11 de junio de 2010

EMBARAZO DE LETRAS


Escribir una novela es en muchos sentidos como tener un hijo: primero lo proyectas en tu cabeza, fantaseas con su sexo, su nombre, le pones cara. Después llega la parte más intensa, que es cuando te follas a tu novela. Son semanas, tal vez meses, intensos, sentado en el ordenador, acariciando a tu amante. Meses que te subyugan por completo. Pero después de ese polvo, que te deja derrotado en la cama y con cierta sensación de frustración, llegan los meses de embarazo, donde no haces otra cosa que revisar, y revisar, y releer, y cambias la cuna de sitio, y el color de las paredes de la habitación, y el lugar donde se conocieron y... Se hace largo, no es tan intenso, ni mucho menos, como el encuentro sexual de teclear el devenir de tus personajes, pero es todavía más importante para la salud de la novela cuidar su embarazo. Este embarazo, salvo en los escritores profesionales que deben de tener partos programados, tiene una parte de finalización voluntaria que es peligrosa, porque ¿cuando decides que tu hijo está preparado para salir al mundo?¿no habrá siempre una coma que cambiar?¿una metáfora que excluir?¿una explicación innecesaria que comerte con sustantivos y al ajillo de hipérboles? Así un día, sin muchas más razones que el anterior, decides que tu hijo ya puede salir de la tripa del anonimato y lo enseñas, la enseñas, al mundo orgulloso. Primero son los familiares y amigos más directos, que rara vez te dicen que tu hijo es feo, y después, con suerte, el resto del mundo podrá conocerla. Sí, escribir una novela es como ser padre y yo acabo de echar el polvo incial. He tecleado las últimas letras sobre la primera copia de Y ahora ¿qué? Espero que el embarazo no se me haga demasiado largo esta vez.

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