18 de enero de 2012

LA ABUELA Y MI PERILLA

Me encantan las historias de abuelos. De mi más de año y medio trabajando en una residencia aprendí que la ancianidad es una especie de vuelta a la infancia. Y es cruel, porque supone la pérdida de algunas cosas importantes, como los recuerdos, o la memoria y hasta la cordura. Pero en algunos momentos llegan a ser adorables. Y gente que quiere y se deja querer con una facilidad superior al resto. Hoy me he acordado de mi perilla. Cuando ejercía de gerocultor (y no aparcayayos, como decían mis compañeros de la universidad) llevaba el pelo bastante largo. Estaba en el servicio de fisioterapia, y además de ejercer de Ciceron para subirlos y bajarlos al ejercicio diario, les ayudaba de forma activa durante la tarea. Así tenía cada día y a cada hora una cita con alguien. Casi siempre mujeres, mucho más activas y receptivas a las terapias no obligatorias. Lunes, miércoles y viernes Celestina a primera hora. Martes y jueves, Julia y Alicia. A las once los viernes y martes Agustina y su marido a la bici...en fin, iba y venía trayendo abuelos para que lo dieran todo en la sala de fisio. Una de ellas era una mujer que superaba con creces los 90 años. Simpática, gallega si no recuerdo mal. Metro cincuenta llenos de sonrisas. Pelo canoso siempre recogido en un moño que cada mañana, antes de que llegara el autobús, le preparaba su hija. Yo estaba con ella mientras iba y venía en las paralelas. Hablábamos de lo humano y de lo divino, porque hablando el ejercicio salía mucho mejor. Ella estaba convencida de que yo era una mujer. El pelo largo y el pijama morado no ayudaba mucho, la verdad. Pero ni jurando y perjurándole que era un hombre salía de su idea. Por aquel entonces decidí dejarme perilla. El primer día esta buena mujer no dijo nada. Hicimos los ejercicios, hablamos de nuestras cosas, y yo me di cuenta de que no dejaba de mirarme a la cara. Así un par de días más hasta que el tercero o cuarto empezó a tocarla, como si no se terminara de creer que existiera esa ristra de pelos junto a mis labios. Me miraba, la tocaba y se reía, hasta que ya le pregunté ¿no te gusta mi perilla? y ni corta ni perezosa me contestó: para una mujer no...Lo dicho, adorables.

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