15 de mayo de 2013

ONCE VIEJAS

Me pasé media infancia buscándolas. Como el que busca su Santo Grial. Los bancos del parque no daban para mi objetivo, a lo sumo me encontraba con cuatro o cinco. Los de la Iglesia sí que me ofrecían una mejor perspectiva, así que mientras el cura de turno nos sermoneaba con la dejadez de siempre, yo las escudriñaba. Una a una, intentaba leer entre líneas y entre rezos, descubrir en sus ojos ese famoso miedo. Pero jamás me atreví a preguntar. Es más, más allá de algún ronquido despistado, nunca encontré nada digno de mención. Después me llegó la bendición del ateísmo y perdí ese banco de pruebas. Así nunca logré encontrar once viejas asustadas a las que poder preguntarles cuando miedo tenían y entender, de una maldita vez, una de las frases más incomprensibles de mi infancia: tienes más miedo que once viejas. Así era imposible saber el miedo que tenía. Necesitaba encontrarlas para saber si era mucho o poco, o por lo menos para saber por qué ellas y por qué no doce, o diez, o siente. O cien. Cuantas más viejas, más miedo ¿verdad? Como aquella frase siguió en el limbo de la semántica, me lancé a otras, y con la misma suerte, porque ya me diréis donde podía un niño de diez años en la España postfranquista encontrar a unos negros merendando o a la tal Aurora y su famoso rosario, que debió ser lo más parecido a una película de Tarantino que nos dio el refranero español. Ni me encontré jamás con un arriero para saber a qué tanto rencor, ni hubo cubero que me explicara nunca a qué se debía su ojo crítico y aunque quisiera tomarlas nunca encontraba donde las daban. Claro, como el que la sigue la consigue, aun si saber qué seguía ni que iba a conseguir, aquí me tenéis, preguntándome si por la boca murió el pez ¿no sería que la tendría llena de moscas?

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