1 de junio de 2009

Y AL FINAL, REMORDIMIENTOS


No ha habido excesos, ni papeles que hayan caído de la mesa, ni gemidos incontrolados que pudieran haber atravesado las paredes del despacho. Ha habido deseo contenido, ¿desde cuanto tiempo atrás? no lo saben. De una caricia tierna, casi paternal han pasado a un largo beso. Mientras sus labios se reconocían y las lenguas se atrevían, no sin cierta timidez a entrar en el baile, había más incertidumbre y sorpresa por un desenlace al tiempo deseado y temido, que pasión desenfrenada. Después un breve silencio que se les hizo eterno. Con los ojos, callados, la respiración alterada, parecían preguntarse si estaban bien lo que estaba a punto de ocurrir. Un segundo después otro beso, largo, tierno e intenso, certificaba que los temores estaban por debajo del deseo. Después llegaron las caricias, todas por encima de la ropa. Él buscaba los pechos con insistencia, esos pechos que tantas veces había visto y había deseado sin que su cabeza le permitiera reconocerlo. Los besó incluso por encima de la ligera camiseta, sin atreverse a quitar la ropa, como si temiera que se pudiera romper la magia del momento con esfuerzos de ese tipo. Las pelvis, llevabas por el deseo, se rozaban insistentemente demandando protagonismo. Para ambos todo esto es prácticamente nuevo. Ella ronda los 20 y un cuerpo despertando al deseo, desconcertado entre lo que siente y lo que realmente cree debería sentir. Está enamorada y su cuerpo excitado, ¿incompatible? Él no tiene el valor suficiente para razonar lo que siente, porque sabe que deseo sería la palabra prohibida que debería utilizar. Por eso cerraba los ojos, fuertemente, como intentando que lo que estaba ocurriendo y que deseaba con todas sus terrenales fuerzas no estuviera ocurriendo en realidad, o fuera una fantasía, mucho más fácil de gestionar. Pero ocurría, y vaya que sí ocurría, le decían las piernas de su amante, ligeramente recostada sobre la gran mesa, abrazándolo fuertemente por su cintura. Fue ella quien tuvo que quitarse las braguitas, fue ella quien tuvo que buscar en su bolso un preservativo e incluso recibir su mirada entre la sorpresa y la reprobación. Fue ella la que le bajó los pantalones, la que intentó llevarse el sexo a la boca, a lo que este se negó con cierta ternura; y fue ella la cubrió la piel con la goma. Después la dirigió a su coño, latente, húmedo y deseoso. Igual que ocurrió con el beso, unos instantes de desconcierto cuando el tremendo placer de sentirse uno parte del otro les obligó a morder un gemido. Silencio; ya no hay marcha atrás. Ella sonríe, no deja de ser irónico que se sienta más cerca del cielo que nunca. El no resiste la evidencia de su placer, ni el de ella, con el pelo alborotado, sudorosa. Cierra los ojos pero sigue sin poder. Se sale de ella, ante su sorpresa, la da la vuelta y la deja sobre la mesa. Entonces sí, entonces la penetra con violencia, con el deseo reprimido de décadas, agarrándola por la cintura. Ella ha sentido algo de dolor que se ha disipado en media docena de embestidas. Ahora sí que los objetos de la mesa empiezan a ser testigos sonoros de la batalla de los sentidos, cayendo al suelo no sin cierto estrépito. Hasta que llega el orgasmo. De él, porque ella aun hubiera necesitado algo más de tiempo. Se deja caer sobre la espalda de su amante y en ese mismo instante, cuando todavía alguna dentellada de semen se estampa contra el preservativo, el acceso de remordimientos es instantáneo. Se separa de ella, que se queda todavía recostada sobre la mesa revuelta, feliz aunque no haya conseguido su orgasmo. Él, con el preservativo en la mano no sabe que hacer, y gira como una peonza. Entonces ella se da la vuelta y sonríe. No es para menos, la estampa del hombre erecto, con los pantalones por los tobillos, un preservativo en la mano y la mirada desconcertada y perdida no es para menos. Trae, anda, yo lo tiraré. Se recompone la ropa. Él hace lo propio pero ya no se miran. Ya no hay deseo contenido y sí mucho amor incapaz de sentirse, cada uno a su modo, cada uno con sus miedos. Cuando ella se acerca a despedirse él retira la mirada. Ella comprende y siente una profunda punzada de dolor en el pecho que le hace olvidar al instante todo el placer sentido. Sale del despacho intentando reprimir el llanto. Cuando cierra la puerta él ya se ha puesto el alzacuellos y mira al cielo, perdóname señor, porque he pecado...

2 comentarios:

dafne dijo...

Esto de tocar lo intocable da un un morbo......
El alazacuellos...todo un fectiche
jejejje
feliz dia!

Caminante dijo...

¡Seguro que su señor le perdona! Faltaría más, si está a su servicio... el del clero, quiero decir. Bueno y también al de "otros" creyentes que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino. PAQUITA