4 de agosto de 2007

GIGOLO;Capítulo noveno: desnudos


Lleva toda la tarde con la sensación de que acude a su primera cita. Los nervios frente al espejo, las dudas al elegir la ropa, pantalones de pinzas marrones, elegantes, camisa negra moderna, entallada, generosa con su cuerpo. Pelo perfectamente despeinado. Rostro impecablemente afeitado, suavidad para los besos. Crema corporal, desodorante caro, colonia de marca. Ha llamado Eduardo. ¿Unas birritas en el Chacón?, el bar de siempre. No, tío, hoy no puedo, he quedado. ¿Con la loca esa?. ¿Por qué la llama así?. No, con Sofía. Silencio al otro lado. ¿La enfermera?. Sí, la enfermera. Eres un hijo de puta, de verdad que no lo entiendo, es que es la leche. No te enfades. No, tío, no es que me enfade, pero unos tanto y otros tan poco. No me seas llorica, mañana hablamos. Vale, follador alado, mañana hablamos, y suerte; ah, y ten cuidado, para mí que te tiene enganchado. Gracias, no problem, sigo siendo yo, recuerda, Adrián. Ya, ya. ¿Sigue siendo él?, ¿aquél que no daba teléfono alguno a una mujer?, ¿que no volvía a repetir si en la primera cita no había sexo?. Se mira al espejo, elegante, lustroso, se busca y se reconoce. Reconoce al tipo moderno y bien vestido que clona el cristal, pero no tanto al que parece estar acabando de un plumazo con una década donjuanera. No se trata de que hasta ahora se considerara condenado a morir solo, con miles de muescas en su cinturón, pero sin conocer eso que llaman amor. Era más bien un intento perpetuo de ponerle las cosas difíciles a Cupido. Nunca se ha cerrado en banda a nada, no le gusta dramatizar, ni convertir el amor en una inapelable meta a la que llegar o de la que alejarse irracionalmente. Eso hace que lleve con naturalidad la novedosa situación con Sofía. También hay inquietud, no lo puede negar, por indicios y detalles como haberle hablado de ella a su madre. Mamá, he conocido a una chica. Ella lo miró con ojos de quien lo entiende todo sin palabras. ¿Te gusta?. No le importaba si era rubia, alta, fea, lista, trabajadora, lo único importante era si le gustaba a su hijo o no. Sí, mamá, claro que me gusta, pero también me gustaron otras. ¿Entonces?. Pues no lo sé, el caso es que no busco lo de siempre. Eso tiene un nombre, pero conociéndote, seguro que no te gusta como suena. Sí, mejor que no lo digas. Rieron los dos y siguieron, cada uno a lo suyo, con la televisión zumbando, ignorada, en un rincón del pequeño salón. Ella estaba contenta, nunca antes su hijo le habló de mujer alguna. Tenía constancia de que no solo era amor de madre que lo viera como el hombre más guapo del mundo, después de su padre, claro. Sin embargo, era la primera vez que mencionaba una mujer, como una entidad que busca un sitio en sus vidas. Le gusta la idea. Ella estuvo perdidamente enamorada de su marido, el utópico de tu padre, suele llamarlo así, con cariño y reproche, por sus sueños, por su constante búsqueda de una libertad que murió sin apenas haber saboreado. Eso la hizo feliz. Con la muerte y el dolor, nada parecía compensar. Fue la serenidad que da el paso del tiempo la que hizo que no se sintiera tan traicionada y aprendiera a vivir del recuerdo. Entonces, aun triste, supo como añorarlo gozando de su memoria. Por eso era tan importante pensar que su hijo había encontrado a alguien, alguien que lo hiciera sentir como su marido hizo con ella, la persona más especial del mundo. Mientras tanto él no se atreve a llamarlo amor. Sabe que es algo más que otra mujer en su casillero. De hecho no es, técnicamente, otra muesca en su bandolera. Pero no tiene valor para darle nombre. No, todavía no.
