Fue una de las misiones más arriesgadas de mi infancia. Me la jugaba con un enemigo astuto y certero. Tenía que usar todos mis conocimientos y tener fe en mi intuición, por eso puse un clic en mi bolsillo y no dejé nada a la improvisación. Me puse mi chándal oscuro. Me gustaría decir que elegí ese, pero era el único que tenía. Busqué el mejor momento del día, los previos a la cena, cuando las defensas del enemigo más entregadas se encontraban. Apagué la luz del pasillo para que la oscuridad jugara a mi favor. Mi madre y mi hermana mayor ultimaban los detalles de la cena. La pequeña pondría la mesa, porque ya había escuchado a mi madre el grito de ¡ Antonio, la mesa ! Disponía de poco más de dos minutos antes de que una avanzadilla femenina viniera en mi busca reclamando mi colaboración con los tenedores. Arrastré mi experimentado cuerpo de rey del bote botero y el rescate hasta la habitación de mis hermanas. Por primera vez me alegré de vivir en un piso tan pequeño, aunque ese metro y medio se me hizo eterno. Dos veces tuve que recostarme sobre la pared para que la pequeña no me pillara. Cuando dejaba las cucharas y volvía, tal vez a por el pan, entré. Lo hice con el máximo sigilo y no cerré la puerta del todo. Había que evitar ruidos al entrar y, sobre todo, al salir, un buen soldado siempre deja previsto el plan de huida. Llevaba mi pequeña linterna de explorador, así que tampoco encendí la luz. Sabía donde estaba el objetivo, siempre fueron muy ordenadas mis hermanas. Me arrodillé sobre la cama, a al altura de los pies, y alcé la mano hasta llegar a ella. La sostuve en el aire con suavidad. La meticulosidad era mi tercer apellido. La dejé sobre la cama y con unas pinzas, porque no quería dejar huella alguna, fui quitándole la ropa, primero la chaqueta, descubriendo unos pechos proporcionados en exceso pero carentes de vida. No me sorprendieron, porque en alguna escaramuza anterior ya había logrado visualizar parte del objetivo, incluso sabía de su yerma dureza. Después cayó el objeto final: los pantalones. Me embargaba la emoción pero no quería precipitarme, hubiera sido una lástima que la ansiedad diera al traste con tan arriesgada misión. Primero una pernera, después la otra. Luego enfoqué ansioso con mi linterna y ahí estaba, la entrepierna más triste que pudiera imaginar. Lisa, plana, muerta, absurda, ridícula. No sé el tiempo que tardé en asimiliar mi derrota, mi decepción y mi más profunda turbación e incomprensión ante aquel artilugio sin vida que tanta devoción levantaba en mi hermana. No lo comprendía. Pero estaba en territorio enemigo, el tiempo apremiaba. Estimé innecesario culminar la misión con Kent y salí de la habitación intentando contener las lágrimas, un soldado nunca llorar hasta terminar una misión, por mucho que haya perdido en el combate. Franqueé la puerta con el mismo sigilo hasta que una voz familiar interrumpió la huida. ¿Qué haces aquí? dijo la inconfundible y marcial voz de la mayor. Había que pensar rápido, no quería que me torturaran y saliera a la luz la verdad. Saqué el clic del bolsillo del chándal: se me había olvidado y lo necesito para mañana. Lo enseñé y escurrí el bulto bajo su brazo mientras la escuchaba pedirme que terminara de poner la mesa, que mamá me había llamado dos veces. Me tumbé en la cama y ya en la serenidad de mi campamento, rodeado de mis posters de Butragueño, de mis cintas basf con el último de Barón decidí que no entendía nada, que definitivamente no entendía nada. Tuvo que ser, algunas misiones después cuando, ya dejando huellas, empecé a entenderlo todo.
24 de noviembre de 2009
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2 comentarios:
Te faltó tirarla al mar, como en el chiste de la sirena:
"Dos pescadores con su caña y de repente pica una, la saca y es una sirena preciosa. Los dos se quedan asombrados un instante y el primero la devuelve al mar. Entonces el otro le espeta "PERO POR QUE?" y el primero responde "PERO POR DONDE?". Un saludo.
¡Qué chasco! ¿no?....quizás por eso ahora hay muchos muñecos bebé que traen colita o chochete, para que la realidad del bebe sea aún mas creible...bss.
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