19 de julio de 2010

RECLINABLES



La ciudad fuera parece resignarse al sueño. Le prometió una noche especial, y desde luego que lo está siendo. Están tan excitados como nerviosos. Él lleva la mano instintivamente, con el movimiento, a la palanca de cambios. Después, despacio, se acerca a sus piernas desnudas, bendito verano, y las acaricia. Ella las abre, divertida, levantando una de ellas sobre el salpicadero. En el suelo quedan las sandalias y la minifalda deja entrever las braguitas blancas, deliciosas entre sus piernas tostadas. Un dedo, siempre el más hábil, se adentra en su cuerpo, húmedo y expectante. Ella gime tímida todavía, mientras su mano hace lo propio en la bragueta, donde la erección es un hecho. Le cuesta sacar la polla erecta y cuando lo hace suspira aliviada, mientras él se acerca a su cuello para besarla con fuerza, casi con violencia. Se van recolocando hasta que ella logra metérsela en la boca. Él no consigue así alcanzar el sexo con la mano, así que se deja hacer durante unos segundos, acariciándola el pelo, mirando a la calle, donde los semáforos pasan ajenos a su placer. Por suerte los cristales empiezan a empañarse. Apenas si tiene tiempo de seguir estos pensamientos, ella se coloca sobre él, apartando la tela de las braguitas y metiéndose con pericia la polla dentro de su cuerpo. Siente la presión del volante a su espalda, como si tuviera vida propia. No va a poder moverse. Él reclina el asiento y esa cierta libertad permite los primeros movimientos. En esa postura, inclinado por completo, puede apreciar la exuberancia de sus pechos, apenas aprisionados dentro de un sujetador cruelmente pequeño. Los movimientos son profundos. Ella mueve la cabeza con cada embestida, haciendo un recuerdo las dos horas de peluquería. Él mueve su cuerpo para facilitar la entrada. Ella levanta el suyo para permitir la salida. Mientras tanto intentan fusionarse con brazos, manos, dedos, gemidos. Van llegando al destino a la misma velocidad. Ella se para un instante, toma aliento y susurra ¿nos corremos? Él asiente y comienza el asalto final. La cintura de ella golpea con fuerza contra el volante, hasta el dolor, un dolor que al menos ahora mismo le resulta ajeno e indiferente. Él mueve la pelvis con todas sus fuerzas, hasta que se funden en un profundo orgasmo, mecidos por un maremoto de gemidos. Poco a poco recuperan la compostura. Ella vuelve a su sitio, como la ropa. El pelo se recoloca ligeramente. Los cristales están completamente empañados, escondiendo la ciudad. Entonces se detienen. Han llegado a su destino y el conductor de la grúa se baja, todavía sin entender, pese a los cristales empañados, por qué narices, habiendo sitio en la parte delantera, han preferido hacer el viaje montados en su coche estropeado.

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