nada. Es más, si le dices algo suele ofenderse, y lo mismo le da, por joder, por ir a treinta por la autopista. Me da respeto, no lo puedo negar, y cuando voy con mi hijo mucho más, sobre todo porque no llevamos un cinturón específico para él y soy de esos padres intransigentes con las medidas de seguridad.
En fin, que no tengo nada contra los taxistas, y los que me conocen lo sabe (en casa del herrero...), pero la última vez que me monté en uno le miré a los ojos y pensé ¿cómo será este tío que me va a llevar a mí y a mi familia a casa por autopista, calles y semáforos?.

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