
Hace como unos doce años decidimos que era el momento de abandonar el nido. Éramos jóvenes, y a lo que supimos después, bastante ingenuos. Teníamos la ilusión de vivir unos años en el centro de Madrid y después, con la idea de la paternidad, salir a cualquier barrio con menos glamour. Por eso nos centramos en esa almendra con tanto encanto del Foro. Nos gustó un pisito de 40 metros dúplex, en la calle Galileo, por diez millones: cocina americana, ventana de ojo de buey, calefacción eléctrica y totalmente amueblado, para entrar a vivir. Nos recibió la señorita de la agencia apremiándonos antes de verlo, pues literalmente se lo estaban quitando de las manos. Entramos por un portal señorial que nos llevó a otra puerta más pequeña y de ésta a una tercera aun más pequeña. De allí salía un angosto pasillo a no se sabe dónde (ni quisimos saberlo) y una portezuela que, como supimos unos segundos después, era la flamante entrada al dúplex. Era un habitáculo oscuro de apenas 20 metros, de techos altos, ventaja ésta que aprovecharon para hacer un segundo techo a modo de piso elevado con una escalera de madera en el lateral. A eso se refería el anuncio cuando hablaba de dúplex. La cocina era americana, si por americana entendemos unos fogones de gas butano frente a una barra. El problema era que el espacio entre barra y cocina era tan pequeño que yo no cabía sin riesgo de quedarme atascado, a lo que me imaginé cocinado desde el otro lado de la barra. Bajo el techo postizo, que tenía una cama y hacía las veces de dormitorio, había un sofá roñoso responsable, supusimos, del totalmente amueblado. Mueble era, desde luego. La altura resultante del doble techo era grotesca porque me peinaba el flequillo, adiós a mis pelos de punta, pensé de inmediato. La luz natural, nos aclaró, que era abundante, entraba por la ventana que daba a un patio interior del diminuto baño, lo que obligaba a dejar la puerta abierta para compartirla con el habitáculo general ¿ Y el famoso ojo de buey del que hablaba el anuncio? Nos invitó a subir a la parte superior, donde mi flequillo peinó igualmente el techo para descubrir que, técnicamente era un ojo de buey, pero el buey era el de los playmobil, porque aquello diez míseros centímetros de diámetro no nos permitieron saber si al otro lado estaba la calle u otro patio interior. Contuvimos la risa por respeto a la persona que nos enseñaba aquel engaño y ya por curiosidad preguntamos por la calefacción eléctrica. Verás, nos dijo muy ufana, bajad. En el salón había un pequeño aparato eléctrico de esos que echan aire caliente, como un secador, que era todo lo eléctrico y calefactable de la ¿casa? Salimos asustados y con ganas de decir ¿te lo van a quitar de las manos? Mucho cuidado, que lo mismo se te escurre de entre los dedos antes.
Nos sentimos engañados por la publicidad y perdimos unas horas de una mañana. Eso mismo me ocurre ahora cuando veo por ahí eso de la banca cívica, es que no cuela, no me lo creo, me da la impresión de que cuando entre en alguno de esos bancos tan cívicos lo que me voy a encontrar es un diminuto ventanuco a modo de ojo de buey…