7 de septiembre de 2009

EL SOCORRISTA


Es lo que tiene agosto. El silencio puede asustar. A ella no. En una urbanización tan ruidosa como la suya el silencio es un tesoro. Por eso ella baja a nadar a la hora de la siesta. El sol calienta demasiado, pero nada que una buena crema protectora no solucione. Con lo que no contaba era, a su edad, con tener un aliciente inesperado. Un aliciente musculado, hasta el delirio, de algo más de uno ochenta y pelo rubio y largo en una coleta. Mientras nada, cada largo, no puede evitar fijarse y sentir, con placer, su mirada tras los cristales tintados. Afina el estilo sin ser consciente y, contra su costumbre, usa para nadar los bikinis, en lugar de los bañadores arena inútilmente comprados al efecto. Es más, ahora hasta toma el sol. El ritual en estas dos semanas de Rodríguez es siempre el mismo, baja cuando no hay nadie, saluda con una sonrisa, nada y se tumba frente a él, adoptando posturas intencionadamente sexys. El esfuerzo de mantener un cuerpo cuidado se rentabiliza en sesiones de coqueteo como estas. No busca nada. O eso creía. Hoy es el último día, mañana empezarán sus vacaciones y correrá al encuentro de su pareja y sus dos hijos. Ha bajado antes. Ha buscado el bañador rojo que tanto resalta su figura y su sorprendente moreno. En lugar de sonreír le ha preguntado la hora. Las tres. Está nerviosa, pero no sabe por qué. Va camino de la ducha. No hay agua, escucha desde el otro lado. El socorrista se pone en pie y se acerca. Se le acelera el pulso. Hay un problema con el agua, es más, es recomendable, si no le importa, no bañarse de momento, los niveles de cloro no son los adecuados, estoy esperando al técnico. Vaya, maldice en alto, es una pena. Hoy era mi último día de natación tranquila. Sí, es una pena, porque era el mejor momento del día verla nadar. No se anda por las ramas. Ahora mismo nota como sus pulsaciones golpean la sien con violencia, en un insoportable canto de sirenas. Es el momento o de aceptar el quite o de poner césped de por medio. Yo tampoco me había aficionado nunca tanto a la natación. Pues no lo parece a juzgar por su cuerpo. Bueno, hago otro tipo de ejercicios. Sí, eso es evidente, demasiado evidente, es incluso cruel para el resto de los humanos. Está muy cerca, en la ducha sus manos se han cruzado y no se han esquivado, al contrario. Llevo toda la semana teniendo sueños contigo. Ella baja la mirada, excitadísima y encantada. Desde la primera vez que te vi no dejo de imaginarme acariciando tu cuerpo. Soy consciente de donde estamos, de tu situación- ahora están más cerca que nunca, pareciera que estuvieran bailando- por eso me voy a ir al botiquín y esperaré; si entras me harás el hombre más feliz del mundo. Si no lo haces seguiré adorando cada noche esta figura el resto de mi vida. Y se aleja. Cruel, meciendo el cuerpo más perfecto que jamás haya soñado. Ella se queda paralizada, apretando los dedos al hierro de la ducha. Se muerde el labio, jamás se había sentido tan tentada, es como si los cimientos de su ordenada vida se estuvieran desmoronando. Podría quedarse dentro y arrepentirse toda la vida, o dar el paso hacia el botiquín. Los cimientos se desmoronan a su espalda mientras ella, con el corazón a mil por hora, recorre el camino. Mira a un lado, mira a otro, intuye las miradas inquisidoras de los vecinos, pero ni así es capaz de detener su paso. Abre la puerta y ahí la espera el socorrista, desnudo y erecto, con una sonrisa inabarcable, como la belleza de su cuerpo. El atrevimiento, en lugar de frenarla, ha acelerado el proceso y se abrazan con violencia. Sus cuerpos se fusionan por la boca, por la cintura, por las manos. Le quema el bikini y se lo arranca literalmente. Siente la polla en su cintura como una llamada. Se arrodilla y la besa. Él levanta la mirada al techo del pequeño y oscuro cubículo. La tiene ceñida por los hombros, marcando el ritmo. Ella estaría toda una vida chupando, lamiendo, mordiendo, pero su coño le reclama protagonismo. Regala un par de salvajes lametones y se recuesta en la camilla, con las piernas entreabiertas. Él se arrodilla entonces y comienza a besarla, con la misma ansiedad que ella se comió su polla. Mientras lo hace rebusca en su mochila un preservativo, se lo coloca con rapidez y la penetra con un gemido animal. Acoplados se besan un instante y después comienzan a moverse abrazados. Una docena de embestidas después él la fuerza a tumbarse y al tiempo que la penetra busca su clítoris. Lo acaricia de arriba abajo con la justa velocidad y la delirante presión que la están llevando a las puertas del orgasmo. Ella pellizca inconsciente sus pezones, le araña el pecho y se muerde el labio. La polla entra y sale por completo, y cada nueva vez que recorre el interior de su coño la trasporta un poquito más lejos. Quisiera alargarlo, demorar el momento, esperar el orgasmo compartido, pero no puede, ha perdido por completo el control de su cuerpo, cierra los ojos y grita, como nunca, el orgasmo más intenso de su vida. Él, respetuoso, disfruta de la estampa, el cuerpo gimiente, hermoso y sudoroso, rendido al placer. Ella se siente en deuda y sin pensarlo un instante se baja de la camilla y se arrodilla. Al hacerlo ha visto un bote de crema y cambia de planes. Le quita el preservativo y se echa crema entre los pechos. Después lleva la polla a ese lugar y con ayuda de las manos la aprisiona entre ellos. Él comienza a mover el culo para que la polla suba y baje en el maravilloso e hidratado cañón. Cuando la polla está en la cima recibe el regalo de un lengüetazo. En apenas diez movimientos empieza a sentir la cercanía del orgasmo. Ella levanta la mirada, quiere ver su hermoso rostro roto por el placer hasta que la leche le golpea la barbilla, ardientes dentelladas que se pierden por su cuello y que mueren en los pechos. Demora unos últimos movimientos lentos, se la mete en la boca por última vez a modo de despedida y se pone en pie. En silencio, todavía mecida por la excitación pero algo aturdida, como si los remordimientos le estuvieran llegando de golpe. Se limpia con una toalla y se viste. Él se ha quedado tumbado en la camilla, incapaz de articular palabra. No se despide más que con una incomprensiblemente asustadiza y tímida sonrisa. Y se va camino de casa, para ponerle un mensaje a su pareja, voy a adelantar el viaje, salgo de madrugada, tengo ganas de veros. Él, cuando recupera el aliento, feliz, baja al cuarto de la depuradora a poner de nuevo el agua. Una vez hecho su trabajo, el agua debe fluir de nuevo.

3 comentarios:

dafne dijo...

Es lo que tiene Agosto,,,y Septiembre y algún mes más...y lo que tienen algunos socorristas.
No hace mucho me he fijado tras mis grandes gafas de sol en algunos,muy morenos,muy altos ,muy..muy

Besos

Brujita dijo...

Si le veis mandadlo a mi piscina, por Dios!!!!!!

Dudu dijo...

¿autobiográfico?... ok, de acuerdo, no contestes si no es en presencia de tu abogado...¿cuál?... el que tienes ahí colgado!!! ja,ja,ja..

P.D. Lo que hace estar hasta los huevos de currar.