Es uno de los recuerdos de mi infancia, de esos, además, que incomprensiblemente, tengo grabados a fuego. Ese verano tórrido asolando la ciudad y una docena de niños inventando, sin saberlo, el fútbol siete en campos de tierra. La boca seca diez goles después. Esa cola educada esperando para doblar el espinazo sobre una pequeña arqueta de cemento, apretar el émbolo metálico y poner la boca debajo del caldo de agua. Y el sabor a lapicero. Nunca lo logramos entender, pero las fuentes de nuestro barrio, en verano, sabían a lapicero.
Ya no hay fuentes. Ni en mi barrio, ni en ningún lugar de la ciudad. Ahora los padres, si queremos que nuestros hijos se hidraten mientras juegan en el parque tenemos que entrar en unos chinos y comprarles una botella de agua. Y lo reconozco, me da pena, porque no saben a lapicero.
Ya no hay fuentes. Ni en mi barrio, ni en ningún lugar de la ciudad. Ahora los padres, si queremos que nuestros hijos se hidraten mientras juegan en el parque tenemos que entrar en unos chinos y comprarles una botella de agua. Y lo reconozco, me da pena, porque no saben a lapicero.
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