Cuando sale, camino del restaurante, está mucho más tranquilo. Va pensando en otras cosas, distraído. Ha decidido ir en taxi, demasiado esfuerzo su descuidado pelo como para perderlo de un plumazo. Piensa incluso en María, a la que ya se reconoce insanamente adicto, extraña y perturbadoramente adepto al credo de sus juegos. Sigue asustado. En los últimos encuentros María ha instalado una novedad, mientras hacen el amor tiene que decirla que la quiere, que la adora, que no hay nadie en el mundo que le haga sentir igual. Con cualquier otra mujer sería un juego más, como grabarse en vídeo, o los orgasmos en la espalda, o los gritos en la ventana. Pero con ella no, ella pareciera ser capaz de matarlo si no contestara de inmediato. Mientras sudan, cuerpo con cuerpo, mientras responde, le resultan excitantes los requerimientos verbales. Pero después, en la soledad, va construyendo una María hecha de arrebatos posesivos, de miradas de odio, de ojos infernales e incendiados, de exigencias máximas, y siente miedo. No hace mucho María decidió atarlo a la cama. No tuvo tiempo de reaccionar, estaba sumido en los placeres del sexo oral cuando una mano rodeó con una tela su muñeca, rápida, ágil, y la ató al cabecero de la cama. Después, llegó la otra. María se sentó a horcajadas sobre él, instalando la polla cuidadosamente dentro de su coño. Hace tiempo que el preservativo ha desaparecido de sus juegos. ¿Quién es la mujer que más te hace sentir en el mundo?. Se lo dijo apoyando las manos en su pecho e iniciando los primeros movimientos, todavía pausados y serenos. Pues no lo sé, bromeó él, sin entender la gravedad de la pregunta. María se detuvo, agachó el rostro y le dio un pequeño mordisco en un pezón. ¿Quién te hace sentir como yo?. Le gustaba el juego, así que siguió. Bueno, pues hay un par de ex compañeras de la facultad que...no tuvo tiempo de terminar, otro mordisco, esta vez más intenso, hizo que se riera. Bueno, bueno, hay tan solo otra. María volvió al pezón, y está vez le dio un largo mordisco que hizo gritar a Adrián. Joder, me vas a arrancar el pezón. ¿Qué te crees?, ¿qué me importa?, es mío, así que hago con él lo que quiera, ¿cuándo te vas a dar cuenta de que todo tú eres mío?. Pues no lo sé. Otro mordisco, ahora tan fuerte que tuvo que cerrar los ojos para canalizar el dolor en silencio. ¿Quién te hace sentir más que nadie?. Tú. Gritó, entendiendo que no podía andarse por las ramas. ¿Quién te come la polla como nadie?. Tú. Empezaron de nuevo los movimientos, ahora más bruscos, déspotas y brutales. Las dos caderas colisionando en el aire. ¿A qué sabe mi coño?. A miel. Los saltos eran tan bruscos que la cama empezó a desplazarse y a golpear contra la pared. ¿A qué saben mis tetas?. A mar. Se agarraba a los pezones con los dedos, pellizcando sin control alguno. Pero Adrián ya no sentía nada, tan solo el orgasmo, que desde la espalda llamaba pidiendo paso. Me voy a correr, ¡para, para, que me corro!. Pero María no le hizo caso. Siguió, y siguió, hasta que sintió en su interior la invasión caliente del semen. Y tampoco se detuvo. Adrián, que había sentido uno de esos orgasmos que dejan el pene hipersensible, intentaba zafarse de ella, que lo desatara y que lo dejara acabar de otro modo el trabajo incompleto. Pero María quería verlo gritar, apretar los dientes, suplicar clemencia. Y siguió, siguió moviéndose, cada vez más poderosa, con los ojos bien abiertos, para no perderse un solo detalle del pequeño drama que se representaba en cada embestida. Adrián estaba a punto de rogar que se quitara de encima cuando, por fin, María lanzó al aire un grito. Fue un gemido animal, el aliento anárquico saltándose el control de la mandíbula contenida, de los dientes apretados. Se movió un par de veces más, sin brusquedad, sin violencia, pero con mucha fuerza, apretándose ferozmente contra él. Después se dejó caer a un lado y, sin desatarlo, se encendió un cigarro y se puso a hablar, algo inusual, ya que lo acostumbrado era que después del sexo llegara la ducha solitaria a modo de despedida. ¿Por qué vas a dejar el trabajo?. Podía ser una pregunta inocente, tal vez si hubiera sido Eduardo hubiera respondido y el asunto quedaría zanjado en segundos. Pero había varias razones por las que Eduardo nunca hubiera hecho esa pregunta, una de ellas que desconocía su intención de abandonar la beca. ¿Por qué ella no?. ¿Qué trabajo?. Era una forma de ganar tiempo, de intentar ver por donde venían los tiros. La beca, ¿por qué dejas la beca?. Joder, pensó, esta tía me espía, es imposible de otro modo que sepa que tengo una beca. ¿Cómo sabes lo de la beca?. Y lo que era peor, ¿cómo sabía que tenía intención de dejarla?. Dios mío, Adrián, es que sigues sin darte cuenta, me perteneces, eres mío, tengo que saberlo todo. No me vengas con pamplinas y dime como sabes que tengo ese trabajo. Yo lo sé todo, aunque no te lo diga, lo sé todo. Estaba realmente inquieto, y si unas cintas no lo ataran a la cama, probablemente se hubiera marchado. Bueno, ya estamos, ¿no te das cuenta?. Ella parecía feliz con su desconcierto. Yo te quiero, quiero que estemos así para toda la vida. Vale, pero dime lo del trabajo. Que pesado estás, he hablado con la directora de recursos humanos, nos conocimos no hace mucho en la presentación de una revista de economía, me parece una persona interesante, estaban muy contentos contigo, y eso que no te conoce aquí, con esto. Le dedicó una tierna caricia a su pene. Era increíble, se sentía más desnudo por dentro que por fuera. ¿Qué más sabía de su vida?, ¿sabía la razón del fin de la beca?, ¿conocería a Rocío?, ¿le habría contado ella que como regalo por sus tiernos servicios, así los llamó, le iba a regalar un carísimo y prestigioso master para que pudiera entrar en una multinacional de la que era consejera?. ¿Podría saberlo eso también?. Y, ¿te ha dicho mi jefa por qué dejo la beca?. No, me ha dicho que quieres estudiar, y no me parece mal, lo único que si necesitas algo, se acercó entonces a él, por primera vez con ternura y empezó a desatarlo, dinero, un lugar, o lo que sea, que cuentes conmigo, ¿vale?. Vale. Pero lo que necesitaba era sentirse libre, escapar. Por eso fue él quien se puso esta vez en marcha primero, a toda velocidad, fingiendo una cita que no tenía. Se vistió atropelladamente, cogió su dinero y se marchó. El portazo no le permitió escuchar un hasta pronto, vida mía.
