No recuerdo que fuera muy alto. Moreno. Con el pelo a cazo, como si fuera un clic. Poco hablador, diría que más bien tímido, aunque de sonrisa fácil, así que siempre me pareció un tipo inteligente. Una sonrisa discreta, eso sí, como si los labios pidieran permiso para arquearse. No era, ni de lejos, el más popular en un aula repleta de adolescentes con granos deseosos de diferenciarse del resto. Hablé poco con él aquel trimestre, las niñas me parecían más interesantes que su timidez endémica. Un día faltó a clase. Después no vino en una semana entera. A esa semana le siguió un mes. Tenía leucemia. La clase en bloque, niños, niñas, altos, gordos, populares, raritos, organizó poco menos que una excursión para ir a verle. Contaron que estaba en el hospital protegido en una habitación acristalada, porque su debilidad era tal que un simple estornudo podía causarle la muerte. Regresaron realmente marcados. Yo no fui. No recuerdo la razón, y no la recuerdo porque tal vez no la hubiera. O hasta ahora no he encontrado el momento de justificarme a mí mismo. Lo veo así, es como cuando coges arena de la playa con la mano, al principio sólo hay arena, pero si dejas pasar tiempo se va escurriendo y entonces florecen los dedos como por arte de magia. Entonces, aunque quieras, la arena termina por desaparecer. La que cogí cuando mi compañero de clase murió ya se ha escurrido y ahora florecen mis miedos y me entiendo, y sé por qué fui casi el único de la clase que no acudió a despedirse. Tuve miedo. No quería enfrentarme a la muerte de alguien tan joven. Alguien de mi edad. Ahora lo tengo claro. Y como en tantas otras ocasiones, El Trastero no es más que la wija que me ayuda a exorcizar mis miedos. Y esta tarde. Una vez más. Ahora poco puedo hacer, salvo pedirte perdón: lo siento amigo.
12 de octubre de 2012
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