28 de octubre de 2008

SIN GENTE

Me gusta mucho observar las calles. Tanto como a la gente. Empatizo con ellas, con las fachadas, con las ventanas, con los rincones, los parques, los bancos. Ya lo he dicho alguna que otra vez, juego a imaginar como sería mi vida de haber vivido en este o aquel lugar. En este juego de empatía también mi fijo en los negocios. Vivo en una ciudad grande, así que negocios hay para todos los gustos. Grandes, pequeños, lujosos, cutres, mínimos, íntimos, alegres, tristes, simpáticos, austeros, divertidos, la lista de adjetivos se haría interminable. Cuando miro un negocio también caigo en la tentación de pensar si será rentable. Hay algunos que realmente uno está tentado de pensar que son tapaderas, porque ¿cuántas extensiones de pelo ha de hacer una mujer para rentabilizar un local a pie de calle?. También es cierto que muchos dudas de su rentabilidad al verlo vacío y el rostro de sincero aburrimiento de quien lo regenta, esa dejadez de quien sabe que puede pasarse horas sin que nadie entre a preguntar un mísero precio. Eso, no lo niego, me deja indiferente, salvo en un caso muy concreto: un bar. Para mí no hay nada más triste que un bar vacío. Esa televisión atronando y reflectando su luminosa indiferencia, esas mesas con servilletas de papel vacías, esos taburetes huérfanos de culos que acunar, esa barra con los aperitivos intactos y ese camarero limpiando por enésima vez el juego de vasos de caña. No lo puedo evitar, me invade una tristeza ancestral y un torrente de empatía me deja unos segundos ko. ¿Y qué hago?, pues todo depende del tipo de bar frente al que nos encontramos, pero esa es otra historia de la que hablaremos otro día.

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