1 de agosto de 2007

EL MALDITO FUEGO


La magnitud de las cosas es siempre relativa. La distancia puede que sea hermana del olvido y prima de la indiferencia, pero la cercanía es hija del realismo. Hace unas horas me asomaba al balcón de la habitación del hotel (sur de Las Palmas) y veía una cortina de humo con tesón conquistar el cielo, y me sentía sinceramente abrumado. No quiero decir que el incendio que todavía asola la isla (y a su hermana tinerfeña) en la Península me hubiera dejado indiferente. No, seguro que no, pero lo hubiera visto todo con la neblina de la distancia, que hace del dolor algo más pasajero, como una quemadura superficial que al final no deja cicatriz. En cambio allí, junto a mis amigos canarios, comprendimos al instante el desastre que nos rodeaba. El aire era abrasante, un calor inimaginable y un viento descorazonador. Era como si la isla rugiera su dolor y cada golpe de viento caliente fuera un gemido. Era imposible evadirse de lo que ocurría, alla donde miraras había ojos tristes, gestos de incredulidad, historias de pérdida, de miedo, de angustia. Las llamas estaban a kilómetros de nosotros, pero hasta el más indiferente de los extranjeros tiraba la mirada al horizonte, quien sabe si lanzando preguntas. Preguntas sin respuesta, claro, porque más descorazonadora que el monte, el pulmón canario ardiendo, era la razón primogenia de tal desastre. No puede ser Canario, se decía uno, esa historia no es verdad, no puede ser cierto, ha sido otra cosa, se decían otros. Y la verdad, fuera la que fuera, estaba ahí, en forma de helicóptero esforzado, de avión generoso, de mangueras y esfuerzos silenciosos, de sirenas, de calor, mucho calor. Y tristeza, la tristeza era como la ceniza que tímida iba cayendo en el agua de la playa. Estaba ahí, solo si te fijabas mucho estaba ahí. Y cuando la tocabas, cuando la cogías con la mano te manchaba y esa mancha no se iba, nunca. Esa era la tristeza, la piel quemada de la isla que a la mañana siguiente había dibujado una mueca oscura en la arena de la playa. Esa era la tristeza de la isla, la tristeza de nuestros amigos y también la nuestra.

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