Se conocieron en la universidad. Jara era una preciosidad de pelo largo y moreno lamiendo los hombros e intentando atrapar entre sus mechones toda la belleza de un rostro dulce y entregado a la sonrisa. Víctor el típico estudiante de empresariales que siempre quiso hacer otra cosa y que, de hecho, la hacía mientras fingía estudiar. Cualquiera mejor que las finanzas. Pronto congeniaron. Unos apuntes por aquí, una tarde en la biblioteca, un cine de autor soportable solo por la compañía y dos cursos después eran amigos inseparables. Y siempre caminando sobre la delgada línea que convierte a un amigo en una pareja, hecha de ropa por el suelo y gemidos compartidos. La vida se les iba, corriendo, rápida, como el torrente de un río. Se miraban. Se querían. A su modo. Otras mujeres, otros hombres se fueron cruzando y el horizonte de su amistad siempre estuvo a prueba de amaneceres en compañía. Confindentes. Salvavidas. Hombros sobre los que llorar. Primer teléfono al que marcar cuando la vida sorprendía. He conocido a un hombre formidable. Ya era hora, mentía él. Me he enamorado. Espero que ésta sea la buena. Ella también sabía mentir. Hasta que un día la mentira transmutó en verdad, y llegaron las parejas, ajenas, ladronas, insensibles. Y se creyeron lejos. Mejor. Menos tentaciones. Y llegaron los hijos, y la madurez, y la vida que se diluía entre rutina y rutina. Y con la madurez otra forma de añorarse, de quererse, de sentirse. Un correo aquí. Un fin de semana en familia con el viejo amigo de la universidad. Una cena los dos solos para quererse sin quererse. Para olvidarse sin hacerlo. Y la vida, que seguía, y cada vez más rápido, hasta que un día una preciosidad de apenas dos palmos le tira del pantalón, abuelo, abuelo. Y cuando las canas, como la pimienta blanca de la nostalgia, poblaban su bigote con una terquedad bovina, la llamada del ladrón. Jara está muy enferma, quiere verte. Un billete pagado con un nudo en la garganta. Un interminable Nueva York-Madrid. Cuando llegó ya era tarde. Jara se había marchado. Y ésta vez para siempre. Ella quería que te diera esta carpeta. En los ojos del viudo se diluyó, junto al abrazo sincero, el viejo recelo de quien siempre creyó leer entre líneas. En la carpeta una sola palabra. Universidad. Viejos papeles, olvidados apuntes. Y en el lomo, pegado con celo amarillento, un viejo dibujo hecho a bolígrafo. Un rostro inconfundible. Una sonrisa inabarcable. El pelo oscuro y distraído. Con el corazón desbocado como un caballo salvaje recuerda el día que hizo aquel dibujo, como tantos, despistado, intentando evadirse de la evidencia de su nulo interés por el aula. Ella jamás lo supo. Aquel dibujo terminó hecho un ovillo en la papelera. Allí creyó dejarlo…
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1 comentario:
Muy bueno.
Abrazos.
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