5 de abril de 2013

MADRES Y DROGAS

La foto de Feijoo con su no amigo narcotraficante, amén de tener un tufo cañí a versión galega de Corrupción en Miami, me ha retrotraído a los tiempos de mi infancia y primeros tropezones adolescentes. A mi barrio a mediados de los ochenta. Una época en la que un caballo al que le cantaban los Calis relinchaba a su antojo por las venas de no pocos de mis vecinos. Nosotros lo vivíamos todo a cierta distancia, entre pelotazos con balones de reglamento, exámenes de soci y natu, y escondites por entre los jardines. Y no puedo ocultar cierta admiración, mezcla de envidia y de miedo, que nos generaban los "mayores". Escuchábamos a escondidas sus historias sobre sexo, música, drogas, y nos parecía que sabían exprimir la vida. Conocíamos sus nombres y quienes eran sus padres. Y sobre todo sus madres. Porque eran nuestros vecinos. Después fuimos creciendo y los que lograron escapar normalmente lo hicieron también del barrio y poco hemos sabido de ellos. Pero no fueron ni dos, ni tres, ni cuatro, los que siguieron en las redes de la cuchara y el papel de plata. Y vimos como sus cuerpos se deterioraban hasta convertirlos en esqueletos vivientes. Vivimos como su capacidad de raciocinio se nublaba al completo por momentos. Eran incluso incapaces de reconocernos. Recuerdo a Javi. Era un tipo muy guapo al que la droga dejó hecho un guiñapo. Un día, saliendo del metro, quiso atracarme. Yo lo tomé por los hombros y le dije, eh, que soy yo. Entonces me miró y trató de sonreír, pero ya no le quedaban razones. Lo siento, tío, no te había conocido, me dijo con esa voz tristemente gangosa que tenían ellos, los yonkis. A Javi lo recogimos del suelo más de una vez y le ayudamos a subir a su casa después de que un mono salvaje, que lo tenía dando vueltas por el barrio como un esquizofrénico, lo tumbara, literalmente. Su madre, que tenía cuatro hijos y dos de ellos habían caído en la droga y que se había dejado la vida en ellos, también parecía perdida. Mientras tanto nosotros nos enfrentábamos a la vida adulta con ciertas garantías, la universidad, los primeros trabajos. Después nos enteramos que vecinos como Javier habían muerto. Y yo sentí una profunda tristeza. No sólo porque entre él y yo había un vínculo de vecindad, sino también físico, porque desde su muerte su madre, cada vez que me ve, se pone a llorar y dice "eres igual que mi Javier". Yo, en realidad, soy la cruel evidencia viviente de lo que podía haber sido su hijo.
Y ahora que el político de turno escurre el bulto y se irá de rositas, no puedo evitar pensar en ellas: las madres. Como padre creo que la muerte de un hijo es el mayor de los dolores posibles. Así que, verlo morir poco a poco, desaparecer como persona, en lo físico, en lo moral y en lo anímico, por algo tan intrascendente e innecesario como la droga, debe ser la más cruel de las torturas. Y entiendo la desesperación. Y cualquier cosa que me contéis que la madre, o un padre, de un drogadicto ha hecho en su vida por su hijo, me la creeré y me parecerá lógica.

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