No le gusta que María sepa tanto sobre él. Aun así, se le va olvidando, vuelve a su casa, vuelve a los orgasmos, a los juegos, a los gemidos y se pierde en la brumosidad del deseo hasta que vuelve un ataque posesivo. Es verdad que, como hoy, sin motivo aparente, le vienen a la memoria esos arrebatos caprichosos, esos vas a ser mío para el resto de tu vida, pero son pensamientos que como vienen se van. Le acaba de ocurrir ahora. Cuando paga al taxista y se acerca a una cafetería cercana para hacer tiempo, ya no recuerda haber pensado en ella, ni el miedo, ni la desazón. Ahora se concentra en las sensaciones de la espera. Una dulce inquietud, desconocida hasta la llegada de la preciosa enfermera. A la hora prevista deja la cafetería y se va hasta la puerta del restaurante. Se arrepiente de no fumar y poder así matar los nervios. Ella viene también en taxi. Elegante, con un vestido negro de largo escote, algo ajustado, ligeramente por encima de las rodillas, dándole a su cuerpo las dulces formas de una mujer hermosa y sensual. Se acerca sonriente y segura, y Adrián se sorprende de ser él el que parece inseguro y con dudas. Pero no sabe que para Sofía esta es una noche muy especial, tal vez la más especial. Mira, Cristina, ya sé lo que vas a decir, pero mañana quiero que todo sea perfecto, deseo hacer el amor con Adrián y que nada salga mal. Estaban en casa de Cristina, con Calamaro de fondo y su amiga se emocionó tanto con la idea que se puso a dar vueltas por el salón, con la camiseta sobre la cabeza y los brazos en cruz canturreando oeoeoeo, como si fuera un goleador victorioso en la final de un mundial. Me alegro mucho, le dio un abrazo cuando por fin dejó de hacer el futbolista. Mira, le dijo en plan maestra, no le des más importancia de la que tiene, vas a hacer algo que el ser humano lleva toda la vida haciendo, y no pasa nada si sabes donde estás y te dejas llevar. Ya, pero no quiero que se estropee, no quiero estar nerviosa, quiero estar a la altura. Cristina le hubiera dicho que de sentir miedo debería reclamarle a sus padres, a su educación, pero la quiere, así que olvida cualquier cosa que pudiera enturbiar la noche. Bueno, en ese caso lo único que debes saber es la norma de ida y vuelta del sexo: haz todo lo que quieras y no hagas nada que no quieras. Todo vale, cariño, todo lo que te haga sentir, nada es sucio o indigno si hay respeto y voluntad, disfruta, es todo lo que te puedo decir. Vale, he pensado una cosa, voy a reservar una habitación, en un hotel o algo, quiero sorprenderlo con eso. Madre, mi niña, que valiente, yo creo que necesitas menos ayuda de la que te crees. Esa es su sorpresa. Ha reservado un apartamento de lujo en un edificio del centro de la ciudad. Su gran apuesta, su ya ha llegado el momento. Echar el resto, jugarse el alma. Aunque le cueste reconocerse en estas iniciativas tan valientes, así es la Sofía que nace con Adrián, entregada, dispuesta, repleta de vida. También se conoce, y sabía que llegado el momento sería valiente y decidida, como en todo lo demás. Lleva semanas sin aparecer por la parroquia. No lo echa en falta, es más, se siente extraña al pensar en ellos, convertidos casi en una rémora, en un recuerdo lejano. Es absurdo, porque no hay nada incompatible, piensa, cuando está Dios de por medio, pero siente pereza, demasiada, y no encuentra el momento. Como Adrián, ha pasado toda la tarde inquieta, revisando hasta la última prenda de su vestuario para no fallar, para no cometer un error, buscando siempre la seguridad, y, ¿por qué no?, gustarle a él. Ni demasiado elegante, que no parezca que voy de nochevieja, ni tampoco puritana, que quiero que me desee tanto como yo a él. Le gusta darse cuenta de las cosas que le hace decir su estado febril de recién enamorada, se siente así alocada por la pasión y más viva que nunca.
