30 de mayo de 2012

ESE GLAMOUR

Hay situaciones en las que, por mucho que lo intentes, terminas perdiendo el glamour. Por ejemplo, en la playa. Tu entras poniendo en práctica todo lo enseñado estos años por Ana Obregón, tratando que las olas frías no te hagan parecer un tronco en un hundimiento. Te lanzas con gracejo cuando el agua ya te llega por la cintura, sobre todo porque los brazos no parecen por la labor así, a poquito a poco, y más pareces un pollito buscando a su madre que un Ian Thorpe versión española. Unas brazadas, tumbarte un poquito, atusarte el pelo y el retorno. Y es ahí donde la naturaleza se confabula para que pierdas todo el crédito ganado. Esas playas de arena lisa por las que vas saliendo del agua, aprovechando el impulso de las olas para no evidenciar tu sobrepeso. Cuando el agua ya va por la espinilla se trata de un arduo trabajo de coordinación, o sino la resaca del mar te hará darte un trompazo de espaldas. Una buena ola, aprovechas la coyuntura acuática y aceleras el paso. Entonces, como por arte de magia, la arena se convierte en diminutas piedras y pedruscos que se te clavan en las plantas de los pies. Es un Tourmalet de chinchetas naturales. Ese pedregal que la marea lleva meses madurando para ti. Gritarías. Maldecirías, pero el glamour pesa. Y tratas de mantener la compostura, hasta que te posee el espíritu de Hommer Simpson y no puedes evitar acompañar a cada saltito con un ounch, que en castellano suena más al estilo joder, mierda, joder. La playa está llena, así que en cuanto te topas de nuevo con la arena fina, sobrepasada esa cruel cuesta de piedras, tratas de recuperar la compostura, pero sobre todo el anonimato. En esas situaciones, lo juro, es imposible mantener el glamour. Otro día hablaremos de alguna que otra más, como esas batas de hospital, auténticas asesinas del estilo mínimo...

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