26 de octubre de 2009

PENETRANDO POR LA BANDA


La televisión tintinea a cierta distancia. Él se recuesta sobre ella y siente el aroma de su cuerpo penetrarlo con rabiosa violencia. Es el verano. Ella está con una camiseta interior blanca, que lucha por mantener dentro sus generosos pechos. Las piernas desnudas sobre la mesa del salón. ¿Cómo van? pregunta, mientras empieza a rascarle el pelo. Van, que no es poco, contesta él, sin poder evadirse del aroma de la piel. Respira profundamente en la oscuridad del salón. Se deja embriagar por ese aroma dulzón del sexo, cubierto por el diminuto tanga, que espera, agazapado y retador, justo detrás de su nunca. Intenta concentrarse en el partido, semifinales de la Champions, todo por decidir. Pero es incapaz. Mientras el delantero se afana por recibir un pase y maldecir el rigor de árbitro con el fuera de juego, él comienza a acariciar la cara interna de los muslos. Ella agradece el gesto apretando fuertemente los dedos en la cabeza, mientras le rasca el pelo. En los dulces paseos va de una pierna a otra y a ella, pese a su intento de ser comedida y silenciosa, se le escapa un suspiro. En un despiste de la defensa los dedos han llegado al sexo. Ella cierra las piernas. Es una advertencia. Los dedos en el pelo se aprietan con fuerza. Con la insistencia de los dedos la negativa pierde fuerza mecida en un nuevo suspiro. Ahora dos dedos van por encima de la tira del tanga de arriba abajo, sintiendo el calor del sexo, que se va abriendo, expectante, a las posibilidades del juego. Con los dos dedos en forma de pinza aparta la diminuta tira del tanga de forma que el sexo queda completamente libre de tiranía alguna. Esa libertad impregna el aire con un olor dulzón e hipnotizante. Ambos aspiran con fuerza. Esas inspiraciones son la dulce melodía del deseo. Un dedo busca el clítoris. Sin prisas, con toda la calma del mundo. Lo impulsa hacia arriba, agradeciendo su resistencia y esperando el impulso hacia abajo cuando la vence, para volver a empezar. Acompaña ese movimiento con ciertos giros de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, porque el deseo no conoce de tendencias. En esa postura el dedo gordo ha quedado apresado por los labios, y como un anzuelo va entrando y saliendo, tan solo ligeramente. Ella intenta contener el placer que le nace en el pecho y que bien quisiera muriera en sonoros gemidos. Los dedos han encontrado el ritmo, en connivencia con unos casi imperceptibles arqueos de la pelvis. Al final el dedo gordo como un ariete se ha adentrado por completo en la cueva, campando a sus anchas, ajeno a los movimientos de sus hermanos en la clitoriana entrada. Las manos en el pelo cada vez rascan con más violencia, son el aviso del orgasmo. Hay silencio y aunque el locutor se afana por romperlo en la narración de los últimos minutos del interesantísimo partido, nada podrá alejarlos de su destino, ese orgasmo que se agolpa en la pelvis, en la cadera, en el sexo, que derrama su líquido sobre los dedos, que lo reciben enormemente orgullosos de su buen trabajo. En ese momento el equipo ha trenzado la mejor jugada del partido, con tan buen hacer que el delantero la ha culminado con un bonito gol. El júbilo esconde los estertores del placer, y en el otro sofá se adivina la silueta del padre de la chica. Ves, les dice a ambos, os lo dije, iba a pasar esta eliminatoria, ¿no os lo había dicho?

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