Pasábamos largas estancias estivales en el pueblo. Ranas, árboles, bicicletas, piscinas, desván…Nuestra casa era una casona de pueblo que tenía, además de un patio, una segunda casa que durante algunos años estuvo alquilada a una familia. Su hijo, que compartía con nosotros patio y corral, era nuestro amigo, así que su casa era en cierto modo la nuestra. Una tarde pasé a buscarlo. Se llamaba Micael. La casa era un enorme pasillo que conectaba desde la entrada del patio con el otro lado de la calle, por donde se adivinaba la luz mortecina de la tarde, tamizada por unas leves cortinas. Supongo que Eros estuvo en aquella tarde en negociaciones con la diosa del destino, porque al entrar, como era la costumbre, no grité cuan cabrero el nombre de mi amigo, sino que lo hice en silencio y asomé la cabeza. Entonces la vi. La madre de mi amigo no era, ni mucho menos, una mujer hermosa, era además una madre y yo un crío de siete u ocho años, así que encontraba más hermosura en una rana muerta en una charca que en las curvas de una mujer. Pero aquella vez fue totalmente distinto, puede que fuera el primer encuentro con el erotismo de toda mi vida. La madre de mi amigo se estaba depilando en la parte final de la casa. Apenas se podía adivinar su figura, oscurecida por los últimos rayos del sol y oculta por parte del muro del salón. Podía verse, eso sí, y con toda claridad, su, desde aquel instante, alargada y hermosa pierna, formando una V invertida, apoyado el pie en una silla. Ella, supongo, se pasaba la cera de abajo a arriba, aunque yo lo que veía era que se acariciaba la pierna, muy probablemente para mí. Duró unos segundos, los que la vergüenza tardó en tomar posesión de mi centro de control y me obligó a salir corriendo, con las orejas coloradas e imagino una incipiente e incomprensible erección. Creo recordar que incluso pude escuchar en esos segundos la música de Rabbel, su famoso bolero, convirtiendo las piernas de mi vecina en las de la mismísima Bo Dereck. Después el mundo siguió, mi pueblo volvió a ser el mismo rincón lleno de aventuras de niños, mi vecina la mujer de cara agria que daba bocadillos a gritos a su hijo, pero de vez en cuando, en extraños flasazos que anticipaban una de las aficiones de mi preadolescencia, sólo, en la cama, se me presentaba la pierna dulce de color chocolate de la Bo Dereck de mi vecina, y mi cuerpo decidía alargarse por ciertas partes poco acostumbradas.
4 de septiembre de 2009
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2 comentarios:
Pillín, pillín, ahora entiendo tus granos de la cara... ja,ja,ja,ja!!!!
El sabor siempre dulce de lo que probamos por primera vez. Todo estaba por estrenar,también la frescura de nuestros sentidos
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