30 de abril de 2013

CON LA IGLESIA HEMOS TOPADO.

Hubo un tiempo, y no tan lejano, en el que la Iglesia tenía un poder omnímodo para coaccionarnos a todos. El timorato género humano, tan temeroso de la oscuridad de la muerte, se ha ofrecido voluntario durante siglos al sometimiento de los listos que supieron leer en nuestros ojos ese miedo a lo desconocido. Con cuatro herramientas sobre astrología y dos nociones básicas sobre el comportamiento humano se fundaba una iglesia, se llame como se llame. Hoy en día no es que haya disminuido nuestro temor a lo desconocido, sino que cada vez hay más prisas, y si casi ni podemos pensar en pasado mañana, es difícil que el dormir eterno nos condicione tanto como antes. Y ya digo, no tanto antes, cuando el cura era el referente social más identificable en España. Por eso el pecado va, poco a poco, dejando de tener su valor. Ya no es una herramienta infalible para alienar conciencias. De las astillas del pecado ya no salen las maderas de nuestro redil. Por eso la Iglesia, que sabe modernizarse a su manera, se esfuerza tanto por criminalizar. El pecado ya no está de moda, así que, enraizados como están en los entramados políticos de este país que todavía huele a cirio y sacristía que apesta, presionan y presionan para lograr que lo que antes era pecado sea ahora delito. Y si antes Dios te castigaría niña si pecas, ahora es el juez de guardia. Y como tenemos una caterva de jueces que parecen salidos del más rancio de los colegios religiosos, de la escuela del Santo Padre Gallardoniano, pues están logrando su objetivo. No descarto que un día de estos la policía entre a patadas a la habitación de una adolescente: señorita ¿está usted cometiendo pensamientos y tocamientos impuros? Pues...sí...Venga conmigo, está detenida. Y Fray Alberto frotándose las manos y con una erección mística de aupa.

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