Quizá no sea el lugar. Quizá no sea el momento. Pero les puede el deseo. Las paredes blancas y frías, la cama descorazonadora, todo resulta irrelevante cuando les lleva el ansia de comerse. Cuando sus labios se han cruzado por primera vez todo lo demás ha dejado de tener relevancia. Ella no le ha dado tiempo a desnudarse, llevaba demasiado pensando en este instante. De poco ha servido que buscara sus mejores prendas, ropa limpia, braguitas tentadoras, se han besado, se han tocado y ha sentido el irrefrenable deseo de desnudarse. Lo ha sentado en la cama de un empujón. Se ha quitado la camiseta ajustada dando libertad a sus generosos pechos. Después la minifalda vaquera y él no le ha dado tiempo a más. Con firmeza, apretando los labios, la ha sentado sobre él. Así han comenzado a moverse al tiempo que se besaban, que le comía los pechos, frotando sus sexos con violencia. Hay tanta premura que la ropa ni molesta, él se baja como puede los pantalones sin perder atención al cuerpo que se mueve perdido el sentido. La polla dura entra casi sin quererlo en el coño caliente y húmedo, descontrolado por el deseo, sin encontrar tan siquiera la molesta presencia de la tela de las bragas. Al sentirse invadida aprieta su cuerpo con fuerza, reconociendo y aceptando la invasión con un gemido fuerte, aferrándose a la espalda de su marido, mordiendo su cuello y susurrando palabras tan soeces como cargadas de sinceridad. El aprieta su culo con fuerza, clavando los dedos con profundidad ¿Quieres que me de la vuelta y me la metes por el culo? Ni contesta, no escucha lo que le dicen, solo se mueve, besa, muerde. Me voy a correr, vida, me voy a correr. Espera, espera un poco susurra ella, espera un poco. Se detienen, es como si el mar metido en una tormenta de siglos decidiera pararse un instante, sabes que lo hace para tomar fuerzas. Y así ocurre. Ahora sí, cariño, ahora sí, vamos a corrernos, vamos a corrernos. Y ambos lo hacen con una maravillosa coordinación. Ella alza la vista hacia las grietas del techo y él hunde su rostro entre los pechos sudorosos. Se dejan llevar por el orgasmo como una marea decreciente, jadeantes todavía, pero después llega la evidencia del lugar, del momento y las preguntas banales. Sí, la casa bien. El pequeño quiere venir a verte. Mejor no. Ya hablaremos. La porra del funcionario rítmica sobre la puerta metálica señala el final de tiempo. Se abrazan con fuerza. Te quiero, mi vida. Y yo a tí. Sale, sin mirar atrás, no le gusta esa imagen. Ella se queda encogida, abrazada a la almohada, y como cada quince días en este preciso instante, rompe a llorar.
8 de marzo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario