La vi de lejos. Mi vehículo se detuvo en el semáforo y el color rojo no pareció la verdadera razón. Caminaba como si flotara. El pelo se mecía al son de unas caderas dueñas de toda la sensualidad del planeta. Cada golpe incitaba a mi corazón a un mayor consumo sanguíneo, cruel e insensible a nuestra perdición se contoneaba por la acera consciente de su efecto sobre los mortales. Sus piernas eran tan interminables que hubiera necesitado dos vidas para recorrerlas. Torneadas, poderosas y con ese color chocolate que solo el sol sabe darle a una piel cuando esta se lo merece. Pantalones cortos para que el protocolo de la ropa no rompa en absoluto la belleza y la magia, al contario, un invitado más al maravilloso baile. Una camiseta ajustada, ceñida, como si tuviera preso un cuerpo evidentemente demasiado deseoso de libertad. Al menos eso hacía soñar el generoso escote, que invitaba a un precipicio donde uno adivina sería fácil perder el sentido. La mirada oculta en unas gafas de pasta negra que aun así no podía esconder el fragor de unos ojos vivos, un rostro perfecto, como si un dios caprichoso se hubiera decidido a mostrar en sus facciones la imperfección del resto del mundo. Unos dedos largos, delgados, sostenían un cigarro con la sensualidad de una artista de cine, de aquellas en blanco y negro que llevaban la clase y el glamour como bandera. Lo apuraba como si de un amante se tratara, y como tal, despreciado, lo tiró a la calle, a la acera. En aquel momento el mundo entero fuimos su amante, su despreciado amante. Y entonces ya estaba cerca, y sus piernas no me parecieron tan largas, y el escote me pareció mucho menos peligroso, y su rostro tan normal, y las gafas de saldo, y el pantalón un short de quinceañera...
1 de agosto de 2008
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