13 de octubre de 2008

LA ENFERMEDAD DE DIOS

Leí que alguien había escrito que alguien había dicho que el Alzheimer era la enfermedad de Dios. Y me pareció de lo más creíble, porque justificaría algunas cosas. Así me resultaría mucho menos engorroso creer en su existencia. Sí, sería creer en un Dios mucho más imperfecto, lo que creo va en contra de su propia idiosincrasia divina, pero de verdad que ayudaría a, en caso de existir, no guardarle un rencor eterno, que me hace antojar que el cielo debe de ser un lugar lleno de reclamantes. En vez de un lugar de descanso eterno me parece debe ser el de la eterna ventanilla de reclamaciones.
Imaginarme a Dios despistado, sin saber donde tiene la cabeza haría de la filosofía cristiana (y de cualquiera que sustente su existencia en la de un Dios sobrenatural que todo lo puede) mucho más cercana y creíble. Ya me lo imagino paseando por el esponjoso paraíso preguntándose quien es, porque siempre viste de blanco y porque no se ha afeitado en los último tres mil quinientos años. Los ángeles harían turnos para estar siempre uno a su lado. Señor, usted es el todo poderoso, el divino, Dios, y no debería olvidarse de escuchar las plegarias de sus siervos, que vamos con un retraso de siglos en las demandas. En la mesa. Pero, papá, ¿no te acuerdas de mí?, que soy tu hijo, el de la cruz. Ese despiste, siendo responsable como dicen que lo es, de todo lo que nos ocurre resultaría muy sensato, de otro modo no les quedaría a los creyentes, otra alternativa que pensar que su Dios les ha dejado de la mano del Idem. O tirar de fe, que es mucho más práctico.

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