Madrugo mucho para evitar el tráfico. Eso me regala situaciones curiosas. Me encuentro a la misma gente en el mismo lugar, al mismo tipo con el megane esperando para aparcar en mi sitio, que ya nos saludamos con una sonrisa, tengo que esperar a que el kioskero termine de abrir su chiringuito para llevarme el periódico...Últimamente, en el edificio frente a mis oficinas, de esos todo de cristal que brinda una intimidad nula, venía encontrándome a un tipo sentado en su ordenador, las luces sólo de su planta encendidas. Al principio fueron miradas despistadas, pero poco a poco cada día he ido gastando más tiempo en observarlo, en empatizar, en definitiva, con otro madrugador. Es un tipo moreno, me lo imagino de estatura media, mediada la treintena. Suele llevar camisas blancas o claras. Probablemente corbata, porque en el asiento me parece adivinar la chaqueta de un traje. Mira la pantalla y mueve papeles. No está navegando por la red. Eso me hace pensar que está ahí por trabajo. No madruga para evitar el tráfico. No lee el periódico. Su realidad es la pantalla del ordenador y los informes que maneja. Es el primero en llegar porque tal vez sea el último que lo haya hecho y tenga que ganar puntos. Tal vez tenga un jefe cabrón que le impone un nivel de rendimiento inhumano, obligándolo a rendir pleitesía al alba y dejarse las pestañas en los informes antes de que el sol comience su jornada. Tal vez sea un huraño que recela del trato con los compañeros y busca estar el mayor tiempo posible sólo en la oficina. Tal vez esté manejando información clasificada, importante, secreta, y necesite de la soledad casi clandestina del madrugador. Pero ¿sabéis lo que tiendo a pensar ahora? que es un tipo agobiado, que la hipoteca exprime su sonrisa, que su primer hijo no le deja dormir y las preocupaciones menos, con un trabajo inestable, con movimientos en la empresa que le hacen pensar que hoy está ahí, pero tal vez mañana no tenga que madrugar tanto. Empatizo. Está preocupado, ese asiento que ocupa pende de un hilo lejano y esa angustia le obliga a trabajar sin descanso, a no cometer el más mínimo error que justifique a quién sabe quién a usar la tijera con ese diminuto hilo que lo separa de la angustia del paro. Lo peor de todo fue que el martes, a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa, no estaba ahí. Sobre el edificio ya se desperezaba el día, pero estaba a oscuras. Y me preocupé. Pensé que la tijera había ejercitado el don para el que había sido creada. Solo unos días después, cuando volvimos a coincidir en el madrugón, respiré tranquilo, este chico sigue sufriendo, ahí, frente a mí, todo está tranquilo. Empatizo.
22 de abril de 2009
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1 comentario:
¡que curioso destino...empatizar sin haberos conocido!
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