Llegó de sorpresa. A él, incrédulo y ateo. Un día, al llegar al trabajo, saludó a un compañero que volvía de vacaciones. Se dieron la mano educadamente mientras bromeaban sobre la piel tostada o lo lejos que está Punta Cana. Pero él no pudo concentrarse en los formulismos post-vacacionales. Al tocar la mano sintió un intenso flashazo que le nubló la vista un instante y después le mostró un rostro familiar y jadeante. Era la mujer de su compañero. Estaba arrodillada mientras su marido, al que todavía saludaba, la follaba salvajemente por detrás. Apenas unos segundos, pero de una nitidez impresionantes, pudo incluso saber que estaban en la habitación del hotel caribeño. Se sintió desconcertado. Pero no pensó que se tratara de algo más que una traición de su memoria calenturienta. Hasta que otra compañera le trajo un informe para revisar. Inconsciente buscó su mano y ahí la vio, con su novio, en el asiento trasero de un gran coche. Ahí ya se sintió incómodo. Hizo algunas comprobaciones más, rutinarias y buscó a su mejor amiga, que casualmente trabajaba con él. Sonia, necesito tu ayuda. Sonia esperó alguna consulta de tipo laboral o tal vez sentimental, porque era un poco el hombro de su amigo. Quiero que me des la mano. Accedió y entonces pudo visualizarlo, con la misma claridad que en los casos anteriores. Y ahora, dijo, quiero que me seas sincera ¿ayer tu marido se corrió en tus tetas? Sonia no pudo evitar ruborizarse y pese a la confianza mutua, sentirse desnuda y traicionada. Jorge es un bocazas. No, aclaró, no ha sido él ¿Entonces…? Pero ya no se quedó a dar más explicaciones. Sin reflexionar el como o el por qué, recorrió la oficina comprobando algunas cosas, como que a la mujer de su director financiero le gustaba el látigo o que, definitivamente, la compañera de compras, esa que estaba tan buena, era lesbiana, para su desgracia. Al salir del trabajo se hizo el remolón. Tocaba a la gente en la parada del autobús para comprobar como aquella rubia gorda era, en realidad, una diosa del sexo oral o como la modosita niña de apenas veinte años se abría a puertas anales impensables. Fue un viaje de retorno a casa lleno de sensualidad, sexualidad y sorpresas, como comprobar que aquella monja tenía dentro de sí misma algo más que el cuerpo de Cristo. Le parecía en aquel momento, sin valorar contraindicaciones, un maravilloso don. Al doblar una esquina, ya cerca de su casa, se encontró por sorpresa con su mejor amigo. Ambos se quedaron extrañados el encuentro. Coño, tú por aquí. Y después, olvidando por un instante el extraño don de la visualización sexual, se fundieron en un abrazo. Entonces fue cuando vio, con toda nitidez, con toda claridad, el rostro de su propia mujer, jadeante, sintiendo un brutal orgasmo…
12 de julio de 2010
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