19 de diciembre de 2011

BEBER

Te despiertas a media noche. La boca seca. Sí, piensas en esa última copa, la que te decía tu parte razonable que no debías haberte tomado. Te sientas en la cama. Con calma. Mucha calma, no es momento de llamar al helicóptero ni de hacer una nueva decoración a las paredes. Ni te molestas en buscar las zapatillas de estar por casa, a saber dónde las dejaste anoche. Te pones de pie retando a la verticalidad con orgullo. Las manos al frente preparadas para sostener tu resaca. Un pasito, otro. Llegas al baño y enciendes la luz. Cuando te ves en el espejo preguntas ¿quien eres y qué has hecho conmigo mismo? Las manos en el lavabo. Más de cerca el espejo te obliga a una inútil promesa: no volveré a beber en mi vida. Abres el grifo y como si llevaras semanas en el desierto bebes y bebes como los peces del villancico. Pero no bebes de un río, sino de un grifo. Un par de litros después te miras de nuevo al espejo, nada ha cambiado en tu aspecto, pero te sientes mejor. Vuelves a la cama y ateo que eres, maldices no tener un Dios al que pedirle que los peques se levanten hoy más tarde...
NOTA: este ejercicio literario, esta dramatización no es más que un juego floral para destacar un gesto que en el mundo occidental hemos trivializado por común, por sencillo, por accesible, pero que millones de personas sólo pueden soñar: beber de un grifo. Me gustaría que mis hijos supieran lo privilegiados que son de poder hacerlo cuando les plazca.

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