Me gustan los bares con cristalera. Por contra a lo que pudiera parecer, no me siento como un pez en una pecera, observado por los seres dotados de lilbertad. Al contrario, una mesa, una cerveza y un ordenador, son toda la compañía que necesito si al otro lado del cristal hay una calle. Y me da igual del barrio que sea. Café, tasca, bar. Con olor a carajillo o infusión de frutas. Con botones y luces que anuncian premios imposibles, o paredes preñadas de cultura presa en una cárcel cromática de alcayatas. Me da igual que la televisión me castigue con un Madrid Directo o que un carrusel del videos musicales me intente dar un Kiss FM. Soy capaz de aislarme y de fusionarme con la vida de los que están fuera. Quizá a mi lado haya un hombre de mirada esquiva que bien pudiera ser un espía o un asesino en serie, que yo prefiero fijar mi mirada en la calle, esperar a un peatón y observarlo con toda impunidad. No siento vergüenza ni bajo la mirada cuando el susodicho se percata. Soy tan ingenuo que me creo en la butaca del cine de la vida y ellos los actores forzosos de mi película muda. Ahora mismo estoy en mi viejo barrio, cafetería Los Arcos. La tarde cae fría y plomiza con mucha prisa, mera telonera de la noche. Una familia al completo llena el coche con los apechusques del colegio, mochilas, carpetas, cuadernos. Parecen cansados. A un tipo más largo que un aperitivo sin cerveza se le acaba de escapar el perro y ha gritado sin mucho afán, no parece la primera vez que le ocurre. Un autobús lleno de pintadas se para justo frente a mí y una joven de pelo moreno me mira fijamente. Escucha música, y como no retiro mis ojos ella termina bajando los suyos, y sonriendo. El autobús flanquea el semáforo y antes de que el olvido nos separe vuelve a mirar. Y yo sigo ahí, con las manos en las teclas, y le devuelvo la sonrisa. La mujer del quiosco se ha cansado de esperar tiempos mejores y cierra su pequeño reducto de verdades a medias. Imagino la melodía de sus huesos, imponiéndose a la de las bisagras del quiosco. Cada nuevo protagonista es una muesca en mi cerveza. No me cansaría de mirar, porque el carrusel de vidas no para. La mía tampoco, así que no me queda más que pagar, cerrar el ordenador y zambullirme en el film mudo, guardando la oculta esperanza de que otro escritor de medio pelo, en algún otro bar con cristalera, me esté observando y se invente una vida que yo jamás viviré.
4 de diciembre de 2012
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