Cuando se encuentran y relucen las dos bellezas, una frente a otra, con la entrada del restaurante como marco, están sonrientes y excitados. Se abrazan y Adrián la besa con tanta ternura en la mejilla, que siente un ridículo deseo de llorar. En el abrazo evidencia la silueta de Sofía, más dispuesta que nunca, más entregada al contacto. Eso hace que despierte el cazador, que, para romper el incómodo encanto de la ternura, cuantifica y fantasea con la hermosura del cuerpo que descansa entre sus brazos, imaginándolo jadeante y entregado. Estás preciosa, arrebatadoramente hermosa. Tú también estás muy guapo. Ninguno de los dos ha mentido. De la mano entran en el restaurante. En lo que antes fue la platea del teatro tienen reservada una mesa. Velas y una botella de vino blanco muy frío. Mientras comen, hablan, y hablan, y bromean. Alguna caricia, algún beso sazona los platos y las palabras, las copas y los brindis. Pareciera como si dentro de ellos los tradicionales papeles se hubieran intercambiado. Ella se siente perturbada por su presencia, pero porque no deja de imaginarlo desnudo, suspirando, ella abrazada a ese cuerpo que adivina hermoso y solícito. En cambio él sigue sumido en una espesa bruma de ternura, aderezada por el vino, con incontrolables deseos de abrazarla, sin más y acariciar su pelo con dulzura. Incluso, cuando han estado hablando del trabajo, de las ilusiones futuras, se ha sentado a las puertas de la sinceridad y durante un instante se ha imaginado hablando de Luz, de María, de Rocío y de las otras mujeres de las que ha vivido en todo este tiempo. Por suerte, piensa mientras apura otra copa de vino, ha encontrado la lucidez para controlarse y cerrar esa maldita puerta. Sofía sigue guardando el secreto de fin de noche, un plan que cada vez le parece más maravillosamente perfecto, y lo saborea con infantil entusiasmo. Adrián prefiere, durante la cena, no pensar en nada más que en disfrutar, en dejar que el tiempo pase dulcemente entre ellos. Un pequeña discusión simbólica, no, pago yo. No, no, de eso nada, a medias. Que no, que no, no solo te invito porque me apetece, sino porque te lo debo, por lo de mi prima, que está saliendo todo muy bien y estoy muy contento, quedamos en eso ¿no lo recuerdas?. Vale, perfecto. La cena terminada. La ciudad, festiva y ruidosa, los recibe a la salida. ¿Te apetece una copa en un lugar tranquilo?, propone Adrián. No, tengo pensado algo. Ahora está muy nerviosa, no por lo que va a ocurrir en el apartamento, sino por la sorpresa, por lo desconcertado que se encuentra Adrián, ella dueña de la situación por completo. ¿Has pensado algo?. Ni por asomo llega a imaginarse un final así, él no se hubiera atrevido a sugerirlo y jamás esperaría, por su puesto, que lo hiciera la dulce Sofía. Vamos a pedir un taxi. ¿Es una sorpresa?. Sí, es una sorpresa. Perfecto, me encantan las sorpresas. Se imagina camino de un lugar romántico, tal vez una terraza con vistas a la ciudad, con música ligera. Circulan por la urbe en silencio, cogidos de la mano como por descuido, escuchando de fondo la radio del taxi y los ruidos lúdicos de la noche. Mientras van camino de Plaza de España Adrián ojea a un lado y a otro cada vez más intrigado, no imagina el lugar al que pueden ir y contiene su curiosidad para no romper el encanto. Se paran frente al emblemático edificio blanco y la curiosidad se multiplica. ¿Dónde coño vamos?, hace años que cerraron la terraza de la azotea, aquí no hay más que oficinas y apartamentos. Cuando Sofía vuelve con una llave, sonriente y nerviosa, no quiere creer lo que ve y piensa, demasiado hermoso para imaginarlo y que luego la realidad sea otra. En el ascensor, con más de veinte pisos de intimidad, Sofía lo besaría, se lanzaría sobre él, pero no lo hace, está agarrotada por los nervios y la expectación. Pero Adrián no. Ya no. Se deja caer de espaldas contra el aparato que los eleva al cielo, y después la atrae hacia él con cariño, con la mirada puesta en esos preciosos ojos. La abraza por la cintura y un largo beso los funde en un suspiro. Cuando se abren las puertas sus lenguas todavía juguetean y sólo se deciden a soltarse, perezosas, para que el resto del cuerpo pueda salir. En la habitación les espera la música suave, el olor afrutado y la luz de la velas. Todo estudiado por Sofía. No hablan. Nada hay que sus manos, sus labios y sus cuerpos no estén diciendo ya. Tampoco tienen prisa, la noche es eterna. Gozan con plenitud del beso, como si