23 de abril de 2013

LOS DOS GIMNASIOS

Imaginad, yo soy un ayuntamiento y tengo un gimnasio. Es modesto, pero la gente que acude paga una cuota razonable, los profesionales están más o menos cualificados. Eso sí, no tengo dinero para mejorar las instalaciones, sobre todo ahora con la crisis, y al ser público, todo el mundo tiene derecho y está bastante masificado. Al lado, por contra, hay un flamante gimnasio privado. Es la envidia, máquinas nuevas, instalaciones flamantes, una publicidad suntuosa y, sobre todo, al bastante caro, mucho menos masificado. Desde mi gimnasio todos miramos por la ventan con envidia. Incluso yo, que soy el gestor y responsable. No me queda otra que asumir que soy un paquete, incapaz de gestionar el centro con garantías y eficacia. No como mi vecino. Que, por cierto, vino un día a hacerme una oferta. Yo le daba una cantidad fija de dinero y él, a cambio, me gestionaba el gimnasio para maximizar su rendimiento. Yo, claro, mirando por la ventana y viendo el suyo, pues caigo en la tentación. Firmamos un acuerdo porque no quiero que eche a los trabajadores a la calle. Y no hay demasiados problemas, más allá de que la operación en si misma supone la aceptación de mi inoperancia, pero espero buenos resultados y, para qué engañarnos, mis clientes son bastante tontos. O eso creo. Mi vecino incluye una cláusula que consiste en que si en algún momento, siempre para asegurar el buen servicio, se ufana en aclarar, decide derivar a alguno de mis clientes a su gimnasio, tendré que financiarle a parte la cuota a ese cliente. No me parece demasiado pedir, a estas alturas, y firmo sin darme cuenta de que él será quien decida cuando, como y quien irá de uno a otro, y yo solo podré pagar, y pagar, y pagar. A los dos años mi gimnasio será un centro marginal donde sólo acuden aquellas personas que no tienen el más mínimo recurso. Mi vecino cada vez pasa más y más gente de mi gimnasio al suyo, incluso ha tenido que abrir uno nuevo...Y yo, viendo mi gimnasio cada vez más descascarillado y triste, tengo una cara de tonto que no puedo ni mirarme al espejo...y todavía me quedan diez años de contrato...
Ahora, esta historia ficticia que tiene lugar en mi imaginación, podéis situarla en el entorno hospitalario madrileño y tendréis la ficción hecha realidad.

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