
-Papá, esa es mi amiga.
- ¿Cuál de ellas?
- Pues la pelirubia.
- ¿Cuál de ellas?
- Pues la pelirubia.
Rubén, casi seis años.




Los españoles somos de naturaleza orgullosa. Y no lo digo por algún quijote capaz de perder la vergüenza por su Dulcinea. O por exploradores e intrépidos descubridores. Ni si quiera por esa caterva de campeones que lleva por la calle de la amargura al resto de nacionalidades deportivas. No, hablo del españolito medio, el de la calle, ese tú y yo que somos cada uno. Ese tipo (o tipa) tiene una seguridad que asombra y lo demuestra en detalles nimios pero muy significativos. Mi favorito es el telefonillo: un tipo llama, pongamos, al tercero B y suena una voz al otro lado del aparato. ¿Sí? y el llamador, ni corto ni perezoso, contesta "Yo". Ole tus cojones, torero. Ni más ni menos, como mucho, tal vez un "abre soy yo" Y ya está. Con eso vale. La persona que lo escucha dice, ah, es él, entonces abro. Da igual la hora, da igual quien seas, da igual, si dices "Yo" te abren. Cuando soy yo el que pregunta me dan ganas de decir, ah, vale, genial, porque si fueras tú (es decir, yo) me preocuparía, porque los casos de ubicuidad los tratan los psicoanlistas y estos cobran una pasta. Los dos nos alegramos de que seas tú (él) y no yo quien está al otro lado. Incluso los hay que se ofenden y ni tan siquiera esperan a tus dudas para hacerlo. Llaman. Contestas con una pregunta, y a lomos de su orgullo ofendido farfullan "¿quién cojones va a ser? pues yo". Ah, vale, eres tú. Lo dicho. Puro orgullo. 




Mientras hay vida hay esperanza. Si 33 personas hubieran muerto en un accidente en una mina, la marea mediática se hubiera centrado durante días en la catástrofe. Después otro accidente mediático rompería el protagonismo y quizá algún familiar en el aniversario de la muerte de su ser querido volvería a la palestra. En cambio, saber que pueden morir nos agarra de los huevos. Queremos que salgan, y nos emociona cuando se abrazan a sus familiares, que han pasado un calvario que ahora es un dulce recuerdo. Porque esperanza viene de esperar, mientras se espera hay esperanza. Bien está lo que bien acaba. Están vivos, con sus familias, haya costado lo que haya costado. Quizá con un infintésima, pero en prevención, de los medios que se han empleado para salvar a estos 33 valientes hubiera bastado para evitar que se quedaran enterrados. Bien está lo que bien acaba. Este suceso me trae a la memoria la primera muerte en directo que presencié. Fue el nacer, al menos para mí, de las muertes retransmitidas. Recuerdo cuando Omaira maduró un siglo en apenas unas horas de barro. Y yo también. Éramos de la misma edad y cogía la mano (de primer mundo) a mi madre y le preguntaba ¿cómo podemos llegar a la luna y no ser capaces de sacar a una niña del barro? No sé que sentir, porque no recuerdo si quiera cuantos muertos hubo en el Nevado Rúiz. Omaira esperó, pero no hubo esperanza. Cuando hay un terremoto lo que nos emociona son los vivos que salen tras días de sepulturas forzosas. Porque bien está lo que bien acaba...No se me ocurre otro final a este caos de pensamientos que el de la película Salvar al soldado Ryan:





La deja en la cama con suma ternura. Después observa su cuerpo desnudo. Los pechos, la cintura, el sexo, que espera tranquilo y atento. Comienza a besarla. Siente ganas de llorar, es algo más que deseo, va más allá de unos impulsos eléctricos en el cerebro y entre las piernas. Con las manos, los labios y la lengua no deja un rincón de su cuerpo sin adorar. Después se pone sentado sobre sus pechos. Así ella tiene acceso con la boca a su pene. La ayuda elevando su cabeza desde la nuca y dejando una almohada tras ella. Así, con un leve movimiento de cintura, va metiendo la polla en la boca, lenta y profundamente. Ella gime entregada, el sabor, el olor, ver su rostro desencajado, la rompen de placer. La lengua recibe la verga y juguetea con ella. Si siguen así teme sentir un orgasmo en sus labios. Ambos estarían encantados, pero no es el momento, no es el día. Tiene deseo de estar dentro de ella. Así que recula, se coloca a la altura de su cintura y la besa. El sabor de su propio sexo en la boca de ella dispara las sensaciones. Separa sus piernas y con ayuda de la mano y algo de paciencia entra dentro del coño. Ella gime como una gata herida, la polla quema por dentro. Empieza a moverse. Se abraza al cuello de ella y gime en su hombro. Los movimientos son cada vez más profundos. Ella siente el orgasmo acercarse ¿Vamos a sentirlo? No, todavía no, implora él. Hacen una parada. Respiran y gimen para retomar fuerzas y empieza otra vez a moverse. Esta vez es la definitiva, no hay tiempo para más. El orgasmo los sume a ambos en un mar de convulsiones y gemidos. Después vuelve la calma y dos enormes sonrisas invaden sus rostros. Quiero ir al baño, susurra ella. Espera. Hace intención de llevarla en brazos. No, por favor, quiero ir sola. La mira, sonríe, la besa y la deja sobre la silla de ruedas. Se tumba en la cama y la observa como con pericia maneja la silla hasta el baño. Después cierra los ojos y se deja llevar por una dulce modorra. 