nada más hubiera en el mundo que sus bocas. Sofía se aferra al cuello con las dos manos, quiere dejarse llevar, que el torrente que la azota se desborde, que lo inunde todo y que su vida cambie para siempre. Adrián está sorprendido de la ternura y cierra los ojos con fuerza, buscando en la oscuridad el marco para que sus labios y su boca, y sus manos, no pierdan detalle. Siente el dulce peso de las curvas de Sofía contra su cuerpo. El pecho, los brazos que se abrazan con fuerza, la pelvis, carenciosa y juguetona. Pasito a pasito se van acercando a la inmensa cama. El beso no cesa y tropiezan varias veces. Poco importa, todo aquello que quiere encontrar lo tienen a medio milímetro de su alma. Al fin siente el somier en sus gemelos y se detiene. La quiere desnudar con calma, sin dejar de besarla y acariciarla, que sus cuerpos no pierdan la fusión del baile. La da la vuelta y la abraza por la cintura. En el camino sus antebrazos han sentido la turgencia de los pechos y hubieran dado sus huesos por quedarse en ellos. Pero no tiene prisa, ninguna prisa. Retira una cascada de pelo del cuello para poder besarlo y ella lo agradece con un suspiro, y abrazando esas manos que se han ceñido con fuerza a su cintura. En la espalda siente la evidencia de la excitación, un bulto caliente que se oprime contra ella. Los dedos expertos de Adrián abandonan la cintura y comienzan a trabajar. Las manos, llevando sobre ellas las de Sofía, que no quieren perder la fusión, ascienden a los pechos y los amasan tiernamente. Es la primera vez que sus dedos sienten esos volúmenes. Le gustan. Dos maravillosos fragmentos de la belleza de Sofía de una dureza fascinante y arrogantemente cercanos a la perfección, o así los siente, que es en definitiva lo que sus dedos y él necesitan. La mano derecha se adentra en el escote y enloquece con el suave contacto de la piel y el terco roce del pezón. Sofía busca el poderoso cuello que hay a su espalda, para hacerle entender a Adrián lo que está consiguiendo con sus juegos. Y gime, abandonada por completo a sus sensaciones. Adrián deja que la mano derecha se deleite en la miel del pecho, mientras la izquierda se desliza por la espalda en busca de la cremallera, tanta ropa empieza a estorbar. El sonido de los dientes metálicos invade a los dos en un maravilloso segundo de tensión. Desamordazado, el vestido se desliza por la silueta de Sofía, deteniéndose un segundo en los pechos, como si quisiera llevarse de ellos el último recuerdo antes de caer, olvidado, al suelo. Sofía ha preparado toda la noche al detalle, así que su ropa interior, la que ha provocado un suspiro leve y maravilloso, está cuidadosamente elegida: un picardías de color rosado, algo transparente y ajustado, y unas braguitas tanga, por su puesto, de rojo pasión. Sigue de espaldas, y le gusta sentir la presencia oculta de Adrián tras ella. Escondida a la vista, pero no al resto de los sentidos. Ahora él desliza las manos por la cintura, las dos, suavemente, sin dejar de besar el cuello, escuchando los gemidos y los latidos del corazón de ambos, fusionados en una intensa escalada. Cuando llega a los muslos, detiene el descenso e invierte el proceso, llevándose en el camino el picardías secuestrado. La paulatina desnudez seduce sus sentidos. Sofía eleva los brazos para que la prenda abandone su cuerpo, y así los dedos de Adrián, que lo hacen todo con una rémora de sensualidad, se deslicen también por ellos. Cierra los ojos y se abandona al completo, los atisbos de control que le quedaban, de pudor, caen con el picardías a los pies de la cama. Desde ahí, en esa postura, ofrece su cuerpo sin reticencias, rendidas las naves, los dos pechos, la cintura, el sexo, todavía cubierto por el tanga, para que los dedos se paseen con parsimonia, con apenas un leve roce. Van desde el cuello, donde los huesos de la clavícula hacen de trampolín hacia el pecho, ahí se demoran, serpenteando anárquicamente. Los pezones, como las estrellas al peregrino, le indican que va por el buen camino. Agradece la información con caricias, y algún pellizco suave que hace que Sofía se estremezca, y todavía con los brazos en alto, lleve las manos hasta la nuca de Adrián. Éste sigue su camino por los costados, cinco dedos bailando a cada lado una danza descendente cargada de sensualidad. Los caminos se cruzan en el vientre y ahí se detienen. Es entonces la lengua, y los labios, los que entran en juego. Desde el cuello va descendiendo por la espalda en