29 de agosto de 2007

PUERTA

¿Por qué nos duele tanto?. Estoy hablando de la muerte de personas a las que no conocemos. Pareciera como si hubiera muertes que se nos enganchan a las tripas. La de Miguel Angel Blanco, por ejemplo. Tienen un punto incomprensible y una empatía por encima de otras desgracias, que por desgracia, y valga la triste redundancia, nos rodean en nuestro día a día. Hay muertes que tenemos asimiladas, como por cierto componente de voluntariedad o azar. Los accidentes de tráfico, por ejemplo. Y otras, en cambio, que por incomprensibles o previsibles, nos azotan más (los accidentes laborales). Luego hay personas que se ganan nuestro respeto y que nos obligan a reflexionar cuando mueren. Personas que llenaban espacios concretos de nuesta vida (músicos, políticos, cineastas). La muerte de Puerta, defensa del Sevilla, nos ha tocado un poco a todos. Y me viene a la mente otra vez Miguel Angel. Por la juventud, por la alegría de quien se va, por la lucha contra la muerte, tozuda, por el desenlace final. A uno se lo llevó el odio y la bilis, a otro las pequeñas imperfecciones de la naturaleza. Ambos, cada uno a su modo, nos tuvieron horas atentos, con la esperanza de que al final la vida fuera la que ganara la partida. No fue así. Los dos nos dejaron y con ello un extraño vacío. Es entonces cuando se multiplican los tópicos, que muchas veces son la herramienta que encuentra el dolor para darse forma. Hay pena en el mundo del fútbol. Ha muerto un chaval joven, alegre, con la vida por delante y futuro padre. Eso me aprieta las tripas. Esa madre tendrá que lidiar sola con la vida y su pequeño, y tendrá que explicarle tantas cosas con un nudo en la garganta.
Ayer, no sin cierto masoquismo, me emocionaba viendo la televisión. Es el luto postmoderno que he aprendido, necesito que la muerte me entre por los ojos para fagocitarla. Me ocurrió con el 11M y sus aniversarios. Ayer las lágrimas (que razón tenía Miguel Bosé, los hombres no lloran y eso duele) se arremolinaban en los ojos. Y la vida sigue, lo sé. Veía a la gente en el hospital, sevillistas, béticos, madridistas, hombres, mujeres, niños. Seguramente ninguno estrechó la mano de Puerta, a lo sumo logró una foto o un autógrafo al pie de un autobús. Y, en cambio, ahí estaban, llorando al saber que había muerto. Porque con él se les iba un poco el alma, la inocencia, la esperanza o la ilusión de que todo tenga sentido. La vida no lo tiene, quizá por eso es tan maravillosa, la crueldad que a veces nos regala debe de ser el precio de tanta maravilla.
En fin, Antonio, mala suerte la tuya, y la de tu gente. Y la nuestra, que nos hemos quedado sin tu zurda y sin tu garra. Adios, Puerta, adios.

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