La marginalidad no es solo patrimonio de los seres humanos. También en el mundo de la alimentación existe la discriminación. Si tomamos el universo de la charcutería como una ciudad, el jamón sería la zona residencial norte. Iluminada, bien cuidada. Con los aires de la sierra meciendo sus lomos. Esos jamones colgando en la parte superior del establecimiento, esas patas negras, esas jotas, esas lonchas luego cortadas finas, sudando en el plato. Todo el mundo quiere vivir con el jamón. Después está todo el universo de clases altas, sin llegar a la nobleza del jamón; hay chorizos de sabor recio, algo picantes, quizá, que son los barrios antiguos de las ciudades, gente de apellido, con historia, grandes casonas de techos altos y ventanales al pasado de la ciudad. Tiene prestigio ser un chorizo (ejem). La caña de lomo también tiene buen nombre, estilizada y de buen sabor bien pudieran ser los primeros barrios que ampliaron la ciudad, de avenidas amplias y tal vez hasta alguna zona de casitas individuales. Hay pequeños reductos esparcidos por ahí, o por allá, junto a otros barrios más populares que bien pudieran ser el paté o el fuet, pequeños espacios de lujo donde uno esperaba encontrarse la normalidad. Luego está esa enorme gama de salchichones o chorizos, que son la clase media, ahí expuestos, sin pena ni gloria, sin más presencia, sin más reclamo, que la rutina de sus compradores. Y nos queda la marginalidad, el lado oscuro: el choped. Nadie quiere ser choped. Están escondidos siempre en la parte menos iluminada del mostrador, en la más alejada de las luces o el glamour de las grandes compras. Es verdad que a la mortadela, si se le da un toque postmoderno, se le hace un lavado de cara con un envoltorio al vacío y se le ponen nombres ecológicos y modernos del tipo lonchas de jamón cocido sin grasas añadidas, tiene cierto éxito entre la clientela, la que sueña con cuidarse y considera el chorizo un producto demasiado grasiento. Pero poco más. Nadie dice que va a la charcutería o al mercado a comprar choped o mortadela de aceitunas. No, son las hemorroides de la alimentación, porque nadie quiere reconocerlo y se sufren en silencio. Quien lo compra lo dice bajito, y quizá a base de rodeos, como nuestros ancestros en los primeros envites profilácticos en las farmacias. Esto, sí, ¿a cómo está el paté? ah, ¿y el jabugo? ¿y la cinta de lomo? ejem, pues nada, dame doscientos de mortadela con aceitunas...sí, que doscientos de mortadela...¡ he dicho doscientos de mortadela, coño ! Y sale con su compra escondida entre el monedero y la chaqueta, recelosa, esperanzada de que nadie la haya visto comprar mortadela. Desde aquí quiero levantar mi copa por ese denostado producto que tantos bocatas en apuros nos ha salvado: la mortadela con aceitunas...algún día, amiga mortadela, llegará tu momento, ese día en el que Adriá te deconstruirá y entonces todos los pijitos vendrán a buscarte como al maná...hasta entonces, amiga, resiste.
8 de octubre de 2009
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4 comentarios:
También te descubro ahora; buenísima entradad. Me gusta tu sentido del humor; ¡pobres choped y mortadela!
Aunque no me negarás que donde esté un buen jamón, de esos que "brillan"...
Besos. :) Reina
Ei Ei!!, que la rosadita con aceitunas esta Buena buena....
osssea... pijolandía no sabe lo que se pierde.
Besos!!!
Pues mira que bien, algún día, cuando Adría trate con la mortadela, mi hija me agradecerá todos los bocatas de mortadela que le hace su papá. Es lo que tiene haber nacido en una familia de currantes, que se consume mucha más mortadela que jamón.
Yo he tenido que descartar la de con aceitunas, pero la sin está perenne en la nevera de casa...¡y que buena está en un sandwich de mayores!..con un poquito de mahonesa, tostadito en la tostadora..ummm
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