un zigzag tierno, aunque algunos besos mueren ya cargados de una pasión incontrolada, yaciendo definitivamente como mordiscos sobre la piel húmeda. Sofía lo agradece todo. Su respiración es tan profunda que empieza a marearse, pero hasta eso resulta placentero, sumiéndola en una nube de sensaciones maravillosas. Adrián llega con los labios a la altura donde las manos se detuvieron y juntos bajan lentamente el tanga, primero hasta las rodillas y después hasta el suelo. Sofía levanta primero un pie, luego otro, para después alejar la ropa que quedaba en el suelo. Está desnuda, frente a un hombre arrodillado y casi desconocido, y la turbación que siente es por el deseo, el anhelo de que ocurran todas las cosas, de que empiece la definitiva batalla entre los cuerpos. No reflexiona, de eso se trataba, sabia Cristina, de dejarse llevar. Lo que no podía imaginar era que resultaría inevitable hacerlo. Adrián permanece arrodillado, con las manos a la altura de la cintura, y besa mientras tanto la carne firme del culo, unas nalgas suaves y cuidadas que saborean cada mordisco, cada lengüetazo como una victoria. Sofía busca a su espalda la cabeza de Adrián, no quiere perder ese contacto, una forma, como lo son los gemidos, aunque no lo sepa, de decir, así, sigue, me gusta. Y le gusta, le gusta mucho sentir las manos amasando su carne, los labios, la lengua, los dedos, los dientes, y la evidencia de sentirse desnuda, dispuesta a entregarse, a que Adrián se entregue igualmente, va entendiendo que en el sexo siempre hay dos que se dan. Adrián se pone de nuevo de pie y con ternura la da la vuelta. Ojos frente a frente. Sudor. Jadeos. Anhelo. Él sigue vestido, así que Sofía se pone manos a la obra. Está nerviosa y se enreda con los botones de la camisa. Adrián la deja hacer, le gusta la idea de que lo desnude, mientras sigue acariciando suavemente su cuerpo. Sofía, cada vez más nerviosa, se pelea uno tras otro contra cada ojal y cada nuevo botón. Él, ajeno, persigue el rastro de su propia mano en la piel chocolate. La silueta que dibujan sus dedos le gusta, la cintura marcada, una cadera hermosa, unas piernas bien cuidadas, algún que otro moretón, tal vez de jugar con un hermano pequeño, piensa. Los pechos ya conquistados. Por fin, Sofía logra desembarazarse de la camisa, a la que lanza con rabia, entre risas, contra la pared. El espectáculo la deja un instante en silencio. Un cuerpo donde cada músculo parece dibujado con tiralíneas, perfectamente depilado. Su cerebro había trazado un plan, primero la camisa, después los pantalones, el resto y luego ya desnudos, dejarse llevar. Pero los sentidos, abanderados primero por los ojos, que han visto el paraíso en ese pectoral, y luego los dedos, que se han lanzado a la conquista, han dado un golpe de estado. A esos primeros dedos, que han reconocido el terreno y lo han gozado con pleno deleite, le siguen los labios primero, que toman posesión que cada curva, de cada protuberancia, y después la lengua, que certifica a lametazos la conquista. Después sí, después vienen los pantalones, con los que tiene menos problemas, tan sólo media docena de instantes. En ese proceso sus manos han encontrado un regalo inesperado, el contacto del pene de Adrián, tan erecto que cuando intenta llevar los pantalones al suelo, estos se detienen forzados por la polla, que como un mástil celebra su erección al aire. Una fuerza extraña, novedosa, que le recuerda la brumosa mañana en la que se masturbó por primera vez pensando en él, la obliga a lanzarse a esa protuberancia, con la lengua, con la boca, sintiendo bajo la liviana presencia del calzoncillo todo el vigor del sexo masculino. Sólo entonces se decide a que pantalones y calzoncillos sigan el mismo camino que el resto de la ropa. Adrián, hábil, se quitó antes los zapatos. Ahora están los dos desnudos, y siguen las caricias, los besos, los cuerpos buscando la fusión, las pieles que agradecen el roce. Poco a poco Adrián va girando sobre sí mismo, llevándose en el baile el cuerpo de Sofía, hasta recostarlo en la cama. Ella se deja caer. Recostado también a su lado, vuelven los besos, primero en el cuello, que provocan, como siempre, largos suspiros, después desciende hasta los pechos, donde se demora, donde la lengua decora con su humedad los hermosos pezones erectos. Sigue el descenso hasta el vientre, de un lado a otro, bandazos calientes que lo llevan hasta la pelvis, la curva de las caderas y por fin, al sentir el roce del