3 de agosto de 2007

LA VUELTA


El fin de las vacaciones vienen siempre acompañadas de una sensación de pérdida que los expertos (que como diría Javier Fesser no son más que aquellos que dejaron de ser pertos) han decidido llamar síndrome postvacacional. Y es que cualquier acepción científica que venga acompañada de síndrome o post tiene un remanente añadido de verdad. Uf, eso tiene que ser gravísimo, es todo un síndrome y además con post. Pero yo creo que hay algo más. Para mí el fin de las vacaciones será siempre la imagen de mi abuela en la puerta de su casa del pueblo, diciendo adiós con una mano, mientras que con la otra se secaba las lágrimas. Seguro, segurísimo que durante los más de dos meses que tuvo a sus diez nietos (las dos últimas llegaron mucho después) cada verano maldecía su suerte persiguiéndonos para que comiéramos, nos bañáramos o subiéramos del corral a merendar. Y seguro, segurísimo, lloraba cada final de verano al vernos marchar en nuestro dyane 6, nuestro talbot horizón o nuestro renault 12. Ese será siempre mi síndrome postvacacional. Los nietos nos volvíamos, algo masoquistas, para decirle adiós con la mano tras el cristal. Era un bucle de tristeza que duraba lo que tardaba el coche en doblar la esquina. Salvo para ella, que se quedaba con su síndrome de paredes vacías y silencio. Ese era el silencio postvacacional.
Hoy, preparando las maletas para volver a Madrid, tengo una sensación extraña, de nostalgia y de espejo. Lo normal es que sintiéramos tan solo pena de separarnos de nuestros buenos amigos canarios, a los que queremos mucho, pero esta vez pareciera como si la isla fuera mi abuela, sobre el escalón de su portal, diciéndonos adiós. Somos en realidad nosotros quienes nos sentimos huérfanos al abandonarla, pero pareciera ser ella la que se entristece. Es el efecto espejo. El humo que se adivina todavía tras su imagen en el escalón es lo que nos deja definitivamente tristes. Algo se ha quedado aquí, y nos tememos que se ha quedado para siempre.

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