3 de julio de 2012

SIESTA

Así como en el sueño nocturno somos como un sargento alemán, con las siestas somos mucho más permisivos. Es un rato de intimidad familiar, una fiesta. Hay rascoteo y se puede hasta invadir la cama de los papis, sagrada en otro horario. Con esas costumbres coperativistas no es raro que termine dormido al lado de mi hijo. Empieza uno que si contando un cuento, que si rascando una espalda, y cuando se da cuenta lleva una hora retozando. Entonces llega ese momento tan difícil. Tu hijo duerme, y quien diga que hay algo más hermoso que un peque durmiendo, miente. Y te tienes que levantar. Y lo haces con el remordimiento de un amante furtivo que abandona la cama a mitad de la noche. En silencio. Sin ser descubierto. Después intentas estar atento, porque te gustaría intuir el instante justo en el que tu hijo va a despertarse para correr a la cama y fingir que tú también te acabas de despertar. Pero rara vez ocurre. Por suerte no parecen rencorosos y te das cuenta cuando, conejito en mano y legaña en ristre, aparece en el salón, mientras tú lees en el sofá y casi susurra “papi, ¿ya es de día?”.

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