bello, asciende de nuevo, el mismo peregrinaje en busca de los pezones, el cuello y los labios. Ahí se funden las bocas, y con la mano, lentamente, siguiendo el curso de su propio paso húmedo, desciende otra vez. Sofía cruza las piernas, movida por una ancestral timidez, hasta Adrián las separa tiernamente. Al fin, después de demorarse un instante en la cadera, la mano llega al sexo. Reconoce el entorno, sabe que sus dedos no están húmedos, pero no puede volver, ahora que les ha enseñado el néctar no puede dejarlos sin su regalo. Busca la humedad anhelada en el propio sexo, que se va abriendo a su paso, como una flor. Evita el clítoris, reserva ese maravilloso botón para cuando sus dedos hayan pasado por otros lugares calientes y húmedos. El resto de la cueva es explorado con paciencia. Al norte sus bocas siguen sellando el deseo. Con la misma calma con la que lo hace todo, se coloca sobre ella, dejando atrás el trabajo que sus dedos, enfadados con la pérdida de protagonismo, echan de menos al instante. Sofía abre sus piernas para que se pueda instalar, y se abraza a él con brazos y piernas y mucha firmeza. Sus sexo, en el proceso, se han rozado un par de veces, despidiendo descargas eróticas a los cerebros, invitaciones para un postre especial. Adrián apoya su peso en los codos, no quiere que nada interfiera en el placer de Sofía. Se mueve ligeramente y ella, concentrada en sus propias sensaciones, responde de igual modo sin voluntad aparente. Con ese movimiento Adrián va deslizando su cuerpo por el camino conocido, aderezándolo otra vez con besos y caricias. Instala su cabeza entre las piernas, mientras Sofía se incorpora y se sorprende de la belleza de la estampa. Sonríe de verse a sí misma así, feliz, desnuda, convulsionada, jadeante, con las piernas abiertas y un rostro y una lengua dispuestos a deslizarse a sus profundidades. Deseando que eso ocurra. Cuando la lengua pasea por primera vez, de sur a norte, cruzando todo su coño, no puede evitar cerrar los ojos. Se aferra a la sábana, con la sensación de que con ese lengüetazo se ha abierto algo más que su sexo, y que su cuerpo entero parece suspendido en el vacío. La legua vuelve a deslizarse. Siempre despacio, siempre incisiva, siempre húmeda. Ella se aferra con más fuerza, primero a las sábanas, que se retuercen entre sus dedos, y después a la cabeza de Adrián. Cuatro o cinco lengüetazos después son los labios, y no sólo la lengua, los que se funden en el pozo salado. Son besos prolongados, en los que por fin el clítoris ocupa su trono, con la lengua concentrada en saciar su sed. Serpentea sobre él sin demasiado contacto, como un insecto que sobrevuela, juguetón, el néctar sin decidirse a entrar en la flor. Sofía siente de forma confusa, no tiene fuerzas para saber de dónde proviene cada arrebato de sensaciones, porque todo se mezcla muy dentro de ella convertido en un río de lava caliente. No se da cuenta, pero va presionando más y más la cabeza de Adrián. Busca estirar las piernas, poner en tensión la espalda, la pelvis, la abdominales, todo lo que el cuerpo le pide para aumentar el placer. Entre la lengua y los labios Adrián ha dejado, como por despiste, un dedo, que incisivo ha ido buscando su sitio y ya está dentro, recibiendo la evidencia de la excitación en forma de cálida y húmeda presión. No suele impacientarse, ni trabajando con las mujeres maduras que lo buscan, pero jamás en su vida había sentido tantos deseos de penetrar a una mujer, de instalarse dentro, de hacerla gozar. Por eso cesa en su juego y se instala sobre ella. Sofía quisiera besar ese sexo que se dispone a llenarla, devolver las sensaciones, lo vivido, lo gozado, pero no le quedan fuerzas más que para aferrarse a Adrián, expectante, jadeando, luchando por seguir consciente. Él quisiera entrar ya, tentado está de hacerlo, pero hay un pequeño problema, un lastre incómodo, el preservativo. Los tiene en la cartera, eso supone alejarse de ella y es dolorosa la sola idea de imaginarlo. Sofía entiende los gestos desconcertados que acompañan a los besos y extiende la mano para sacar de la mesilla, junto a la cama, un par de preservativos. Ahí se acaban sus fuerzas. Adrián sonríe, feliz y sorprendido, y con ansias cubre su polla. Al instante se vuelve a colocar sobre ella. Podría entrar sin dilación, buscar la cueva del tesoro sin más preámbulos que los besos cariñosos que ya da. Pero quiere que Sofía participe, que sea quien lleve su pene al centro del placer, allá