Mi profesor de naturales ya nos lo decía: la vida sale de la luz. Y tanto. Lo que pasa es que el se refería a la fotosíntesis y yo a iberdrola. Ni petróleo ni gaitas, de lo que dependemos es de la luz eléctrica. Y eso que para mí sigue siendo un misterio que se ilumine un cacharrito porque yo le de a un interruptor que hay en la pared. Que también vaya nombrecito ¿no sería mejor un ruptor? porque no interrumpe, irrumpe más bien. El caso es que sin luz no somos nada. La comida se nos estropea, no podemos afeitarnos, ni ducharnos, ni leer un libro si ya es de noche. Esta mañana no había luz en mi oficina. Los más madrugadores hemos tenido que recurrir a la alta tecnología para cumplir con la más baja de las misiones matutinas: desayunar. Como cazadores furtivos del enchufe vivo hemos utilizado la energía alternativa de los servidores de informática para calentar dos trozos de pan y encender la vieja cafetera. Ha sido como volver a los orígenes del hombre. Estábamos a oscuras, rodeados de portátiles, cables, pantallas grises y nos parecía estar en torno a la hoguera en un cueva ancestral. No había fuego, sino un triste tostador blanco y una cafetera de melita que por fin chisporroteaba, regalándonos el aroma inconfundible de ese café que sabe a necesario. Ha sido un desayuno lleno de camaradería y risas, pero ahora que ha vuelto la luz, y puedo darle a las teclas, ahora que he salido de la cueva forzosa de la luz cortada me siento mucho más yo. Dónde va ir a parar.
11 de abril de 2011
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