Tu hijo de dos años te mira incrédulo y sorprendido. Media sonrisa de quien no la puede evitar. Un abrazo que sería eterno si no fuera porque el tiempo vuela cuando uno es inmensamente feliz. Una mirada que parece decirte sí, estás aquí, ¿verdad papá?¿sigues ahí? y otra vez esa carita dulce de niño pícaro que se hunde en tu pecho con una sonrisa kilométrica de apenas unos centímetros. Tú que acaricias su pelo. Su espalda. Sus piernas todavía sudorosas de la siesta. Él que parece dejarse llevar por un río de paz inmensa y serena, como si entre tus brazos cualquier mal del mundo fuera impensable. Sí, definitivamente merece la pena marcharse solo por volver.
29 de junio de 2010
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