donde nace los gemidos más profundos y sinceros, que forme parte todo del baile perfecto. Coge su mano e incorporándose lo necesario la lleva hasta la polla. Sofía entiende la demanda y, después de deslizarla unos instantes, como pidiendo permiso, por los labios, por el clítoris, la lleva dentro, sin reflexión, sin valorar que es la primera. Un intenso calor la invade, como el que desprendía la lengua a su paso, pero ahora más concentrado y profundo. No hay dolor, ni los ancestrales e infundados miedos, que se volatilizan con la primera embestida, certera y directa. Adrián pone en marcha toda su sabiduría y su paciencia. Se mueve con fuerza, sin salirse, buscando con su pelvis el calor que necesita el sexo y el clítoris, donde todos los mundos de Sofía parecen haberse concentrado. Mientras tanto la besa con ternura, con mucha dulzura y la siente gemir, arrastrar sus uñas por la espalda, acompañar con la pelvis sus empeños. Sofía sonroja sus mejillas, evidenciando su excitación. Se la ve feliz, hermosa, pletórica. Eso dispara los sentidos de Adrián, que siente cada vez con más certeza la presencia del orgasmo. No quiere detenerse. Todo parece discurrir con tal perfección que no invita a aventurarse, no le apetece dar explicaciones, porque Sofía parece alimentarse del movimiento, ese que parece necesitar cada vez para dejar salir el aire. Así que lo disfraza de necesidad de ternura. Cuando se detiene, sorprendiéndola, la mira directamente a los ojos y acaricia sus mejillas tiernamente. Su cuerpo se serena, el orgasmo, en latidos cada vez más lejanos, se detiene. Te quiero, la diría, sus labios incluso se lanzan, pero el cerebro actúa y se detiene. Sonríe. Sofía, que no ha entendido del todo el acceso de ternura, se abraza con más fuerza e invita a seguir con una embestida de su pelvis. Se reanuda el movimiento. Mucho más intenso, acompañado de frases de deseo, de más jadeos, de nuevas caricias, de arañazos eternos, de lenguas que se buscan, de cuellos devorados por el ancestral hambre, de nalgas aprisionadas entre dedos ansiosos. Adrián está más seguro, logró serenar la cascada de su orgasmo y siente a Sofía convulsionarse bajo él. Por eso la nueva cercanía de su orgasmo ya no lo incomoda. Al contrario, a tenor de los gemidos, de las uñas que se clavan como nunca, todo sabe a invitación al baile definitivo de gemidos. Sofía no sabe qué decir, quisiera gritar algo, tal vez arrancar ese te quiero que se le ha instalado en el alma. Un millón de descargas eléctricas surcan su cerebro mientras el orgasmo la invade, y gime, sin control, apretando los dientes y cerrando los ojos con fuerza, buscando consuelo en el pecho de Adrián, que también se deja llevar, estirando su espalda, como si buscara aire y no acabara de encontrarlo. Después se deja caer, deleitándose en la respiración entrecortada de Sofía y el sudor que cubre su dulce piel de chocolate blanco. Cuando recupera el aliento, entre beso y beso, entre sonrisa y sonrisa, se incorpora lo justo para sacar su pene, anudar el preservativo, abandonarlo sigilosamente en el suelo y dejarse caer de nuevo, esta vez apoyando su cabeza en la tripa de Sofía, que permanece como ajena, recuperando el aire. Hay silencio. Solo las respiraciones que se entrecruzan. Sofía desliza la mirada por la pared, jugueteando con las sombras, invadida por la felicidad, esa felicidad a la que han llegado juntos, remanso luminoso del placer. Ve la caja de preservativos. Ríe. ¿Cuántos quedarán después de esta noche?. Luego mira a Adrián, más hermoso que nunca, ve el pene, todavía arrogante, y se promete que en cuanto recupere el aliento le devolverá como se merece las atenciones prestadas y, por fin, sin tapujos, con ganas, feliz, podrá decir aquello de me he comido una buena polla, aquella frase de Marisa Paredes, incapaz de recordar la última vez que tubo algo así entre los dientes, que tan ordinaria le pareció entonces en Todo sobre mi madre, y que tan certera y real le parece ahora, como la piel que sortea con sus dedos, piel sudorosa y entregada. Se ríe de su ordinariez, de la evidencia de tantos absurdos límites dilapidados en tres minutos. Y se ríe por dentro y por fuera, porque es tan feliz que todo le parece bien y cierra los ojos para saborear cada sensación, cada latido, o simplemente para sentir, sin más, el roce de esa gota de sudor que se suicida de su pecho a la sábana. Soy feliz, dicen esos ojos cerrados.

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